«Nunca era visto donde decían haberlo visto, nunca estaba donde se esperaba encontrarlo, nunca se le capturó cuando se pensaba haberlo capturado, gracias a su astucia y a sus abundantes sobornos»

Este párrafo muy bien podría referirse a Robin Hood, el Tempranillo, Butch Cassidy o cualquier otro bandido, de ésos que alcanzaron dimensión legendaria por sus aventuras, a menudo mezcla de realidad y fantasía. Pero es mucho más antiguo, pues la cita tiene casi dos mil años y corresponde al libro LXXVII de la Historia romana, en la que Dión Casio narra las andanzas de un fuera de la ley de su época que supuso un molesto engorro interno para el Imperio Romano y al que se conoció como Bulla Felix.

Sin pretenderlo, se convirtió además en protagonista de una crítica política social, ya que el autor recurre a él para establecer las diferencias de gobierno entre emperadores. Con el personaje, ensalza las buenas maneras de Augusto frente a las de Septimio Severo, ya que el primero dispensó un trato insólitamente generoso a Corocotta en el siglo I a.C. Casio, que aunque griego tenía la ciudadanía romana y llegó a senador, cuenta en el libro LVI de la misma obra:

Irritóse tanto [Augusto] al principio contra un tal Corocotta, ladrón hispano muy poderoso, que hizo pregonar una recompensa de doscientos mil sestercios a quien lo apresase; pero más tarde, como se le presentase espontáneamente, no sólo no le hizo ningún daño, sino que encima le regaló aquella suma».

Monumento al cántabro en Santander/Imagen: Year of the Dragon en Wikimedia Commons

Al margen de la verdad histórica sobre Corocotta (a la teoría de que era un simple bandido de origen norteafricano se opone otra que lo considera caudillo de la resistencia contra la conquista, durante las Guerras Cántabras), el caso es que estaba al margen de la ley y el historiador romano resalta el indulto augustiano frente al final implacable que sufrió Bulla Felix doscientos años después, entre los años 205 y 207 d.C. Esa visión no era algo gratuito ni aislado; formaba parte de una tendencia estilística que glorificaba a los bandoleros como héroes populares y empezó precisamente en la Antigüedad tardía: en el mundo griego con las novelas románticas de Tacio, Caritón, Heliodoro, Jenofonte de Éfeso o Longo de Lesbos, entre otros; en el romano, con La metamorfosis de Apuleyo.

En esa línea, los protagonistas se dividían en dos grupos: los que tenían un carácter negativo, vil, y los que eran presentados como justos y dignos. Bulla Felix entraba en la segunda categoría porque, al igual que harían el ya mencionado Robin Hood o los famosos bandoleros españoles decimonónicos Luis Candelas y Diego Corrientes, procuraba evitar la violencia, entregaba parte de lo que robaba al pueblo y hacía alarde de una serie de astutos e imaginativos recursos para eludir a sus perseguidores, todo lo cual le granjeó el favor popular.

Esa especie de encarnación idealizada de la representación de los oprimidos y la lucha entre la moral y la corrupción -una forma de crítica social, al cabo- que tuvo la susodicha plasmación literaria, hace difícil saber a ciencia cierta cuánto hay de histórico en el relato de Dión Casio y cuánto de fabulación interesada. Porque, de hecho, no hay más fuentes documentales que aludan al episodio y el escritor apenas le dedica unas líneas, insuficientes para dilucidar la cuestión.

Por no saber, ni siquiera sabemos la identidad real del personaje, ya que Bulla Felix no es un nombre sino un apodo. La bulla era un amuleto que los niños usaban hasta los dieciséis años para protegerse de las desgracias y del mos graecorum (literalmente, vicio de los griegos; es decir, la pederastia, que muchos romanos adoptaron hasta que la Lex Scantinia la proscribió en el 149 a.C.); a partir de esa edad dejaban de usarlo, aunque podían conservarlo y exhibirlo en ocasiones especiales, como la designación de un general o el nombramiento para un mando (serviría entonces tanto para protegerse como para despertar envidia).

Estatua de un niño romano llevando una bulla al cuello/Imagen: Sailko en Wikimedia Commons

Por otra parte, felix es una palabra que en latín se traduce como «afortunado» pero que se usaba también para calificar a quien ejerciera un liderazgo desde el que llevaba felicidad a los demás, de ahí que fuera frecuente su adopción por parte de militares desde tiempos de Sila e incluso por emperadores. Cómodo, por ejemplo, lo incorporó a su nombre y es un gobernante muy a propósito, ya que inició el llamado año de los cinco emperadores, culminado con Septimio Severo, a quien Dión Casio no tenía precisamente en mucha estima. Es más, Bulla Felix sería una némesis suya, reuniendo todas las cualidades de las que el otro carecía. Al fin y al cabo, Severo hacía honor a su cognomen.

Efectivamente, acaso por su ascendencia (era hijo de un púnico bereber) y por las dificultades que encontró al subir al poder (tuvo que disputarlo con Pertinax y Didio Juliano, además de afrontar la rebelión de su césar, Clodio Albino, cuando éste se enteró de que Severo no le nombraba sucesor a él sino a su hijo Caracalla), el nuevo emperador advirtió desde el primer momento que no iba a ser tan indulgente como César o Pompeyo, sino que gobernaría con puño de hierro, a la manera de Mario, Sila o el propio Augusto. Así lo aseguró en un discurso al Senado, donde aún había partidarios de Albino según recoge Dión Casio, y hay quien interpreta que la similitud cacofónica de Sila con Bulla fue algo buscado deliberadamente por el historiador.

Porque, consecuentemente, Severo nunca se llevó bien con esa cámara e instauró una dictadura militar de facto, aunque al devolver cierta tranquilidad a Roma frente al caos de Cómodo se ganó el aprecio del pueblo. El problema estaba en que Dión Casio era senador y, por tanto, enemigo político suyo. Por eso la imagen que deja de Bulla Felix es la de un opositor al autoritarismo imperial, un benefactor que reparte entre las clases bajas lo que roba a las acomodadas, haciendo lo opuesto a lo que se cuenta que el emperador aconsejó a sus hijos en el lecho de muerte para mantener el poder: enriquecer a los soldados y despreciar a los demás.

Busto de Septimio Severo/Imagen: antmoose en Wikimedia Commons

Y los demás llevaban tiempo apretándose el cinturón; cada vez más. La llamada peste antonina, una epidemia que asoló el imperio entre los años 165 y 180 d.C. (que coincidieron prácticamente al completo con el mandato de Marco Aurelio) había provocado un desplome demográfico, especialmente en los ámbitos urbano y militar, y la subida al trono de Cómodo, con su extravagante comportamiento, no sólo no mejoró la situación sino que la empeoró con inestabilidad política, al enfrentarse abiertamente al Senado; no es de extrañar que Casio definiera su reinado como una «transición de un reino de oro a otro de óxido y hierro».

Ahora bien, Cómodo, que sufrió su propia versión de Bulla Felix con la revuelta de Materno, aplicó una táctica populista que le hizo ganarse el apoyo de la gente; aquella tan famosa que había acuñado Juvenal en su Sátira X, casi cuatro siglos antes, de panem et circenses («pan y circo»). Así, proporcionó ludi gladiatorii (juegos de gladiadores) gratuitos y alimenta (un subsidio para quienes tuvieran la ciudadanía romana), a la par que imponía a las clases altas una dura carga impositiva para pagar todo eso. Pero un incendio que arrasó Roma y una crisis de subsistencias degradaron su popularidad y acabó asesinado por Pértinax, que ocupó su puesto.

Como decíamos antes, el nuevo emperador no duró mucho; tres meses. Al asumir un estado sin medios económicos con que afrontar los elevados gastos, no pudo pagar a los pretorianos que le habían encumbrado y trató de solucionarlo reduciendo los alimenta, de modo que se granjeó la oposición de todos y en menos de tres meses caía asesinado por la Guardia Pretoriana. Didio Juliano ganó la subasta del trono -literalmente- pero, como vimos, al final fue Septimio Severo quien se hizo con el poder un par de meses más tarde.

Estaban sentándose las bases de lo que los historiadores conocen como crisis del siglo III, que llegaría al término de la dinastía de los Severos y no acabaría hasta la llegada de Diocleciano (por tanto, entre los años 235 y 284 d.C.). Algunas de las características de dicha crisis ya se encontraban en el período de Septimio Severo, como el éxodo urbano y la aparición de un colonato primigenio. En tal situación, no fueron pocos los que optaron por vivir del bandidaje. Bulla Felix fue uno de ellos, no el único ni el primero; ya vimos el caso de Corocotta y también consta un tal Claudio, cuyas correrías por Judea precedieron al romano (de hecho, Palestina era un hervidero de ladrones que, sin embargo, los nativos identificaban como resistentes).

De los orígenes e identidad de Felix no sabemos nada. Puede que fuera un desertor del ejército o un colono huido, pero el canon le supone natural de Liguria, donde Bulla es un apellido común hoy en día. Le crió un sacerdote que le enseñó a leer y escribir, además de iniciarle en filosofía, oratoria y derecho romano, si bien es probable que esos conocimientos no sean más que un recurso de Dión Casio para explicar la facilidad con que burlaba el sistema judicial.

Localización geográfica de Liguria/Imagen: TUBS en Wikimedia Commons

En ese último sentido, hay un par de anécdotas significativas. Una vez, Bulla Felix se disfrazó de gobernador provincial para solicitar mano de obra al director de una prisión, logrando así la libertad de dos de sus hombres que habían sido capturados. En otra ocasión, apresó con engaños a un centurión enviado a detenerle y lo sometió a un juicio en el que él mismo ejerció de magistrado, incluso con la toga correspondiente, sentenciando al reo a que se le rapara la cabeza; luego, lo dejó ir recomendándole liberar a sus esclavos para que no acabaran convertidos en bandoleros.

Muchos creen que se trata de episodios salidos de la imaginación de Casio, que los habría escrito para escenificar una crítica sarcástica a la justicia y el gobierno. Él mismo resalta, en otro pasaje del libro, la indignación de Severo por ser capaz de ganar guerras en tierras extrañas pero no de arrestar a un simple forajido en la península itálica. Como veremos más adelante, el autor greco-romano utilizó varios recursos, unos propios y otros comunes en la Antigüedad. Por otra parte, tenía el modelo de la reseñada revuelta de Materno, que revistió características bastante similares: un ex-militar que organizó un ejército de desertores y fugitivos con el que asoló la Galia en el 187 d.C., atacando incluso grandes ciudades, y que hasta intentó atentar contra Cómodo, terminando derrotado por una traición.

En cualquier caso, como se deduce, Bulla Felix no actuaba en solitario sino que dirigía una nutrida partida que se ha llegado a cifrar en seiscientos hombres, número quizá simbólico porque era el mismo que de senadores. Y es que, como explicaría más tarde San Agustín en La ciudad de Dios, un latrocinium (término que definía las bandas de más de ochenta individuos, pero que no se limitaba exclusivamente al bandidaje sino que se extendía a la insurgencia organizada, como las de Espartaco o Viriato, y en general a cualquier alteración del orden establecido) puede considerarse casi equiparable a un regnum alternativo si se rige con justicia.

Buena parte de la cuadrilla estaba formada seguramente por militares proscritos por su desafección hacia el nuevo emperador, ex-pretorianos despedidos por el estado para aligerar los presupuestos, esclavos fugitivos, libertos sin medios para vivir y gente en general arruinada por la crisis. Gracias a tan extenso y variopinto plantel, Felix pudo organizar una copiosa red de espionaje que le proporcionaba información de las caravanas de mercancías que enlazaban Roma con el puerto de Brundisium (Bríndisi) a través de calzadas como la Vía Appia y la Appia Traiana (que vertebraban la mitad meridional de la península italiana), así como de sus escoltas.

La conexión de Roma con Brindisium mediante la Vía Appia (rojo) y la Appia Traiana (azul)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En los robos consiguientes procuraba evitar o limitar la violencia, prefiriendo cobrar rescate de los potentados que secuestraba en esa ruta o extorsionando a los comerciantes para que pagaran por evitar el saqueo. A continuación repartía el botín entre los suyos, aunque también donaba una parte a los necesitados, al igual que liberaba con premio a los technitai (artesanos) una vez que terminaban el trabajo para el que se los había llevado a la fuerza. Por supuesto, pudiera ser que esa nobleza de actuación fuera interesada, pero el caso es que ejemplifica perfectamente el nombre de Felix y explica por qué nadie le delataba, pese a las jugosas recompensas ofrecidas.

Eso, junto con la amplia zona geográfica, le permitió operar durante dos años, escurriéndose una y otra vez de entre las manos de las autoridades, que enviaron a perseguirle un importante contingente de tropas -caballería incluida- al mando de un tribuno. A nadie se le escapará la similitud de esa situación con la de otros personajes posteriores a medio camino entre el bandolero burlón y el héroe justiciero, ya sean semihistóricos, como el citado Robin Hood y Guillermo Tell, o literarios, como la Pimpinela Escarlata o el Zorro.

Estatua de Emilio Paulo Papiniano/Imagen: Rabax63 en Wikimedia Commons

La dimensión legendaria alcanzó el cénit con su captura mediante una traición, en la que, como dicta el tópico a menudo, hubo una mujer de por medio. Felix tenía una amante y cuando el marido burlado descubrió la relación, acudió a informar al tribuno, el cual tendió una emboscada en el lugar previsto para los encuentros románticos: una cueva en un acantilado de su Liguria natal. Inusualmente solo e indefenso, el bandido cayó preso y fue llevado ante Emilio Paulo Papiniano, prefecto del Pretorio que, acorde con su prestigio de jurista, no se conformó con la presa y quiso saber más, preguntándole a Felix por qué se había hecho un fuera de la ley. El otro contestó dándole la vuelta a la cuestión, al inquirirle por qué era prefecto, lo que le dejaba a su misma altura como ladrón legal.

De nuevo encontramos aquí un recurso literario. La escena es un calco de otras parecidas. Por ejemplo, de nuevo en su obra La ciudad de Dios, San Agustín sitúa a Alejandro Magno interrogando a un pirata por la causa que le llevó a lanzarse a esa vida y el otro le dice: «Lo mismo que te impulsa a tí a hostigar al mundo. Yo lo hago con un pequeño barco y me llaman bandido; tú lo haces con una gran flota y te llaman emperador». También la que cuenta el mismo Dión Casio, recogida igualmente por Tácito en su obra Anales y por Suetonio en su Vidas de los doce césares, sobre Clemente, un esclavo de Agripa Póstumo (el nieto de Augusto y su segunda esposa, Escribonia), evadido tras el asesinato de su amo, de quien usurpó la identidad:

El mismo año, un tal Clemente, que había sido esclavo de Agripa y se le parecía hasta cierto punto, se hizo pasar por el mismo Agripa. Fue a la Galia y ganó muchos para su causa allí y muchos más tarde en Italia, y finalmente marchó sobre Roma con la intención declarada de recuperar el dominio de su abuelo. La población de la ciudad se alborotó con esto, y no pocos se unieron a su causa; pero Tiberio lo tomó en sus manos por una artimaña, con la ayuda de algunas personas que pretendían simpatizar con este advenedizo. Acto seguido, lo torturó para descubrir a sus compañeros de conspiración. Entonces, cuando el otro no pronunciaba una palabra, le preguntó: «¿Cómo llegaste a ser Agripa?» Y él respondió: «Así como llegaste a ser César».

La altivez no le sirvió a Bulla Felix para escapar a un terrible destino. Como decíamos al comienzo, Augusto se apiadó de Corocotta pero Severo no quiso mostrar piedad hacia el hombre que le había burlado tantas veces y el audaz bandolero terminó condenado a muerte, en la tremenda modalidad damnatio ad bestias. Consistía en ser despedazado por las fieras, pena reservada generalmente a los criminales de peor calaña (rebeldes, parricidas, envenenadores, desertores, falsificadores…) y a los cristianos (por traición y hechicería).

Sin su jefe, concluye Casio, la cuadrilla se disolvió, lo que no impidió el proceso de descomposición estructural en que había caído el Imperio Romano. Como explica el historiador Sergéi Kovaliov: «El movimiento de Bulla, análogo al de Materno, demuestra a qué grado había llegado la disgregación del aparato estatal, a pesar de todas las reformas».


Fuentes

Dión Casio, Historia romana | San Agustín, La ciudad de Dios | Tácito, Anales | Suetonio, Vidas de los doce césares | Sergei Ivanovich Kovaliov, Historia de Roma | Theresa Urbainczyk, Slave Revolts in Antiquity | Sara Forsdyke, Slaves tell tales. And other episodes in the politics of popular culture in Ancient Greece | Brendt B. Shaw, Bandits in the Roman empire (en Studies in Ancient Greek and Roman Society) | Juan Manuel Palomino Ramírez, Bulla Felix, el Robin Hood romano (en El Historicón) | Wikipedia


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