La Empresa de Inglaterra, aquel plan de invasión concebido por Felipe II para ocupar el reino de Isabel I, derrocarla y sustituirla por un monarca católico, fracasó en 1588 por una serie de imponderables. Eso incitó a los ingleses a acometer un contraataque contra España, suponiendo que ésta había quedado indefensa y marcando como objetivos rematar lo que quedaba de la Armada, apoderarse de Lisboa para subir al trono al prior de Crato y conquistar las Azores para tener una inmejorable base atlántica desde la que atacar a la Flota de Indias. El ataque tuvo lugar un año más tarde y terminó en una completa catástrofe, una de las mayores de la historia naval británica.
Durante años, la guerra de Flandes dividió a la corte de Felipe entre los partidarios de la mano dura (el duque de Alba) y quienes preferían una solución negociada (el partido del duque de Éboli, a cuya muerte le sucedió el secretario real, Antonio Pérez). Estos últimos preferían volcar el peso militar en una invasión de Inglaterra, con Don Juan de Austria al frente. El asesinato del secretario de éste supuso la eclosión de las intrigas del funcionario y su caída, y entonces el rey decidió solucionar el problema flamenco por las malas. Pero no olvidó el plan contra una Isabel I cada vez más retadora, que no sólo había pasado a intervenir directamente en apoyo de los rebeldes sino que además amparaba los ataques de sus marinos contra los puertos hispanos en América.
Primero recurrió a un complot para atentar contra la soberana que debía derivar en una rebelión de los católicos ingleses apoyada por tropas españolas, y en la colocación en el trono de la escocesa María Estuardo. La trama, conocida como la Conspiración de Ridolfi (en alusión al banquero florentino que la dirigió), terminó descubierta por los agentes isabelinos y la candidata ejecutada, pero los éxitos españoles en el terreno de la diplomacia (alianza de Enrique III de Francia, unión con Portugal) y el campo de batalla (Alejandro Farnesio reconquistó las provincias perdidas en Flandes) determinaron a Felipe II a acabar de una vez por todas con el problema inglés.
Las correrías de los corsarios Francis Drake y su primo John Hawkins por el Caribe -incluso por ciudades costeras españolas- llevaron al monarca a pedir un plan táctico a Álvaro de Bazán y Alejandro Farnesio; el primero proyectó una invasión a gran escala y el segundo una incursión relámpago a Londres que Felipe fundió en uno. Fue la mencionada Empresa de Inglaterra, que no salió bien; no sólo por las discutibles decisiones tácticas del duque de Medina Sidonia (que sustituyó en el mando a Bazán cuando éste falleció antes de empezar), sino también porque estaba sometida a tal cantidad de factores condicionantes que el fallo de uno solo arrastraría a los demás, como así ocurrió.
En efecto, todo fue desmoronándose como un castillo de naipes: muerte del marino más capaz de su época; retraso de la partida hasta el otoño, con el consiguiente mal tiempo; coordinación muy difícil entre ambos generales en una época en la que las comunicaciones tardaban días o semanas; falta de puertos seguros en el Canal de la Mancha; imposibilidad de reunir barcazas suficientes para trasladar los Tercios; exceso de calado en los galeones para acercarse a proteger dichas barcazas; viento en contra en el Canal, que impedía regresar por la misma ruta… Más, desde luego, que los elementos de la frase de Felipe II (que, por cierto, nunca pronunció).
El resultado fue que Medina Sidonia tuvo que renunciar al plan y ordenar volver a España. Pero como la flota inglesa obstruía el Canal de la Mancha y contaba con barlovento, la Armada se vio obligada a circunnavegar el archipiélago británico por el norte, siendo destrozada lo largo de ese periplo por los temporales y arrojadas sus deslavazadas unidades contra los acantilados de las Hébridas e Irlanda. En realidad, las pérdidas fueron más humanas que materiales: cerca de veinte mil muertos, pero sólo medio centenar de barcos de un total de ciento cincuenta y cuatro, que fueron arribando penosamente a los puertos del Cantábrico.
No obstante y aunque maltrechos, todos los grandes galeones consiguieron salvarse, con lo que el poderío naval español seguía vigente. Eso sí, los barcos estaban siendo sometidos a reparaciones en Santander, La Coruña y San Sebastián, lo que constituía una oportunidad para acabar con ellos sorprendiéndolos por separado. Así lo vieron los ingleses, probablemente no muy bien informados, e inmediatamente plantearon a la reina un ataque que a priori no parecía difícil, habida cuenta que Drake ya había realizado una osada y victoriosa incursión en Cádiz en 1587. Isabel I dio su aprobación sin imaginar que con ello iba a provocar uno de los mayores desastres de la historia naval del país.
El problema -o uno de ellos- estaba en que Inglaterra carecía de armada nacional propiamente dicha. No fue hasta el reinado Enrique VIII que, ante un fallido intento de invasión francés en 1544, se tomó conciencia de dicha parvedad, por lo que los Tudor quisieron cambiar las cosas. En tiempos de Isabel se recopiló información náutica -construcción naval, cartografía…-de los países más avanzados, o sea, España y Portugal, impulsándose además un programa de construcción de una flota digna, especialmente cuando se descubrió el plan de Felipe II. Pero no era algo que se consiguiera de un día para otro, obviamente.
Por esa razón, la seminal Royal Navy que se enfrentó a los españoles en el Canal de la Mancha estaba compuesta, en buena medida, de buques de propiedad privada costeados por la nobleza. No se trataba de algo excepcional, pues España (y otras naciones) también recurría a ese sistema, sólo que aparte disponía de una armada real. La reina había complementado esas limitaciones otorgando patentes de corso, que dieron buen resultado en sus incursiones ultramarinas. Pero ahora se trataba de organizar una expedición a gran escala, y contra la primera potencia mundial nada menos, de ahí que todo resultara demencial.
Para empezar, se constituyó una compañía privada con un capital accionarial de ochenta mil libras en el que la corona aportaba la cuarta parte y el gobierno de las Provincias Unidas de los Países Bajos una octava, repartiéndose el resto entre un grupo de nobles, comerciantes y gremios del sector. Todos ellos, por supuesto, confiando en que recuperarían lo invertido y además obtendrían pingües beneficios. Nombraron tesorero a Sir James Hales, que además formaría parte de la expedición y la aventura le costaría la vida. Como había pasado con la Armada hispana, los preparativos fueron de una enorme complejidad logística y derivaron en caos.
Efectivamente, también aquí se produjeron continuos retrasos, lo que, por un lado, hizo consumir un tercio de las provisiones antes siquiera de zarpar y, por otro, dejó patente el peligro de que los españoles terminasen las reparaciones de sus galeones. Asimismo, apenas se pudieron reunir dos millares de soldados veteranos, por lo que fue necesario reclutar otros veinte mil de dudosa eficacia y disciplina. Tampoco fue posible encontrar cañones de asedio ni caballería suficiente, lo que comprometería las operaciones terrestres. Por último, los neerlandeses se mostraron incapaces de cumplir su parte y suministraron menos barcos de los prometidos.
Todo esto, preocupante de por sí, se agravó con la decisión de entregarle el mando a Francis Drake, erigido en héroe de la defensa ante la Armada española pese a que el almirante y estratega había sido Sir Charles Howard y a que hubo otros capitanes tan brillantes como él (y del que no tenían buena opinión al considerar que actuó por libre en su propio beneficio). Estaba por ver, pues, si la destreza que indudablemente había mostrado como navegante y corsario -que tras dar la vuelta al mundo entre 1577 y 1581 le supuso ser nombrado caballero-, le servía también para guiar aquella ambiciosa contraofensiva.
Por si acaso, la reina le impuso a un hombre de su confianza al lado, hijo de una amiga íntima. Se trataba de John Norreys, cuyo abuelo fue decapitado bajo la acusación de ser amante de Ana Bolena y que además tuvo un tío abuelo que ejerció de guardián suya cuando aún era princesa. Norreys, que tenía una amplia experiencia militar labrada en Francia, Irlanda, Escocia y Flandes, sería el encargado de los asedios, por lo que compartía el mando con Drake. Consecuentemente, a aquella expedición generalmente conocida como Contraarmada (Counter Armada), también se la llama en inglés Drake-Norreys Expedition.
Zarpó de Plymouth, en abril de 1589, con seis galeones ingleses a los que se sumaba una amplia nómina de mercantes adaptables para la guerra: sesenta filibotes neerlandeses (ligeros de entre 70 y 200 toneladas), sesenta urcas (cargueros de gran manga) y una veintena de pinazas (de unas cien toneladas). Completaban el cupo decenas de naves menores, de múltiples tipos y tamaños, hasta sumar un numero que se calcula entre ciento setenta y doscientas. Todas esas embarcaciones se dividieron en cinco escuadras, dirigida cada una por Drake, Norreys, su hermano Edward, Thomas Fenner y Roger Williams.
A bordo iban algo más de veintitrés mil efectivos, entre los que figuraban algunos de renombre, como Sir Walter Raleigh, un explorador que había fracasado en establecer colonias en el Nuevo Mundo (luego se haría corsario) y Robert Devereux, conde de Essex, que tenían en común el haber sido favoritos de la reina; el segundo, por cierto, se embarcó desobedeciendo una orden de ella. No obstante, las fuerzas se vieron mermadas con la deserción casi inmediata de una veintena de embarcaciones, dejando patente los problemas de disciplina; mal comienzo que constituía todo un augurio de lo que iba a pasar.
El propio Drake hizo caso omiso de las instrucciones de la reina de atacar Santander, donde se reacondicionaban la mayoría de los galeones españoles, para dirigirse a La Coruña. Al parecer, temía que le salieran al paso y le dejaran encerrado en el Golfo de Vizcaya, aunque también debió pesar la leyenda de que en la Torre de Hércules se custodiaba un tesoro de millones de ducados, sin contar con que la ciudad gallega era el principal puerto de aprovisionamiento del norte de España y a él no le quedaban víveres más que para dos semanas. En cualquier caso, no preveía mayores dificultades.
Y es que para la defensa únicamente se contaba con el galeón San Juan, la nao San Bartolomé, la urca Sansón, el galeoncete San Bernardo, más las galeras Princesa y Diana, a los que había que añadir, como fuerzas terrestres, millar y medio de hombres resultantes de reunir a las milicias, los hidalgos y siete compañías de los Tercios que acababan de regresar del frente. Unidos a los soldados del fuerte de San Antón y dirigidos por el marqués de Cerralbo, no pudieron impedir el desembarco de unos ocho mil ingleses que, liderados por Norreys, tomaron la ciudad baja y la saquearon, hundiendo los mercantes anclados en el puerto. La población se refugió en la ciudadela, reforzada con los cañones del San Juan, al que incendiaron por no poder usarlo.
Pero la carga de los incursores se estrelló contra las murallas medievales, en las que se apostó no sólo la guarnición sino también los coruñeses, que les rechazaron todos los ataques; y cuando se abría alguna brecha, hasta las mujeres acudían a taponarla, como María Pita e Inés de Ben, cuyas actuaciones levantaron la moral de los defensores durante las dos semanas necesarias para que acudieran refuerzos. Tras catorce días de infructuoso combate, los ingleses optaron por retirarse el 18 de mayo, aprovechando el viento favorable; dejaban un millar de muertos, varios barcos perdidos y los indicios de que empezaban a sufrir epidemias, lo que llevó a otros diez buques a poner proa a Inglaterra o, en el caso de los neerlandeses, a La Rochelle.
El siguiente objetivo era Lisboa. Según el plan acordado, Drake atacaría desde el mar entrando por la desembocadura del Tajo, mientras Norreys lo haría desde tierra, avanzando desde Peniche. Pero éste encontró más dificultades de las previstas con muchos de sus diez mil hombres enfermos y las guarniciones enemigas acosándoles durante la marcha, además de no encontrar suficientes caballos ni bastimentos (víveres, pólvora, municiones, cañones…), debido a la táctica de tierra quemada de los otros. Eso comprometía el asedio de la capital lusa, pero lo peor fue descubrir que los portugueses no se sublevaban, manteniéndose mayoritariamente al lado de Felipe II; el prior de Crato tenía menos apoyos de los que se esperaba.
En efecto, el 26 de mayo Lisboa no recibió a los ingleses con los brazos abiertos sino que a su guarnición de siete mil hombres había sumado dos escuadras, una de cuarenta unidades al mando de Matías de Albuquerque y otra de una veintena de galeras de la Escuadra de Portugal dirigida por Alonso de Bazán (hermano del otro). Fue la segunda la que rechazó a Norreys y luego cañoneó sin piedad su campamento, mermando aún más sus fuerzas de tal forma que el intento de asalto que lideró al día siguiente, precedido de una teatral acción del conde de Essex (clavó su espada en la puerta de la ciudad, a manera de desafío) fracasó y tuvo que ordenar una retirada bajo la cortina de fuego que le seguía dispensando Bazán. Drake juzgó imposible forzar las defensas de la ensenada y, consecuentemente, no acudió en auxilio de su compañero, que luego le acusó de dejarle solo.
La derrota quedó confirmada el 11 de junio, cuando arribaron otras nueve galeras españolas llevando mil hombres de refuerzo. Cinco días después, los ingleses lo dejaron por imposible y se dirigieron a las Azores, perseguidos a distancia por la escuadra de galeras del adelantado Martín de Padilla. En condiciones normales, las galeras no eran rival para los galeones, mucho más artillados y mejor adaptados a navegar por el Atlántico; pero la ausencia de viento que había las favorecía, ya que además de velamen disponían también de remos, así que Martín de Padilla se lanzó a atacar. Inmovilizados, los barcos menores de Drake fueron cayendo uno tras otro y además con una enorme descompensación de bajas, pues fallecieron medio millar de sus tripulantes por sólo dos españoles.
En cuanto sopló algo de brisa, los galeones viraron para enfrentarse al adversario, pero para entonces ya habían perdido media docena de naves. Padilla se retiró prudentemente y abandonó aquellas aguas dirigiéndose a Cádiz para protegerla de un posible ataque enemigo, cogiéndole el testigo Alonso de Bazán, quien también apresó algunas embarcaciones. Cuando Drake llegó por fin a las Azores, el tifus apenas le había dejado unos dos mil hombres en condiciones, que fueron rechazados por la guarnición. Pudo saquear alguna de las islas menores, pero una tormenta terminó de desmantelar su flota, así que el 27 de junio se desvió a Vigo para saquearlo en busca desesperada de agua y provisiones.
Era el fin de la Contraarmada como tal. Norreys y el conde de Essex decidieron emprender el regreso a su país. Drake prefirió volver a las Azores con veinte barcos y la esperanza de capturar la Flota de Indias, aunque al final únicamente pudo apresar unas cocas hanseáticas (que encima tendría que devolver más tarde). Un nuevo temporal dispersó su flota, evidenciando que aquella expedición carecía ya de sentido; más aún al recibir la noticia de que otra escuadra española, compuesta por zabras (mercantes de dos palos, artillados y agaleonados) y al mando de Diego Aramburu, había zarpado de Santander para darles caza; a manos suyas perdieron los ingleses otros dos barcos.
Se reprodujo la imagen de la Armada Invencible, sólo que a la inversa: rota la formación, las naves de Drake fueron alcanzando Inglaterra de una en una; el Revenge, galeón capitán, lo hizo a duras penas, con una vía de agua que casi lo echa a pique. El desembarco en Plymouth sin la mitad de las embarcaciones -se perdieron unas cuarenta, más dieciocho lanchas- y con las tripulaciones enfermas -la epidemia se extendió por toda la urbe- era la materialización del fracaso en todos los objetivos marcados: el prior de Crato no pudo hacerse con el trono portugués, las Azores continuaban en manos hispanas y la flota española no sólo seguía indemne sino que se vio reforzada por un nuevo plan de construcción de otros doce galeones (los Doce Apóstoles, se los bautizó) que garantizaban su supremacía en la mar.
Asimismo, el exiguo botín de ciento cincuenta cañones y veintinueve mil libras (recordemos que el capital inicial de la expedición ascendió a ochenta mil y añadamos que las pérdidas alcanzaron casi el doble), suponía que los marineros y soldados únicamente cobrarían su modesto salario, lo que desembocó en una revuelta que hubo que reprimir con las armas y el ahorcamiento de varios de los implicados. Fueron las últimas de un número total de bajas mortales que se situó entre ocho mil y quince mil -algunas fuentes las incrementan a dieciocho mil-, entre las que hubo que contar las de ilustres marinos, militares y miembros de la nobleza.
En cuanto a los supervivientes, tuvieron distinta suerte. Norreys continuó su vida militar combatiendo a la Liga Católica en Francia y la rebelión de Hugh O’Neill en el Ulster, falleciendo en 1597. Devereux fue perdonado por la reina, quien le mandó a Francia en sustitución de Norreys; pero falló, igual que después en Irlanda, y terminó enredándose en una extraña conspiración contra Isabel que le costó la cabeza en 1601. Drake cayó en desgracia y fue relegado a un destino en tierra, no volviendo a navegar hasta 1595, en la expedición que dirigió junto a Hawkins contra el Caribe español y que también resultó un desastre, costándoles la vida a ambos; no se hizo realidad la divisa del primero, Sic parvis magna (o sea, «La grandeza nace de pequeños comienzos»).
Al fin y al cabo, una cosa eran las leyendas, como la de su estoica partida de bolos ante el avistamiento de la Armada española, y otra la realidad; la Royal Navy aún tendría que esperar más de un siglo para desarrollarse plenamente y alcanzar la hegemonía marítima, siendo adelantada cronológicamente por las Provincias Unidas y la Francia de Luis XIV. Eso sí, el relato inglés que con más detalle trató el episodio de la Contraarmada, anónimo y titulado A true Coppie of a Discourse written by a Gentleman, employed in the late Voyage of Spain and Portingale…, cayó en el olvido con la misma rapidez que la comisión nombrada para investigarlo, frente a las publicaciones que ensalzaban la defensa inglesa ante el ataque hispano de 1588.
Cosas de la propaganda bélica, puesto que la guerra continuaba. Y aunque Inglaterra todavía pudo apuntarse algún tanto, como la incursión de Howard y Devereux contra Cádiz en el verano de 1596 (que causó pérdidas a la Real Hacienda española por valor de cinco millones de ducados, provocando la tercera bancarrota de Felipe II), también volvió a sufrir el pánico a una invasión ante otras dos armadas que se presentaron en sus costas: una en 1595, al mando de Carlos de Amésquieta (que llegó a desembarcar en Cornualles y destruir varias ciudades) y otra en 1597 (en la que participó, por cierto, Martín de Padilla).
Tuvo que ser una nueva generación la que acordara la paz, por puro agotamiento. La subida al trono de dos nuevos monarcas, Felipe III y Jacobo I, llevó a la firma del Tratado de Londres de 1603, que ponía fin a la guerra entre ambos países. Las condiciones fueron tan ventajosas para los españoles que muchos ingleses lo percibieron como una claudicación; la Cámara de los Comunes reprobó al monarca y se canceló el plan previsto de casar a su hijo Carlos con María Ana, la hija del rey español. Aunque, pese a todo, la paz se mantuvo hasta 1625, era una buena prueba de que aún quedaban siglos de hostilidades por delante.
Fuentes
Luis Gorrochategui, Contra Armada. La mayor victoria de España sobre Inglaterra | Cesáreo Fernández Duro, Armada Española desde la Unión de los Reinos de Castilla y Aragón | Anónimo, A true coppie of a discourse written by a gentleman, employed in the late voyage of Spaine and Portingale… | Agustín R. Rodríguez González, Victorias por mar de los españoles | Agustín R. Rodríguez González, Señores del mar. Los grandes y olvidados capitanes de la Real Armada | R.B. Wernham, Expedition of Sir John Norris and Sir Francis Drake to Spain and Portugal, 1589 | Armadainvencible.org | Wikipedia
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