Marco Polo y su Libro de las maravillas; Pigafetta y su Relación del primer viaje alrededor del mundo; Cherry-Garrard y El peor viaje del mundo; Kerouac con En el camino; Stevenson y En los mares del Sur… De todas las obras que se han escrito sobre viajes, probablemente el más alucinante y deseable -con permiso de la Odisea– sea el narrado por Dante Allighieri en la Divina comedia.

Al fin y al cabo, los otros -de nuevo con la posible excepción de Homero- cuentan experiencias reales, aunque a veces las exageren, mientras que el poeta florentino transita literariamente por un fascinante mundo de ultratumba, cuyo itinerario levanta a cualquiera las ganas de encontrarse con Virgilio y emprender la marcha: Infierno, Purgatorio, Paraíso. No es posible, claro… salvo que uno esté en Buenos Aires y visite el Palacio Barolo.

Se ubica muy cerca de la Plaza del Congreso de la capital argentina, entre las avenidas de Mayo e Hipólito Irigoyen presentando en cada una sendas fachadas de imponentes portales, conectadas por un pasaje comercial. Ocupa una superficie de 1.365 metros cuadrados, aunque destaca más en altura con un centenar; no en vano fue, hasta la inauguración del Kavanagh en 1935, el edificio de mayor tamaño de Hispanoamérica. Cierto que no fue un récord muy duradero, ya que la construcción era reciente al haberse iniciado en 1919 y terminado cuatro años más tarde, pero es que también estaba entre los más altos del mundo de hormigón armado.

Mario Palanti, el arquitecto milanés que diseñó el Palacio Barolo, retratado por su hermano Giuseppe en 1924/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Lleva el nombre de Luis Barolo, un empresario italiano que en 1890 se estableció en Argentina, donde contrajo matrimonio y se dedicó primero a la industria de los tejidos y después, de forma complementaria, al cultivo de algodón, siendo pionero en introducir telares para esa fibra y creando una novedosa hilandería.

Falleció en 1922, joven, con sólo cincuenta y tres años, sin llegar a ver acabado el que sería su gran legado artístico a la ciudad, para cuyo diseño había contratado al arquitecto Mario Palanti, de Milán, autor de muchos otros proyectos en Buenos Aires, donde se instaló en 1910 para hacer el pabellón italiano con motivo del centenario de la Revolución de Mayo del año siguiente.

El Palacio Barolo poco después de su inauguración, hacia 1925/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

A la manera de Gaudí, el milanés no se limitó a la parte exclusivamente arquitectónica sino que también diseñó todos los detalles decorativos, desde las lámparas a las jaulas de los ascensores, pasando por los picaportes, los vitrales o las elegantes escaleras de mármol de Carrara. Pero es que no iba a ser un edificio del todo normal; recién terminada la Primera Guerra Mundial, Barolo estaba convencido de que vendrían más contiendas y le tocaba a América recoger el legado cultural de una Europa irremisiblemente condenada a la destrucción. A saber si eso sirvió para convencer al intendente bonaerense José Luis Cantilo de que concediera una licencia especial, teniendo en cuenta que el Palacio Barolo superaba cuatro veces la altura máxima permitida en aquella calle.

En cualquier caso, aquella megaestructura de cemento, ladrillo, acero e innovador hormigón fue creciendo paulatinamente hasta alcanzar veinticuatro plantas (dos de ellas subterráneas), de las cuales el promotor pensaba quedarse con tres (la baja y las dos primeras) y alquilar el resto; no para viviendas, sino para oficinas de negocios, un uso empresarial que todavía perdura actualmente. Costó 4.500.000 pesos y está equipado con dos montacargas y nueve ascensores, dos de ellos ocultos (previstos para que Barolo pudiera moverse por sus pisos sin mantener contacto con los demás inquilinos, aunque no llegó a estrenarlos), pero también con otras inauditas cosas.

Por ejemplo, una instalación eléctrica autónoma que permitía al edificio autoabastecerse de energía, en un alarde de precocidad en inteligencia domótica. Gracias a ello, funcionaban las trescientas mil bombillas del faro colocado en el linternón vidriado de la torre, cuyo haz de luz , con una potencia total de cinco mil vatios, servía para iluminar la llegada de los barcos de emigrantes. Se enciende en fechas señaladas, como en 1923, cuando se usó para informar a la gente del resultado del combate de boxeo entre el estadounidense Jack Dempsey y el argentino Luis Ángel Firpo; en 2010, con motivo del Bicentenario de la Independencia; o las noches de octubre, envuelto por una cubierta rosa, para concienciar contra el cáncer de mama.

La cúpula con el faro/Imagen: Jotabe.ar en Wikimedia Commons

Los extremos son curiosos. Coronando el conjunto hay un pararrayos con un adorno que representa la constelación Crux (Cruz del Sur), con la que se alinea cada 9 de julio (Día de la Independencia de Argentina). En la parte opuesta, los cimientos están adaptados al curso subterráneo de agua sobre el que se asienta el conjunto (el arroyo Tercero del Medio) y construidos siguiendo en su planta la proporción áurea, un número algebraico irracional (con infinitos decimales y sin período) que ya desde la Antigüedad se usa para expresar la perfección geométrica. Y aquí precisamente viene lo más interesante de todo.

El Palacio Barolo se suele encuadrar estilísticamente en un eclecticismo entre el Art Nouveau y el Art Decó, añadiendo algunos el gótico veneciano, si bien en realidad sólo refleja la personal visión de Mario Palanti. Y es que, decíamos antes, Luis Barolo estaba convencido de un negro futuro para Europa, por lo que pretendía preservar los estilos imperantes entonces en las urbes del viejo continente, que aparte de los citados eran el neogótico y el neorromántico, sumándoles elementos americanos como las modernas técnicas constructivas de EEUU y rasgos rioplatenses presentes tanto en Buenos Aires como en Montevideo (donde Palanti levantó un edificio muy parecido, casi gemelo, el Palacio Salvo). Pero esa originalidad respondía aquí a un propósito tan concreto como sorprendente.

En ese objetivo preservador, Barolo se obsesionó especialmente con trasladar a Buenos Aires las cenizas de Dante Allighieri, redescubiertas en 1865 en un convento de Rávena tras siglos perdidas, y darles sepultura en su particular capricho arquitectónico, de ahí que le encargase a Palanti el dotarlo de un simbolismo omnipresente referente a la creación literaria más famosa del poeta florentino, la Divina comedia. Del italiano se dice que era miembro de la orden secreta laica Fede Santa, en la que militaban muchos artistas que veneraban a Dante, por lo que era buen conocedor de su obra.

Fachada del Palacio Barolo/Imagen: SILTRIZ en Wikimedia Commons

Consecuentemente, trató de trasladar su espíritu a los planos, de modo que si el autor dividió su poema en tres capítulos, Infierno, Purgatorio y Paraíso, el edificio también se estructuró tripartita y temáticamente, metaforizando los tres modos de ser de la Humanidad, vicio, virtud y perfección, formando una especie de templo laico.

Esa alegoría continua, que veremos desgranada a continuación, es lo que técnicamente se denomina Danteum, concepto basado en el hecho de que la Divina comedia, a su vez, estaba influenciada por la arquitectura de las iglesias bizantinas. Hay más ejemplos y el rascacielos más alto del mundo en aquel momento, el neoyorquino Woolworth Building, también se erigió bajo esas premisas.

Dante y la Divina comedia, fresco de la catedral de Florencia pintado por Domenico di Michelino/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ese carácter alegórico es algo que se aprecia contemplando la fachada misma, con una volumetría articulada en basamento, fuste y coronamiento, y un motivo principal que recorre los tres en vertical uniéndolos: la torre, que arranca desde la planta baja, atraviesa el cuerpo central y finalmente se separa aisladamente.

Esa torre, envuelta en motivos ornamentales simbólicos, está rematada por una cúpula de vidrio inspirada en el templo indio Rajarani Bhubaneshvar, de los siglos XII-XIII, y es una metáfora del amor entre Dante y su amada Beatriz. Los cien metros de altura del Palacio Barolo que remata dicha torre corresponden al centenar de cantos de que se compone la obra de Dante.

Dentro de la cúpula, circundada por una balconada de espléndidas vistas en trescientos sesenta grados, está el faro, que representa al Empíreo, el más alto de los cielos en la teología católica, donde residen Dios, los nueve coros de ángeles y las almas que se salvan. La idea del Empíreo se enmarcaba en la concepción geocéntrica precorpernicana, según la cual, siguiendo el modelo ptolemaico, la Tierra era el centro del Universo y todo giraba a su alrededor en ocho esferas celestes, a las que en la Edad Media los teólogos añadieron por encima una novena llamada el Primer Móvil, inmaterial, espiritual e inmóvil, para reforzar la importancia del nueve como múltiplo de la Santísima Trinidad, 3 x 3.

Vista del interior desde el cuarto piso/Imagen: Paula de Francesco en Wikimedia Commons

De hecho, el nueve aparece una y otra vez. Nueve son las bóvedas de acceso al pasaje central, representando los nueve pasos iniciáticos y las nueve jerarquías de demonios. Seis de esas bóvedas se proyectan transversalmente y otras dos lateralmente, acogiendo citas en latín de la Biblia, Virgilio… Recordemos asimismo que hay nueve ascensores que conectan los dos pisos del subsuelo -el Infierno, obviamente- con los pisos superiores y la cúpula, que a su vez se identifican con los siete niveles de que está compuesto el Purgatorio en la Divina comedia. Cada par de pisos simboliza un pecado capital y tiene decoración ad hoc.

Entre las columnas que sostienen las bóvedas transversales hay cuatro lámparas sostenidas por una pareja de cóndores y otra de dragones, representando principios alquímicos, el mercurio y el azufre. Por su parte, la bóveda central está sobre un punto donde se ubica la urna que debía albergar las cenizas de Dante, adornada con una estatua de bronce de un cóndor llevando el cuerpo del escritor al Paraíso (la original fue robada en los años cincuenta y hoy pertenece a un coleccionista privado).

El monumento a Dante que adorna la urna destinada a las cenizas de Dante/Imagen: Kaled Naya en Wikimedia Commons

Ese tipo de figuras fantásticas van reduciéndose a medida que se asciende hacia el Paraíso, que empieza en la planta catorce, por unas escaleras cada vez más estrechas a la par que progresivamente creciente en iluminación.

En suma, un edificio protegido como Monumento Nacional, que se puede visitar en tours guiados. Se puede describir como todo un poema. En el buen sentido y literalmente, además, pues sus veintidós pisos divididos en once módulos no fueron pensados al azar sino con sentido métrico: la mayoría de los cantos de la Divina comedia tienen entre entre once y veintidós estrofas.

¿Alguien se extraña de que el Palacio Barolo se inaugurase oficialmente en la fecha del aniversario de Dante? ¿O de que el número de la Avenida de Mayo donde está sea el 1300, año en que el florentino escribió su obra?


Fuentes

Leonel Contreras, Rascacielos porteños. Historia de la edificación en altura en Buenos Aires (1580-2005) | Justo Solsona y Carlos Hunter, La Avenida de Mayo. Un proyecto inconcluso | Palacio Barolo | Wikipedia


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