Días atrás, en el artículo dedicado al fabuloso botín artístico que las tropas napoleónicas se llevaron de España y otros países conquistados, explicábamos que en el proceso de recuperación de las obras españolas expoliadas tuvo un papel fundamental el entonces embajador en París, que asaltó el Louvre al frente de un destacamento ante la negativa de los funcionarios franceses a entregarlas. Ese hombre era un militar que había combatido en Trafalgar, formado parte del Estado Mayor de Wellington en la Guerra de la Independencia y en la campaña de los Cien Días de Napoleón, tomando parte en la batalla de Waterloo: el general Miguel Ricardo de Álava y Esquivel.

Nació en Vitoria en 1772, en el seno de una familia noble formada por Pedro Jacinto de Álava y Navarrete y María Manuela de Esquível y Peralta. Asimismo, era sobrino de Ignacio María de Álava, un marino vitoriano que alcanzó el grado de capitán general de la Real Armada y cuyos restos descansan hoy en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid porque su currículum fue impresionante, habiendo tomado parte en la captura del convoy británico en el cabo San Vicente, el Gran Asedio a Gibraltar, la campaña de socorro a Orán y las batallas del cabo Espartel y Trafalgar contra la Royal Navy, además de dirigir una vuelta al mundo entre 1794 y 1803.

No fue el único tío dedicado al oficio de las armas, pues un hermano del anterior, José de Álava, era el coronel al mando del Regimiento de Infantería de Sevilla número 11 (después, también participó en el sitio de Gibraltar, dirigió la repoblación de Sierra Morena, fue gobernador de Acapulco y representante de la Corona en Nutka, dando hoy nombre al cabo más occidental de los actuales EEUU). Tales parientes tuvieron que ejercer inevitable influencia en Miguel Ricardo, quien en efecto, a los trece años de edad ingresó en el ejército, en el citado regimiento sevillano.

El asedio de Tolón, por William Adolphus Knell/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Allí estuvo formándose desde 1785 hasta 1790, cuando decidió unirse a la Armada, donde su tío en esas fechas era capitán de navío. Pasó por diversos buques y fue ganando veteranía en no pocas acciones -entre ellas el asedio de Tolón-, lo que le sirvió para ascender rápidamente; en 1794 llegaba a teniente de fragata y al año siguiente se embarcó con su tío Ignacio en la mencionada circunvalación del globo, aunque él no la realizó completa porque tuvo que quedarse en Sudamérica hasta 1800. Luego, cumpliendo órdenes, emprendió el regreso y el barco en que hacía la travesía transatlántica fue apresado por los británicos.

Regresó en 1801, tras unos meses de cautiverio, y poco después era ascendido a teniente de navío, quedando a las órdenes otra vez de su tío, que acababa de retornar de su aventura. En 1805 fue trasladado a Cádiz, a la flota del almirante Gravina; los aficionados a la historia naval ya se habrán percatado, por la fecha y el nombre de su superior, de cuál era la situación y qué le esperaba al joven teniente. Era el año en que Napoleón preparaba la invasión de Inglaterra por la Grande Armée, para trasladar la cual contaba con una flota dirigida por el almirante Villeneuve, a la que se debía sumar la Armada española.

El plan consistía en navegar hacia Martinica para alejar a la Royal Navy; mientras ésta corría en su busca, Villeneuve volvería para llevar a cabo la operación prevista. Pero las cosas no salieron como esperaba el Emperador, la flota combinada fue descubierta y tras un enfrentamiento en el cabo Finisterre, se refugió en Cádiz, donde quedó bloqueada por Nelson. El almirante francés, sabiendo que iba a ser destituido, ordenó salir a combatir a los británicos y el choque tuvo lugar frente al cabo Trafalgar, terminando con derrota. Tanto en esta batalla como en la anterior se fajaron los dos álavas, el tío en el Santa Ana y el sobrino en el Príncipe de Asturias.

El Príncipe de Asturias combatiendo contra cuatro navíos británicos en Trafalgar, en un grabado decimonónico/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El primero recibió tres heridas y se le recompensó con la Gran Cruz de la Orden de Carlos III, sucediendo a Federico Gravina en el mando de lo que quedaba de escuadra. El otro también recibió un ascenso, pero como Napoleón había equilibrado la balanza con una brillante victoria en Austerlitz, la situación retornaba a una tensa calma durante la que Miguel Ricardo se retiró del servicio activo para establecerse en su ciudad natal y dedicarse a la política local. En el ejercicio de esa actividad, fue designado por las Juntas Generales de Álava para representarlas ante las autoridades de España y Francia, que seguían siendo aliadas… hasta que en 1808 cambió todo.

El 2 de mayo de ese año, los españoles se alzaron en armas contra el invasor y los que hasta entonces eran aliados pasaron a ser enemigos. Dado que los reyes estaban prisioneros en Francia, y con la excepción del sector afrancesado que se mantuvo leal a José I, surgieron múltiples juntas locales que asumieron el poder legislativo y ejecutivo en nombre de la Corona, unificándose luego en una Junta Suprema Central. Inicialmente, Miguel Ricardo cumplió su papel de representante de Álava en Bayona, durante la elaboración de la nueva constitución, y hasta escoltó al hermano de Napoleón en su entrada en España.

Después, con la victoria de Bailén, las Juntas de Álava retiraron su apoyo al rey impuesto; cuando las tropas galas obligaron a jurar obediencia, Miguel Ricardo hizo testamento y escapó a Madrid con el objetivo de unirse a los patriotas. Destinado al Regimiento de Órdenes Militares (era caballero de la Orden de Carlos III), sirvió a las órdenes de generales como Francisco Javier Castaños y José María de la Cueva y de la Cerda en batallas tan renombradas como las de Calatayud (1808), Tudela (1808) y Medellín (1809).

Arthur Wellesley (Wellington) retratado por Goya durante su estancia en España/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En 1810 fue nombrado enlace con Arthur Wellesley -el futuro duque de Wellington-, a la sazón comandante en jefe del ejército británico en lo que ellos llamarían Peninsular Wars en sustitución del fallecido John Moore. Wellesley, que ya había derrotado a los franceses en Talavera, estaba en Portugal preparando la defensa ante el inminente ataque del mariscal Masséna y allí recibió al español, con el que entabló estrecha amistad invitándole a unirse a su estado mayor. Así fue cómo Miguel Ricardo participó en las victorias de Buçaco y Torre Vedras, recomendando el británico a la Junta que le ascendieran a brigadier, como efectivamente hicieron.

A partir de ahí, ambos permanecieron juntos el resto de la Guerra de la Independencia. Wellesley encargó al español las operaciones de asedio a Ciudad Rodrigo que culminaron con su conquista en enero de 1812 ante las fuerzas del general Jean Léonard Barrié, por lo que fue premiado con un nuevo ascenso, esta vez a mariscal de campo. Su prestigio le llevó dos meses más tarde a presidir el gobierno en la práctica, al adoptar medidas ejecutivas en nombre de las diversas juntas, amparado por la proclamación de la Constitución de Cádiz que él mismo hizo en la capital. Entre ellas, cuenta el conde de Toreno, dictó una amnistía para que los que habían apoyado a José I cambiaran de bando, logrando que lo hicieran casi un millar de soldados y oficiales, aunque mucha gente no vio con buenos ojos aquel «tolerante proceder».

Pero ante todo era un militar y la guerra seguía, por lo que se unió otra vez al estado mayor británico para tomar parte en otras tres batallas disputadas ese año: Badajoz (marzo-abril), los Arapiles (julio) y Dueñas (octubre); en esta última, en realidad un contraataque francés, resultó herido y tuvo que permanecer convaleciente un tiempo, durante el cual se le nombró diputado general de Álava y pudo disponerlo todo para contraer matrimonio con su prima, María Loreto de Arriola y Esquível. Una vez curado, regresó junto a Wellesley para perseguir a José I en su retirada; el convoy era tan lento, al tener que llevar a civiles, afrancesados y botines expoliados, que lo alcanzaron en Vitoria en junio de 1813.

Estatua ecuestre de Álava en el monumento en recuerdo de la batalla de Vitoria, en la ciudad homónima/Imagen: Zarateman en Wikimedia Commons

Tras detener y derrotar a la columna francesa -José I tuvo que dejar su carroza para escapar a caballo-, los casacas rojas se entretuvieron en el despojo de los tesoros artísticos que llevaban los franceses, lo que permitió escapar al enemigo, para enojo de Wellesley. Con la aquiesciencia de éste y una unidad de caballería que el inglés le cedió amablemente, Miguel Ricardo se acercó a la urbe vasca -donde, recordemos, había nacido- para proteger a sus conciudadanos de la sed de saqueo de sus propios aliados británicos, que él había podido contemplar ya en Badajoz. Los vitorianos se libraron, pues de la rapiña, cosa que no pudieron hacer los habitantes de San Sebastián.

La persecución continuó al otro lado de la frontera, por eso Miguel Ricardo estaba fuera de España cuando, terminada la guerra, Fernando VII fue repuesto en el trono y le nombró embajador en La Haya. No por mucho tiempo; era el inicio de un sexenio absolutista en el que se desató una dura política represiva contra afrancesados, liberales y constitucionalistas, fruto de la cual el militar español dio con sus huesos en prisión. Salió casi tres meses después, gracias a la presión que ejercieron su tío Ethenard -que era inquisidor- y Wellesley -al que ya se había concedido el ducado de Wellington-.

Para compensarle los sinsabores, le ascendieron a teniente general y, aparte de la cancillería de los Países Bajos, le dieron interinamente la embajada de París a petición de su colega británico, que estaba en la capital gala y ante el panorama que se avecinaba, como veremos enseguida, lo quería otra vez junto a él. Fue entonces cuando protagonizó uno de los episodios más curiosos de su carrera. Dada la inoperancia del embajador español en el Congreso de Viena, Pedro Gómez Labrador, y del recién nombrado embajador, conde de Peralada, se le encargó por carta gestionar la recuperación del patrimonio robado.

Ante la negativa implícita del mismo rey Luis XVIII («Ni los doy, ni me opongo», dijo el monarca sobre los cuadros guardados en el Louvre), Miguel Ricardo se presentó en el museo al frente de un destacamento de doscientos soldados británicos exigiendo la entrega. El director de la institución, Dominique Vivant, barón Denon, artista, escritor, coleccionista y diplomático, se opuso y recibió el apoyo exaltado de numerosos parisinos, por lo que el español sólo pudo sacar una docena de pinturas. Regresó a la mañana siguiente, otra vez con la tropa pero muy temprano, con la mayoría de París durmiendo aún, consiguiendo llevarse doscientas ochenta y cuatro pinturas más otras ciento ocho piezas diversas procedentes del Real Gabinete de Historia Natural y de la Real Imprenta.

Miguel Ricardo de Álava en un retrato anónimo posterior, de la segunda mitad del siglo XIX/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Quedaron depositadas en la embajada hispana, de donde viajaron a Bruselas para luego embarcarse en Amberes hacia Cádiz. Ese enorme rodeo era para evitar tener que atravesar Francia y los posibles altercados subsiguientes. Las obras llegaron a su destino en junio de 1816, guardándose en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Tres años después pasarían a formar parte del Museo Real de Pinturas fundado por Fernando VII y su esposa portuguesa, Isabel de Braganza, a partir de la colección real; era el germen de lo que después se rebautizaría como Museo del Prado.

Sería todo lo recuperado por España, junto con dos cuadros de Tiziano en 1817, ya que lo robado por los mariscales de Napoleón -que se habían integrado en el nuevo régimen monárquico, por lo que no convenía molestarlos demasiado- permaneció en poder de éstos hasta sus respectivos fallecimientos, vendiéndose a continuación a museos de todo el mundo… gracias a lo cual la pintura española se dio a conocer internacionalmente, ya que antes de eso fuera de España únicamente se conocía a Velázquez, Murillo y Ribera.

Como adelantábamos antes, entretanto Napoleón volvió a dar un susto a Europa. En febrero de 1815 había escapado de su exilio en la isla de Elba para retomar el poder y dar comienzo al conocido como Imperio de los Cien Días. Ningún país se fiaba ya de él, de ahí que su promesa de paz cayera en saco roto y todos se preparasen para una nueva guerra. Teniendo que organizar un nuevo ejército casi de la nada, Bonaparte decidió enfrentarse por separado a sus enemigos: primero derrotaría a los británicos y luego a los prusianos, antes de que se unieran e impusieran su superioridad numérica. Consecuentemente, se puso en marcha hacia Bélgica, donde estaban acantonadas las tropas de Wellington. Por el camino barrió una avanzadilla prusiana en Ligny y puso en retirada a otra británica en Quatre Bras.

Pero la batalla definitiva, con enfrentamiento directo de los dos grandes genios tácticos del momento, fue en Mount Saint-Jean, colina elegida por Wellington para atrincherarse (Waterloo se lo puso el duque por su resonancia anglosajona y por ser en ese pueblo donde había tenido su cuartel general). Allí resistió todos los ataques franceses hasta que la llegada del prusiano Blücher decantó la lucha a su favor; y, a su lado, en el centro de la acción, estuvo una vez más Miguel Ricardo de Álava, que pasó a la historia por haber sido el único hombre identificable que participó con seguridad en dos de las más grandes y decisivas batallas de las Guerras Napoleónicas (es posible que también el francés Antoine Drouot), con la particularidad de que una fue en tierra (Waterloo) y la otra en la mar (Trafalgar). Y de ambas salió vivo.

Wellington con su generales durante la batalla de Waterloo, obra de Jan Willem Pieneman. El segundo por la derecha, con la cruz de Santiago en el pecho, es Álava/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Terminada la contienda, permaneció un tiempo en París, que prefería a La Haya, y en 1819 regresó a España, manteniéndose alejado del régimen absolutista en su Vitoria natal al alegar motivos de salud. Al año siguiente, el pronunciamiento de Riego abrió un nuevo período denominado Trienio Liberal, con el que Álava colaboró activa y sucesivamente como presidente de las Cortes Generales y jefe de la Milicia Nacional. Formaba parte del Partido Veinteañista o Exaltado, de corte liberal pero más radical que el Doceañista; se diferenciaban en que los primeros querían nueva constitución frente a los segundos, que estaban a favor de la de 1812, siendo uno y otro los antecedentes de los futuros partidos Progresista y Moderado.

En Europa no estaban para nuevas aventuras revolucionarias, así que la conservadora Santa Alianza envió un ejército francés, los llamados Cien Mil Hijos de San Luis (por el reseñado Luis XVIII) a restaurar el poder absoluto de Fernando VII. Los liberales, atrincherados en Cádiz, enviaron a Álava a negociar la rendición con el duque de Angulema, pero el enemigo únicamente aceptaba la entrega incondicional y, como otros muchos, tuvo que refugiarse en Gibraltar, ya que fue condenado a muerte. De allí partió para Inglaterra, estableciéndose en Strattfield Saye House, un palacete de Hampshire propiedad de su amigo Wellington, quien además intervino para que el banco Coutts & Co, le concediera todo el crédito que necesitase. No dejaba suelo inglés más que para ir a Francia a tomar aguas terapéuticas, por sus problemas de salud.

Miguel Ricardo de Álava retratado en sus últimos años por William Salter/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Sin embargo, Fernando VII falleció en septiembre de 1833 y el nuevo régimen, una monarquía liberal regentada por su viuda María Cristina (al ser la heredera, Isabel II, menor de edad), concedió una amnistía, lo que permitió designar al veterano militar embajador en Londres en 1834 y en París en 1835. Desde esos cargos, intentó que la Cuádruple Alianza (Reino Unido, Francia, Portugal y España) interviniera a favor del régimen liberal contra los carlistas, que se habían levantado en armas en favor del absolutista hermano del rey, Carlos de Borbón; únicamente conseguiría la mediación británica para la firma del Convenio Elliot, por el que ambos bandos se comprometían a respetar la vida de sus respectivos prisioneros.

En septiembre de 1835 fue ministro de Marina un par de semanas en el gabinete de José María Queipo de Llano, al que sustituyó en la transición entre su caída y la subida de su sucesor, Mendizábal, como presidente interino del Consejo de Ministros; no llegó a jurar el cargo porque estaba en Londres y además lo rechazó. A continuación ocupó la cartera de Estado (Exteriores), también efímeramente y finalmente aceptó de mala gana volver de embajador a París con la misión de conseguir de Francia más colaboración contra los carlistas, que solían abastecerse en su territorio.

Para entonces había mudado sus simpatías políticas, acercándose a los moderados y oponiéndose a la constitución que los progresistas promulgaron en 1837 para poner fin al Estatuto Real vigente, ya que no reconocía la soberanía nacional. En 1838, el Motín de los Sargentos en La Granja de San Ildefonso, por el que la regente fue obligada a nombrar a Calatrava al frente de un gobierno progresista poco después de que ella destituyera el de Mendizábal para imponer al moderado Istúriz, fue la gota que colmó el vaso. Álava se negó a jurar esa constitución y marchó a Francia.

Aquel hombre de «físico prolongado, apergaminado y enjuto (…) amigo de estar bien con todos», como le definió un autor, falleció allí en 1843, días antes de que una coalición de generales, formada por los famosos Serrano, Narváez, Prim y De la Concha, derrocase al no menos célebre Espartero e iniciase un largo período de gobierno moderado.


Fuentes

José Ramón Urquijo y Goitia, Diccionario biográfico de los ministros españoles en la edad contemporánea (1808-2000) | Christopher J. Summerville, Who was who at Waterloo. A biography of the battle | Stephen Millar, At Trafalgar and Waterloo: Don Miguel-Ricardo de Alava | María Jesús Álvarez-Coca González (Archivo Histórico Nacional), De Goya al Museo Napoleón (1809-1815). El largo viaje de un expolio artístico | Sebastián de Miñano y Bedoya, Condiciones y semblanzas de los diputados a Cortes para la legislatura de 1820 y 1821 | José María Queipo de llano, Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España | Wikipedia


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