Si hablamos de bombardeo aéreo, automáticamente imaginamos una escuadrilla de aviones soltando su carga sobre un objetivo, generalmente urbano. En ese sentido, el primero de la Historia -salvo un aparato italiano que de forma aislada arrojó cuatro granadas en Libia en 1911- lo llevaron a cabo biplanos Löhner Pfei del Ejército del Aire español, que a principios de noviembre de 1913 despegaron del Aeródromo de Cuatro Vientos para atacar el Rif. Ahora bien, hubo bombardeos aéreos anteriores a la era de la aviación, realizados con globos incendarios, y el que inauguró esa modalidad fue el lanzado por el buque austrohúngaro SMS Vulcano contra Venecia en 1848.
No hace mucho contábamos en otro artículo cómo los Estados Pontificios se convirtieron en una república liberal durante cinco meses, en el contexto de la Revolución del 48. Ese movimiento, que sacudió casi toda Europa, empezó en Francia y no tardó en extenderse a la península italiana, cuya parte noreste estaba formada por el Reino Lombardo-Véneto, un estado que unía los territorios del antiguo Milanesado y la República de Venecia, y que el Congreso de Viena asignó al Imperio Austrohúngaro para compensar la pérdida de los Países Bajos austríacos (los condados de Flandes, Henao y Namur más los ducados de Brabante, Luxemburgo, Gueldes, y Limburgo, y los señoríos de Malinas, Fauquemont y Tournai).
El caso es que fue en Milán, la capital del Reino Lombardo-Véneto, donde prendió con más fuerza la revolución al adquirir tintes románticos contra la dominación germana y formarse un Governo Provvisorio della Lombardia. Era el 22 de marzo y los sucesos duraron cinco días, lo que se conoce como las Cinco Jornadas de Milán. Al día siguiente, 23 del mismo mes, los venecianos también se alzaron en armas, declarándose independientes y constituyendo su Governo Provvisorio di Venezia. Los austríacos, a quienes aquel estallido popular tomó por sorpresa, tuvieron que retirarse de lo que denominaban el Cuadrilátero, un sistema defensivo que tenían en la región, y que constaba de cuatro fortalezas: Peschiera, Mantua, Legnago y Verona.

Y es que a los insurgentes se habían sumado los reinos de Cerdeña y Nápoles, además del ejército pontificio de Roma. Después, el peligro político que demostraron tener los revolucionarios llevarían al Papa a recular y al contingente militar napolitano a retirarse, pero, de momento, las tropas austríacas estaban en un serio apuro. Entre ellas los barcos de su armada fondeados en el puerto veneciano, que obviamente eran un apetitoso botín y parecían destinados a caer en manos enemigas. No fue así, al menos en su totalidad, porque sus capitanes, viendo el panorama, ordenaron levar anclas. Entre esos navíos estaba el SMS Vulcano, uno de los primeros vapores de ruedas con que contó la Kaiserliche und Königliche Kriegsmarine (la Armada Imperial).
Botado en 1843, medía 48 metros de eslora por 7,6 de manga y tenía un desplazamiento de 483 toneladas métricas. Su armamento estaba compuesto por dos cañones de 48 libras y otros dos de 12 libras, pero además transportaba globos cautivos (es decir, manejados por cuerdas), con capacidad para arrojar bombas incendiarias de entre 24 y 30 libras. Es decir, el Vulcano era un portaglobos, un tipo de buque que perduraría a lo largo del siglo XIX (con especial participación en Estados Unidos durante la Guerra de Secesión) e incluso entraría en el XX, hasta que en la antesala de la Primera Guerra Mundial se empezó a experimentar con portaaviones (USS Birmingham en 1910-11, HMS Hibernia en 1912).

El Vulcano estaba mandado por el capitán Ludwig Kudriaffsky y sufrió el mismo problema que las demás unidades: las tripulaciones eran autóctonas, es decir, formadas por marineros italianos, a quienes los oficiales germanos habían prometido concederles la licencia para que pudieran reunirse con los suyos pero no lo cumplieron, de ahí que muchos desertasen. Aun así, Kudriaffsky logró llegar a Nápoles para evacuar al embajador austríaco, el príncipe Félix de Schwarzenberg, y el resto del personal de la legación. No resultó fácil, ya que a mitad de la singladura la marinería se amotinó e intentó que se pusiera proa a Venecia.
Fue la intervención del propio embajador la que logró calmar la situación para que, finalmente, el navío recalara en Trieste. Desde allí, él emprendió viaje por tierra para unirse a las fuerzas del mariscal Radetzsky, que estaba en Milán preparando el contraataque contra Cerdeña-Piamonte. Ese mismo año, tras la caída del canciller Metternich, Félix de Schwarzenberg sería nombrado ministro-presidente de Austria y gestionaría el relevo del emperador Fernando I por su sobrino, Francisco José.
Entretanto, el Vulcano fue enviado a Venecia para tomar parte en las labores de bloqueo de su puerto y entró en liza dos veces, primero interceptando un bergantín griego que trataba de romper el cerco y luego intercambiando andanadas con el Pío Nono, buque veneciano armado con dos cañones (un temible Paixhan de 80 libras y otro de 24) que logró embestir dos veces al austríaco y obligarlo a retirarse.

Pero no iba a ser un combate naval clásico el que introdujera al Vulcano verdaderamente en la Historia, sino el bombardeo que reseñábamos al comienzo mediante globos incendiarios, que estaban hechos de papel y se podían inflar con distintos tipos de gas, como hidrógeno, helio o incluso simple aire caliente. Su uso como arma empezó nueve años después de que los hermanos Montgolfier llevaran a cabo el primer vuelo de su globo aerostático en 1783; en concreto fue el mayor, Joseph-Michel, el que propuso la idea de usar su invento para aliviar el sitio de Toulon por los británicos, lanzando bombas sobre la Royal Navy.
A partir de ahí, se abrió una nueva frontera en el mundo bélico: el cielo. Es cierto que, como suele pasar, esos primigenios pasos no pasaron del plano téorico, pero fueron abundando cada vez más. Los daneses también trataron de romper el asedio de Copenhague por Nelson en 1807 con ese método, y el controvertido inventor inglés Samuel Alfred Warner vio rechazado el globo que propuso al Almirantazgo en 1846, algo que le pasó también posteriormente al aeronauta de la misma nacionalidad Henry Tracey Coxwell y en 1847 al estadounidense John Wise, que había sugerido usar globos bomba en la guerra contra México.
Por fin fueron los austríacos los que lo pusieron en práctica en 1848, con Venecia como objetivo. Fue una idea que propuso el teniente de artillería Franz von Uchatius, un oficial que posteriormente sería nombrado comandante del arsenal de Viena y llegaría a mariscal de campo, firmando por el camino más inventos, unos bélicos (como la pólvora sin humo o una aleación de cobre y estaño para las armas que resultaba mucho más barata y fue bautizada con su apellido) y otros de naturaleza diversa (como un tipo de kinetoscopio). Aficionado a la fotografía y los daguerrotipos, tenía formación en física y química, pero además contaba con la ayuda de su hermano Josef, también teniente.

La mayor parte de los globos despegaron de tierra, colocados a cinco metros unos de otros, portando cada uno una bomba de 24 a 30 libras que explotaba mediante un sistema de relojería. Antes se lanzaban globos piloto, de mucho menor tamaño, que servían para calcular la correcta configuración de los fusibles. Pero algunos partieron desde la cubierta del Vulcano, cuando se vio que el viento tendía a devolverlos al suelo y el barco podía situarse de forma más favorable. Al menos en teoría, puesto que la práctica resultó distinta y no del todo satisfactoria.
Pese a que la cantidad de aquellos siniestros y estrambóticos mensajeros de muerte rondó los dos centenares lanzados, únicamente la mitad alcanzaron la ciudad y de ellos apenas un puñado lograron hacer blanco, concervándose los restos de las bombas en el Heeresgeschichtliche Museum-Militärhistorische Institut (Museo de Historia del Ejército – Instituto de Historia Militar) de Viena.

El problema estaba en que los vientos cambiantes los alejaban de la trayectoria fijada y en más de una ocasión incluso los devolvieron a sus propias líneas, descargando sobre ellas su letal carga; alguno hasta llegó a poner en peligro al Vulcano, por lo que se canceló el plan. No obstante, la puerta a los bombardeos aéros ya estaba abierta y eclosionaría en menos de un siglo gracias al invento de otra pareja de hermanos, los Wright.
Pero los ases de la aviación todavía tuvieron ocasión de convivir con los globos. Gran Bretaña los usó contra Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, en la llamada Operación Outward: envío de globos provistos de un cable de acero de 200 metros que era arrastrado hasta toparse con un tendido eléctrico, produciendo un cortocircuito, o llevando toscos aparatos incendiarios con una mecha de combustión lenta que debían provocar fuegos en los campos. Se lanzaron 99.142 unidades, la mitad de cada tipo, gracias a que resultaban fáciles de fabricar: eran muy simples y baratos (sólo 35 chelines), casi todos procedentes del stock del servicio meteorológico; usaban hidrógeno y volaban bajo, resultando bastante exitosos.
En la misma contienda, entre noviembre de 1944 y marzo de 1945, cuando los japoneses estaban ya cerca de la derrota, también recurrieron a ese arma para bombardear territorio de Estados Unidos: la Operación Fu-Go. Como en el caso anterior, eran globos meteorológicos a los que se incorporaron bombas de entre 12 y 15 kilos de TNT más otros cinco de material incendiario; se barajó añadirles ántrax o bacterias de la peste, pero lo prohibió personalmente el emperador. Aprovechando la corriente aérea de Oishi y merced a complejos cálculos de compensación, unos 9.000 globos atravesaron el Pacífico hasta Estados Unidos, si bien sólo 285 llegaron a su destino y apenas provocaron pequeños incendios y algunos muertos.

No fue el fin de esa ingeniosa táctica. Durante la primera década de la Guerra Fría, Estados Unidos recogió el legado nipón y desarrolló el E77 Balloon Bomb, diseñado para arrojar armas bacteriológicas, si bien nunca llegó a operar porque no tardó en ser sustituido por la más moderna bomba de racimo E-86 anticultivos, que se arrojaba desde aviones B-47 o B-52.
Volviendo a 1848, ese verano los austríacos lograron sofocar la revuelta, derrotando a los sardo-piamonteses en la batalla de Custoza y ocupando por fin Venecia el 24 de agosto de 1849. El Vulcano cerró su participación con heridas de guerra, pues un año antes embarrancó en Malamocco (un barrio veneciano situado en el Lido y cuyo canal no supera los 14 metros de profundidad), quedando inerme ante las baterías del cercano fuerte de Manfrin; eso le supuso sufrir algunas bajas y ver destrozada una de sus ruedas de paletas, aunque al día siguiente acudieron en su ayuda el acorazado SMS Custoza y los vapores Curtatone and Dorotea, que entre todos consiguieron reflotarlo.
Mucho después, en 1869, una tragedia se abatió sobre él al explotar una de sus calderas matando a once tripulantes e hiriendo gravemente a otros. Pero ese año no fue sólo de sombras sino también de luces: el Vulkan, como se lo había rebautizado germanizando su nombre, formó parte de la selección de setenta navíos que, gracias a su escaso calado, tuvieron el privilegio de navegar en espectacular parada por el Canal de Suez el día de su inauguración. Permanecería en activo hasta 1872, cuando lo reconvirtieron en pontón carbonero hasta que una década más tarde no vuelve a haber referencias sobre él y se ignora su final.
Fuentes
John Buckley, Air power in the age of total war | Richard P. Hallion, Taking flight. Inventing the aerial age, from Antiquity through the First World War | Edmund Flagg, Venice, the city of the sea | Walter J. Boyne, The influence of air power upon History | Raoul E. Drapeau, Operation Outward. Britain’s World War II offensive balloons | Robert C. Mikesh, Japan’s World War II balloon bomb attacks on North America | J.A. Grenville, La Europa remodelada 1848-1878 | Wikipedia
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