Seguramente más de un lector habrá visto la película Veracruz, dirigida por Robert Aldrich en 1954 y protagonizada por Gary Cooper y Burt Lancaster. Y es probable que más de uno también se haya quedado un tanto confuso con el contexto histórico del argumento, preguntándose por qué los protagonistas son contratados por un emperador alemán que reina en México con un ejército francés.
La respuesta es que todo transcurre durante la segunda intervención de Francia en ese país, iniciada en 1861 en compañía de España y Reino Unido pero continuada en solitario y concluida en 1867.
Decíamos que fue la segunda porque la primera tuvo lugar en 1839, durante la llamada Guerra de los Pasteles, aunque ésa sí que fue una mera expedición punitiva que no pasó de un mes.

En cualquier caso, ambas se enmarcaban en una política exterior gala dirigida a expandir su presencia en América -donde aparte de sus posesiones antillanas recibió una oferta de Ecuador de establecer un protectorado-, que se reflejaba en otras acciones paralelas realizadas en 1837, como el bloqueo a Buenos Aires y el apoyo a un golpe en Montevideo.
Para entenderlo mejor, hay que analizar que tanto México como Francia tenían unos gobernantes dispuestos a realzar el prestigio de sus respectivas naciones, aún cuando, como se verá, carecían de la fuerza necesaria para ello. Benito Juárez, un abogado de origen zapoteca que habría entrado en política en el Partido del Progreso (de ideología liberal), alcanzó la presidencia en 1858 tras ocupar antes varias carteras ministeriales y en un estado continuo de contienda civil entre liberales y conservadores (la Revolución de Ayutla primero y la llamada Guerra de Reforma después), asumiendo poderes dictatoriales para poner en marcha un programa reformista.

Dadas las enormes dificultades económicas por las que pasaba México, una de las drásticas medidas adoptadas fue suspender durante dos años el pago de la deuda externa. Eso incluía las indemnizaciones por la independencia y otros conceptos a España (seis millones de duros), pero también a Reino Unido (setenta millones por expropiaciones) y Francia (diez millones por créditos pendientes).
Los tres países se negaron a aceptar la demora y firmaron la Convención de Londres, una alianza para enviar una expedición militar. Juárez desautorizó un acuerdo de reconocimento de deuda alcanzado en París y expulsó al embajador español, provocando así la puesta en marcha de la maquinaria bélica.
Y es que España, por ejemplo, estaba inmersa en lo que entonces se denominaba una política de prestigio internacional, basada en intervenciones militares en el extranjero. Se trataba de una idea del gobierno del general Leopoldo O’Donnell, líder de la Unión Liberal, un partido centrista que trataba de romper la dicotomía entre progresistas y moderados uniendo a los españoles en causas comunes, proporcionando a los militares guerras que sustituyeran a las civiles (las carlistas, una constante de todo el siglo) y desviando la atención de los problemas internos, para lo cual el mejor recurso siempre es tener un enemigo foráneo.

Fruto de esa práctica, España se vio inmersa en pocos años en una campaña en Marruecos que acabó con una victoria sin más resultado que sufrir numerosas bajas por tifus, el envío de un contingente en Italia que llegó tarde y apenas tuvo que hacer nada, una expedición a Cochinchina que también se saldó con triunfo pero sin nada práctico, la efímera recuperación de Santo Domingo y la Guerra del Pacífico contra Perú, Chile, Ecuador y Bolivia, de la que el principal recuerdo es la vuelta al mundo de la fragata Numancia tras bombardear El Callao.
Algunas de esas aventuras típicamente decimonónicas se hicieron de la mano de Francia, donde también había un gobernante dispuesto a resituar su país en el escalón que, consideraba, le correspondía en el mundo.
Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del famoso Napoleón, se convirtió en presidente de la República en 1848 con una peculiar ideología que mezclaba liberalismo con romanticismo e incluso socialismo utópico para, cuatro años más tarde, autoproclamarse emperador y dar un giro hacia el conservadurismo tradicionalista.

Adoptó el nombre de Napoleón III y pasó gobernar de forma autocrática, poniendo en práctica una política colonialista con diversas acciones internacionales (Indochina, Italia, Crimea) y encontrando en el caso mexicano una oportunidad para entrar en América del Norte y sustituir a unos EEUU que habían perdido su influyente posición, al hallarse inmersos en plena Guerra de Secesión. Los derrotados conservadores mexicanos le abrieron las puertas para instaurar una monarquía constitucional satélite.
Por parte española se envió un cuerpo expedicionario compuesto por más de seis millares de soldados y una treintena de buques, aunque había discrepancias sobre su actuación. Los generales Gasset y Gutiérrez de Rubalcava desembarcaron y tomaron Veracruz y San Juan de Ulúa sin esperar la llegada de Prim, que tenía el mando supremo, porque éste se había manifestado en contra de la campaña; estaba casado con una mexicana emparentada con el ministro juarista Echeverría y por ello sabía que el pueblo apoyaba a Juárez. También era consciente del problema que era mantener un ejército a tanta distancia.

Poco más tarde llegaron las fuerzas británicas (ochocientos hombres dirigidos por Sir Charles Wike) y francesas (dos mil efectivos al mando del ministro especial Dubois de Saligny). Fue entonces cuando la oposición mexicana ofreció colaboración para instaurar a un monarca europeo.
España manejó como candidato a algún hijo de la reina madre María Cristina, pero finalmente prefirió mantenerse fiel al espíritu original de la alianza junto a los británicos. Algo tuvo que ver el hecho de que las tropas de ambos fueran diezmadas por una epidemia de fiebre amarilla.
Consecuentemente, en febrero de 1862 Prim y su homólogo negociaron con Juárez -cuya posición era muy inestable- el pago pendiente a cambio de la retirada (Convención de La Soledad) y dos meses más tarde, una vez restablecidos los enfermos (Echeverría había gestionado su traslado al interior, más salubre que la costa), reembarcaron a los suyos hacia Europa.
A Prim le llovieron críticas del gobierno (que hasta le negó un barco en que volver, teniendo que hacerlo en uno británico), pero la reina Isabel II le defendió, ya que estaba molesta con la actitud de Napoleón III.
La razón era que éste se había apresurado a ofrecer a su candidato al trono de México, Maximiliano de Habsburgo (el hermano menor del emperador austríaco Francisco José I), revelando que su verdadero objetivo no era el dinero debido sino dejar al país americano bajo su órbita de influencia, contraviniendo la Convención de Londres. De hecho, Dubois De Saligny acusó a sus aliados de dejarse sobornar y aprovechó la ejecución del general mejicano Manuel Robles Palazuela, uno de los partidarios de los europeos, para enviar refuerzos (seis mil hombres más) y seguir en solitario.

Su intención era llegar cuanto antes a la capital y apoderarse de ella antes de que el ejecutivo mexicano pudiera reaccionar. Sin embargo, el avance del cuerpo expedicionario francés que mandaba el conde de Lorencez fue detenido en mayo en la batalla de Puebla por el ejército del general Ignacio Zaragoza, que supo compensar su inferioridad numérica con un perfecto aprovechamiento de la orografía. Los franceses perdieron medio millar de hombres frente a las más escasas bajas enemigas, dando tiempo así a organizar una defensa nacional con más calma.
Aquel contratiempo impulsó a Napoleón III a subir el envite y envió otros treinta mil soldados al mando del general Elie Fréderic Forey, que al año siguiente tomó Tabasco, Jonuta, Frontera y, esta vez sí, Puebla (rendida por Jesús González Ortega, ya que Zaragoza había muerto de tifus).
En mayo de 1864, el gabinete de Juárez tuvo que evacuar Ciudad de México, que cayó en manos galas un mes después. Forey se desplazó a Francia para ser ascendido a mariscal mientras su sustituto, el general François Achille Bazaine, iba ocupando poco a poco el territorio: Tlaxcala, Toluca, Querétaro, Guadalajara, Aguascalientes, Zacatecas…

No faltaron algunas victorias mexicanas, como las de Camerone, El Jahuactal o San Juan Bautista, pero el grueso de sus acciones fueron de tipo guerrillero y Juárez se vio obligado a continuar su retirada hacia el norte –la república peregrina, decía el gracejo popular-, estableciéndose primero en Monterrey y luego en Saltillo. Entretanto, en la capital, un gobierno conservador dirigido por José María Gutiérrez Estrada ofreció la corona a Maximiliano, un católico que aceptó con la condición de que se celebrase un referéndum y que Francia le aportase el previsiblemente necesario sostén financiero y militar.
Lo primero se solventó con un crédito de dos mil quinientos millones de francos de oro y lo segundo con la promesa del envío de tropas belgas por parte del rey Leopoldo I; también Francisco José I se comprometió a aportar dinero y soldados (seis mil trescientos hombres) a cambio de la renuncia de Maximiliano a sus derechos sucesorios en Austria. Así fue cómo se restauró aquel Imperio Mexicano cuyo titular, Agustín de Iturbide, apenas pudo mantener dos años entre 1821 y 1823. También apoyó la empresa el papa Pío IX.

Maximiliano desembarcó en Veracruz a finales de mayo de 1864 y, debido a que seguía la epidemia, marchó inmediatamente a Ciudad de México sin ceremonias, lo que causó una desfavorable impresión, aunque en otros sitios le aclamaron.
Llegó a mediados de junio, se instaló en el Castillo de Chapultepec (que rebautizó como Miravalle) y en agosto inició una gira por el país que no fue suficiente para afianzar el nuevo sistema, aún cuando la política aplicada fue claramente liberal, con reforma agraria, libertad de culto y ampliación del sufragio.
Asimismo, animó la llegada de colonos europeos y trató de mejorar las penosas condiciones de vida de los indígenas -a los que se explotaba en los ranchos-, reduciendo la jornada laboral, proscribiendo el maltrato, subiendo los salarios y prohibiendo el trabajo infantil.

También fomentó la cultura y protegió el patrimonio. No obstante, esas medidas sociales le granjearon el recelo de los conservadores a la par que no lograban atraer a los liberales juaristas. Curiosamente, algo parecido le pasaba a Napoleón III en Francia.
Sólo la coyuntura internacional permitió dar un giro a la situación: ese verano Napoleón III intervino como mediador en la Guerra Austro-Prusiana para apoyar la unidad italiana contra los austríacos. Ello facilitó la victoria de la Prusia de Bismarck, que se convirtió en el estado hegemónico de Alemania y debía corrresponder admitiendo la hegemonía francesa sobre Bélgica y Luxemburgo.
Pero cuando el emperador quiso hacer efectivo el pacto, adquiriendo ese último ducado, Bismarck se opuso tajantemente e incluso amenazó con una guerra; llegaría en apenas tres años.
Por otra parte, la política económica francesa resultó un fracaso y, agravada por el elevado coste de la intervención en México (unos trescientos millones de francos), no sólo debilitó la posición del emperador, que tuvo que hacer algunas concesiones democráticas al Parlamento buscando apoyos ante la defección de los aliados tradicionales que tenía hasta entonces (burguesía, ejército, Iglesia), sino que además obligaba a centrar la atención en Europa ante la crisis luxemburguesa y la creciente hostilidad germana.

Ello requería incrementar tropas, por lo que en 1866 se empezó la operación retorno de buena parte del cuerpo destinado a México. Maximiliano veía así cómo la merma de sus principales apoyos, el político de los conservadores y el militar francés, le dejaba solo en una precaria situación, agudizada por la derrota austríaca ante Prusia y la derrota de los confederados -que le eran favorables- en la Guerra de Secesión. Pero no quiso abdicar y se empeñó en resistir a los juaristas, que, reforzados ahora con material yanqui, pasaron a la ofensiva.
La derrota de su ejército frente al del general Mariano Escobedo en Querétaro puso punto final a aquella peculiar aventura. Maximiliano fue capturado, procesado y fusilado en junio de 1867 junto a sus principales mandos, poniendose fin al Segundo Imperio Mexicano.
Tres años más tarde, le llego el turno al Segundo Imperio Francés, tras ser su ejército aplastado por el de Prusia en aquella contienda que todos esperaban. El propio Napoleón III cayó prisionero en Sedán, aunque corrió un destino menos trágico que el de su patrocinado: se exilió en Inglaterra, donde falleció en 1873 mientras en su país se instauraba la Tercera República.
Fuentes
Historia de las relaciones entre España y México, 1821-2014 (Agustín Sánchez Andrés y Pedro Pérez Herrero)/Historia de México (Íñigo Fernández Fernández)/Juárez en la historia de México (Patricia Galeana)/Proceso y ejecución vs. Fernando Maximiliano de Habsburgo (Jorge Mario Magallón Ibarra)/El Archiduque Maximiliano de Austria en Méjico (Martín de las Torres)/La Unión Liberal y la modernización de la España isabelina. Una convivencia frustrada, 1854-1868 (Nelson durán de la Rúa)/Prim evitó la catástrofe; intervención española en México, 1861 (Julio Gil Pecharromán en Historia 16)/Wikipedia
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