A lo largo de la historia, desde sus comienzos hasta la actualidad, el Hombre ha mostrado una extraordinaria imaginación para inventar penas y condenas. Y, al margen de su nivel de civilización, algunos pueblos alcanzaron un grado especial de refinamiento. Es el caso de los romanos, una de cuyas formas de pena resulta llamativa por lo estrambótico de su puesta en práctica. Se trata de la destinada a los parricidas, en la que el reo era introducido en un saco con varios animales vivos y arrojado al agua: la poena cullei.
Abundando en lo anterior, decía el filósofo alemán Erich Fromm que somos «el único animal que se regodea haciendo mal a los de su propia especie sin un provecho racional de tipo biológico y social». Pero a veces había -y sigue habiendo- un pretexto moral: la defensa de la sociedad. El mismísimo Aristóteles afirma en su obra Política que el cargo público más necesario es el de carcelero, mientras que Pío Baroja, por boca de un personaje de su novela La lucha por la vida, equiparaba el oficio de verdugo con los de cura, militar y magistrado, como sostenes de la sociedad.
En ese sentido, el parricidio era considerado un crimen especialmente infame en la antigua Roma (y antes en Grecia, como demuestran el mito de Edipo o la dureza con que lo trataba Solón), donde el personaje de Tulia la Menor era una figura de infausto recuerdo. Como casi todo en la etapa monárquica, historia y leyenda se entrecruzan y queda una mestiza narración de cómo la hija pequeña del sexto rey, Servio Tulio, no sólo participó en la conspiración para asesinar a su padre y lograr que su segundo marido, el futuro Tarquinio el Soberbio, subiera al trono, sino que además profanó su cadáver al pasar por encima con un carro.
Hay que entender que la familia romana era la célula básica de la sociedad; se trataba de una amplia institución que agrupaba a los miembros cosanguíneos, pero también a los adoptados e incluso a los criados, y se hallaba bajo la autoridad absoluta del pater familias, cuya patria potestas le permitía disponer de la vida de todos aquellos dependientes de ella. Por tanto, matarle se revelaba como un acto atroz en lo personal, pero también en lo social y el estado debía obrar en consecuencia. La Lex duodecim tabularum (Ley de las XII de Tablas) definía el parricidio como el homicidio voluntario de los progenitores por parte de los hijos.
Pero ese corpus legislativo fue hecho a mediados del siglo V a.C. y, con el tiempo, el apartado referente a ese tipo de delito se fue ampliando. Por ejemplo, Lucio Cornelio Sila, cónsul entre los años 88 y 80 a.C. (con un período de dictadura del 81 al 80 a.C.), extendió la posible responsabilidad a otros parientes además de los vástagos. Y la Lex Pompeia de parricidiis, establecida por Pompeyo en el 55 a.C., hizo otro tanto con las víctimas potenciales, pasando de ser sólo los padres a también los padrastros, abuelos, hermanos, tíos, cónyuge, primos, suegros, yernos, nueras, hijastros e incluso patrones.
Los que quedaban fuera de esas categorías se regían por la general Lex Cornelia de sicariis et veneficiis, que permanecía casi inalterada desde las XII Tablas y penaba el asesinato con destierro. Asimismo, según Herenio Modestino (un jurista romano del siglo III d.C.), por la Lex Pompeia podía acusarse de parricidio a la inversa, es decir, a los padres que asesinaban a sus hijos, a los abuelos que lo hacían con sus nietos o incluso a todo aquél que comprase veneno con la intención de acabar con la vida de su progenitor, aunque luego no llegase a hacerlo.
Una vez aclarado el delito ¿cómo surge el castigo correspondiente? Es posible que los orígenes de la poena cullei se remonten al período monárquico. Reinando Tarquinio el Soberbio, uno de los duumviri sacrorum (sacerdotes) nombrados para custodiar los Libros Sibilinos, Marco Atilio, reveló algunos de sus secretos. Aquello suponía un sacrilegio porque dichos libros eran una antología de profecías dictadas por la Sibila de Cumas y se consultaban cada vez que Roma afrontaba una situación difícil para buscar posibles soluciones, así que estaban vetadas al público. Por consiguiente, a Atilio se le condenó a ser arrojado al mar dentro de un saco cosido.
Ahora bien, ¿qué tiene que ver eso con el parricidio? En realidad nada, salvo que creamos a Dionisio de Halicarnaso, según el cual Atilio también fue condenado por parricida. Otros autores opinan que simplemente se aprovechó más tarde esa forma de ejecutar porque su carácter extravagante iba bien para ejemplarizar. Plutarco sitúa la fecha tras la Segunda Guerra Púnica y da el nombre de Lucio Hostio como primer parricida documentado de Roma, aunque no explica cómo se le ajustició; antes, la muerte de un padre a manos de su hijo sería considerada un homicidio más, genéricamente.
Cuando se empezó a dar categoría diferencial a ese tipo de crimen, se habría recurrido al atávico método de entregar al culpable a la familia del fallecido; pero al tratarse de la misma, se hizo necesario idear también un castigo distinto. Eso debió comenzar hacia finales del siglo III a.C.; según algunos historiadores, quizá por los desórdenes sociales que se produjeron entre los romanos a raíz de la invasión de la península italiana por el cartaginés Aníbal. Incluso creen ver en ciertos pasajes de Plauto, a principios del siglo siguiente, referencias humorísticas a la introducción de la poena cullei.
Eso sí, Marco Atilio no fue el único en pasar a la historia muriendo de una forma tan ignominiosa. Plutarco también reseña el caso de un tal Cayo Vilio, al que se condenó por haber apoyado las reformas de los Gracos y que fue ejecutado encerrándosele dentro de un jarrón con serpientes en su interior. Una variante que precedió en unas décadas al que Tito Livio se considera que fue el primero en sufrir ajusticiamiento por parricidio de la manera que perduraría en lo sucesivo: Publicio Maleolo, que habiendo sido declarado culpable de asesinar a su madre allá por año 100 a.C., fue condenado a ser metido dentro de un saco cerrado y lanzado «a una corriente de agua».
El caso de Maleolo está descrito por diversas fuentes y ninguna menciona que se introdujeran también animales con el reo, lo que confirma la creencia actual de que eso fue un añadido posterior de la primera etapa imperial. La descripción que se puede leer en la Rhetorica ad Herennium (Retórica a Herenio, un tratado filosófico anónimo datado aproximadamente en el año 90 a.C.), sí proporciona otros detalles, como que a Maleolo se le cubrió la cabeza con una bolsa de piel de lobo y se le pusieron unos soleae lignae (zuecos o zapatos de madera), objetos que tenían como objetivo aislar al culpable del mundo.
Sin embargo, Cicerón (a quien se atribuyó erróneamente la Retórica a Herenio durante mucho tiempo) objeta en su De inventione que la bolsa de la cabeza era de cuero simple, acaso un odre de vino. Es un autor interesante porque habla varias veces de la poena cullei en sus escritos. Por ejemplo, en el vibrante discurso con que defendió a Sexto Roscio de la acusación de asesinar a su padre (en realidad se trató de una venganza personal en la que el propio Roscio estuvo a punto de morir tras su progenitor), Cicerón criticó el sistema de ejecución… y, de paso, consiguió la absolución de su cliente.
Suetonio dice que fue Augusto el que autorizó formalmente la poena cullei, si bien en la práctica ya se aplicaba, como vimos, y desde entonces se hizo habitual; tanto que, según Séneca, en tiempos de Claudio veían «más sacos que cruces», de lo que habría que deducir que proliferaron los parricidas. Que el parricidio se había convertido en más frecuente de lo deseable tiene su guinda en la muerte de Agripina a manos de su hijo Nerón.
Suetonio atribuye al emperador la muerte del joven amante de ella, Aulo Plaucio, al sospechar que quería sustituirle por él en el trono; más tarde, añade, hizo lo mismo con ella por influencia de su esposa, Popea Sabina, cumpliendo una antigua profecía que auguraba que sería emperador pero mataría a su madre, a lo que ella habría contestado «¡Occidat, dum imperet!» (¡Que me mate con tal de que reine!).
Al margen de que esos hechos sean ciertos o no, como pasa también con la vida del denostado Calígula (Suetonio, una de las fuentes principales para ambos, pertenecía a la clase senatorial y en ese período el Senado pugnaba por no perder su poder ante la creciente autoridad imperial), y volviendo a lo que nos atañe, Juvenal dejó escrito que Nerón merecía más castigo que acabar dentro de un saco. Algo que refrenda de nuevo Suetonio al narrar cómo, tras el suicidio del emperador, una estatua de éste apareció cubierta parcialmente con un culleum y acompañada de un escrito que decía «Hice lo que pude. ¡Pero te mereces el saco!»
La poena cullei no era sólo una forma de ajusticiar. Constituía todo un ritual lleno de símbolos, aunque no todos se dieron al mismo tiempo sino que iban incorporándose. Algunos tenían antecedentes tan antiguos como el Egipto faraónico, donde al parricida se le martirizaba cortándole pedazos de carne con cañas afiladas ad hoc para después abrasarle sobre espinos. En ese sentido, el citado Modestino narra cómo el reo era azotado con las virgae sanguinae (bastones de sangre, llamados así por su función o quizá por estar previamente teñidos de rojo), antes de que se le cubriera la cabeza, le pusieran los zuecos y le introdujeran en el saco, cuya abertura se cosía después; de ese modo, se le privaba de ver el cielo antes de morir.
Decíamos que el elemento extra de los animales dentro del saco no llegó hasta la época imperial. Fue precisamente el padre de Séneca quien testimonió la novedad de la introducción de serpientes con el reo (en concreto una víbora, especie de la que se creía que mataba a sus progenitores al nacer), mientras que el poeta Juvenal, un poco más tarde, hizo lo mismo respecto a un mono, que encarnaba la locura y era considerado una versión caricaturesca del ser humano. No está claro en qué momento apareció el resto de la fauna, un gallo (metáfora de la ferocidad y de violencia contra sus propios padres) y un perro (representante de la rabia, animal despreciable para los romanos).
En el siglo II d.C., bajo el mandato de Adriano, encontramos otro elemento faunístico, aunque no dentro del saco: una pareja de bueyes negros tiraban del carro que transportaba al reo y su peculiar prisión hasta el agua. Ésta tenía un doble sentido; por un lado, se privaba al culpable de tan horrendo crimen de tierra donde descansar en paz y, por otro, los restos humanos y animales terminarían mezclados para su deshonra eterna, todo ello tamizado por la cualidad purificadora que se atribuía al agua en el mundo romano.
No obstante, con Adriano la poena cullei cayó en desuso y pasó a ser opcional; estaban las alternativas de morir enterrado vivo o en una damnatio ad bestias (o sea, ser devorado por las fieras) en la arena del anfiteatro, si bien parece que se aplicaba sobre todo a la gente de clase baja y además no queda claro si los condenados podían defenderse (damnatio ad bestias propiamente dicha) o esperaban su terrible final atados (obicĕre bestiis). Es posible que esto se debiera a facilitar las cosas si no había una masa de agua cercana.
No obstante, en el siglo III Constantino revitalizó el ceremonial -fue quien aportó el perro y el gallo- sin considerarlo incompatible con la nueva fe cristiana. De hecho, incluso se amplió pues al siglo siguiente Constancio y Constante incluyeron la pena para los delitos de adulterio y añadieron al saco un pez, símbolo de la lujuria. Lo mismo pasó con Justiniano tres centurias más tarde, pues en sus Institutiones (una introducción a esa recopilación legislativa que realizó bajo el título Corpus iuris civilis) está reflejada la poena cullei con toda su parafernalia, animales incluidos. Pese a todo, la Basilika (el corpus legal del emperador bizantino León VI el Sabio) demuestra que en el siglo IX ya no existía y se había sustituído por la hoguera.
Ello no impidió que se recuperase brevemente en la Edad Media. Por ejemplo, figura en las Siete Partidas (cuerpo legislativo introducido en la Castilla del siglo XIII por el rey Alfonso X) y con todas las características (saco, animales, agua), si bien con el tiempo tendió a llevarse a cabo de forma metafórica únicamente: el condenado era arrastrado hasta el patíbulo en un serón arrastrado por alguna bestia de carga (algo que se siguió haciendo hasta mediados del siglo XIX) y luego su cadáver se introducía en un cubo que llevaba pintados un perro, un mono, un gallo y una serpiente, y que se simulaba arrojar al agua antes de darle sepultura.
Pero donde realmente pervivió fue en la Alemania medieval y moderna, como testimonia en el siglo XII el Sassen Speyghel (Espejo sajón), el código penal más importante del Medievo germano. Había algunas diferencias, eso sí: como no era faćil conseguir monos se usaban gatos -a menudo separados del reo por una tela cosida- y la serpiente podía limitarse a una reproducción pictórica; además, el saco no era de cuero sino de lino, lo que facilitaba la muerte por ahogamiento en vez de por asfixia. Eso significaba abreviar el sufrimiento, algo que unas veces se buscaba y otras no.
Por ejemplo, en el Dresde de 1548 consta un caso en que se empleó un saco de cuero impermeabilizado con brea para que la agonía de su ocupante durase más (por cierto, se abrió y los animales pudieron escapar aunque él se ahogó al no poder nadar atado). Sorprende lo tardío de la fecha pero hay otra aún más cercana en el tiempo: en la Sajonia de 1731 se registró el último episodio… salvo que se cuente el de Ziitau (otra ciudad sajona) de 1749, aunque en éste se reseñan algunas particularidades, como que la serpiente no era venenosa, el saco permanecía sumergido seis horas y, entretetanto, un coro cantaba salmos luteranos. En 1761 se abolió definitivamente la poena cullei.
Fuentes
Historia antigua de Roma (Dionisio de Halicarnaso)/Vidas paralelas: Tiberio Graco (Plutarco)/Historia de Roma desde su fundación (Tito Livio)/Retórica a Herenio (anónimo)/De la invención. Retórica (Marco Tulio Cicerón)/Vidas de los doce césares (Suetonio)/Algunas consideraciones sobre la pena de muerte en el Derecho de familia romano (Isabel Núñez)/Crime and punishment in ancient Rome (Richard A. Bauman)/Crime and punishment in the Middle Ages and Early Modern Age. Mental-hitorical investigations of basic human problems and social responses (Albrecht Classen y Connie Scarborough, eds.)/Wikipedia
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