Era tradición en la antigua Cartago emplear a sus soldados sólo en operaciones en tierra africana, contratando mercenarios para las guerras que disputaba más allá del mar. Eso no le bastó para derrotar a los romanos en la Primera Guerra Púnica y, por contra, estuvo a punto de costarle muy caro cuando, finalizada esa contienda, trató de regatear a dichos mercenarios sus salarios, provocando que se amotinaran y pusieran en peligro la propia ciudad. El genio militar de Amílcar Barca permitió salvar la situación con batallas como las de Bagradas y la Sierra, que fueron magistralmente narradas por la pluma maestra de Flaubert en su novela Salambó.

En el año 241 a.C. Cartago había llegado al límite de sus posibilidades tras más de dos décadas de guerra y el Senado ordenó a Amílcar Barca negociar la paz. El general se negó a obedecer considerando que se podía seguir y, en su lugar, el encargado de la tarea fue Giscón, comandante de la ciudad siciliana de Lilibea, que había conseguido resistir el asedio romano. Él fue quien firmó el Tratado de Lutacio, llamado así por el cónsul que había destruido la flota cartaginesa en la batalla de las Islas Egadas (Quinto Lutacio Cátulo). Ello ponía fin a la Primera Guerra Púnica, pero a Cartago se le iba a abrir otra contienda, insospechada e inmediata.

El Tratado de Lutacio estipulaba que los púnicos deberían entregar todas sus posesiones en Sicilia, devolver a los prisioneros romanos sin exigir rescate, pagar uno por la entrega de los suyos e indemnizar a la República de Roma con dos mil doscientos talentos de plata en un plazo de veinte años. Estas condiciones, que algunos autores consideran moderadas, fueron agravadas luego, cuando el Senado romano amplió la indemnización en mil talentos más -y en diez años menos- junto con otras islas mediterráneas. Cartago quedaba como clara perdedora.

El Mediterráneo al comienzo de la Primera Guerra Púnica/Imagen: Harrias en Wikimedia Commons

Amílcar, que había terminado invicto, marchó a informar al Senado, dejando a Giscón la responsabilidad de ir embarcando escalonadamente a los veinte mil hombres que formaban su ejército; era una tropa mercenaria que debía ir arribando a Cartago poco a poco para recibir la soldada atrasada y ser licenciada. Sin embargo, el Consejo de los Cien (un comité senatorial con funciones ejecutivas), no siguió ese plan y, en su lugar, optó por dejar que los mercenarios fueran reuniéndose para, una vez tenerlos a todos juntos, negociar con ellos un pago a la baja, dado que las arcas del estado estaban vacías y había que afrontar lo acordado con Roma.

Una mala idea, ésa de tener a guerreros desocupados y debiéndoles años de sueldo; peor aún si están dentro de las murallas de la ciudad, aunque a medida que fueron llegando más se les reubicó fuera, en Sicca Veneria (actual El Kef), a unos ciento ochenta kilómetros de Cartago. Con la disciplina relajada y la imaginable indignación que levantó entre sus filas la petición de ver reducidos sus honorarios -y más cuando el encargado de transmitírsela fue el general Hannón el Grande, rival de Amílcar que había apostado por una expansión por el norte de África en vez de enfrentarse a los romanos-, se sublevaron.

Pérdidas territoriales cartaginesas en la Primera Guerra Púnica (color crema) y en la Guerra de los Mercenarios (rosa)/Imagen: Redtony en Wikimedia Commons

Su primera acción fue ocupar por la fuerza la vecina Túnez, sembrando el pánico entre los cartagineses porque estaba a sólo diecisiete kilómetros de distancia y se convertía así en una peligrosa base de operaciones contra ellos, que apenas disponían de efectivos para defenderse porque la tradición púnica era no usar soldados propios en las contiendas sino recurrir al mercenariado. Amílcar, el único que hubiera podido calmarlos, estaba ausente, por lo que el Senado designó a Giscón, que también gozaba de carisma entre las tropas, para pagarles íntegramente.

Pero ya se había abierto la caja de los truenos: los que se mostraron favorables a un pacto fueron asesinados y los propios delegados púnicos que estaban en su campamento negociando cayeron prisioneros, entre ellos Giscón en persona; y, lo que era más grave, se adueñaron del tesoro que llevaba para hacer efectivos los salarios. La situación había escapado a cualquier control y los mercenarios hasta nombraron nuevos generales.

Uno se llamaba Spendios, un esclavo romano fugitivo, nacido en Campania, que temía ser entregado a Roma porque ello supondría, probablemente, su crucifixión. El otro era Matho, un bereber libio del que se desconoce ningún dato biográfico anterior. Ambos enardecieron a sus compañeros asegurándoles que, una vez que hubieran cobrado y bajaran la guardia para ser trasladados a sus hogares (los había de África, Hispania, Galia, Italia, Grecia, Sicilia y Baleares), serían asesinados por los cartagineses para recuperar el dinero e indemnizar a Roma. Por tanto, no había vuelta atrás: era necesario conquistar Cartago.

Hannón mostrando a los mercenarios las arcas vacías de Cartago, en una caricatura decimonónica/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El hecho de que Matho fuera norteafricano suele considerarse un factor más en su posicionamiento contra los púnicos. Las campañas de Hannón por las regiones del entorno y el sometimiento de éstas exigiendo fuertes tributos (las ciudades debían abonar el doble de lo habitual y el campo entregar la mitad de las cosechas), debieron indignarle tanto como a sus habitantes, por eso en cuanto se difundió la noticia de la rebelión no fueron pocos los pueblos que corrieron a unirse.

De este modo, aquel ejército mercenario original que estaba compuesto por veinte mil infantes, cuatro mil jinetes y trescientos elefantes, creció con la incorporación de otros setenta mil efectivos, que se presentaron, además, con abundantes provisiones y fondos (aunque la historiografía moderna reduce esa cantidad a la mitad). Es decir, la mayor parte de la zona noroccidental de África se levantaba en armas contra los púnicos.

Spendios y Matho robando el zaïmph sagrado, en una ilustración del artista francés Victor Armand Poirson para una edición de Salambó/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Roma fue invitada a sumarse, pero también la república necesitaba recuperar su economía tras la larga guerra y además, en esos momentos, se hallaba inmersa en un conflicto con los faliscos (un pueblo itálico cercano al Lacio), de modo que rehusó y se mantuvo fiel al Tratado de Lutacio, prohibiendo asimismo que los italianos comerciaran con los rebeldes y, por contra, autorizando que lo hicieran con Cartago (Hierón II de Siracusa envió cuatiosos víveres). Trataba con ello de ganarse fama de justa y, sobre todo, asegurar que su otrora enemiga estaría en condiciones de abonarle la indemnización.

Por esa razón, casi tres millares de prisioneros púnicos fueron puestos en libertad sin esperar rescate, de manera que pudieran incorporarse a la defensa de su capital. Tampoco se atendió la petición de ayuda que, a finales del 240 o principios del 239 a. C., hicieron a los romanos las guarniciones mercenarias de Cerdeña, que se habían sumado a la rebelión, y exterminado a todos los cartagineses insulares. Irónicamente, un episodio similar ocurrido en la misma isla veintitrés años más tarde serviría de casus belli para iniciar la Segunda Guerra Púnica.

Prácticamente todo el territorio dominado por Cartago se había sublevado, con las únicas excepciones de Útica e Hippo Dyarrhytus (actual Bizerta), que enseguida fueron sitiadas. También lo fue Cartago, que quedó aislada por tierra; pero tampoco por mar tenía una situación mucho mejor, pues carecía de flota -lo que significaba depender de terceros para el abastecimiento- y estaba muy escasa, tanto de fondos como de soldados. Con un enorme esfuerzo, consiguió organizar un pequeño ejército de diez mil hombres, también mercenarios, y cien elefantes, a cuyo mando se puso a Hannón.

Hannón consiguió romper el cerco de Útica, pero entró en la ciudad en vez de perseguir al enemigo en fuga y éste se rehizo, contraatacando a base de guerrillas. La campaña, por tanto, fue un fracaso y al cabo de un año el Senado, haciendo caso a una votación entre los soldados, le retiró el mando para entregárselo a Amílcar. Éste reunió otro ejército de números parecidos o quizá superiores, habida cuenta la incorporación de guerreros libios y rebeldes desertores (a los que ofreció reclutarlos o pagarles un pasaje a sus hogares), aunque la principal baza con que contaba era su propio prestigio de invicto contra los romanos.

Mapa del Túnez púnico/Imagen: Sandrine Crouzet en Wikimedia Commons

Amílcar cambió de táctica respecto a su predecesor, aplicándole la misma que sufrían los suyos: interrumpir sus líneas de suministro, lo que dio resultado: en el 238 a.C., Matho tuvo que levantar el sitio de Cartago y encontró problemas para abastecer Túnez, aunque Útica e Hipona pasaron a manos rebeldes tras acabar con sus respectivas guarniciones púnicas. Eso llevó a Spendios a buscar un choque directo que aliviara su cada vez más difícil situación. Auxiliado por sus subordinados, Zarzas y el galo Autarito, salió al encuentro de Amílcar, quien a su vez avanzaba flanqueado por un contingente que mandaba Aníbal (no su hijo, sino otro llamado igual) y la parte de la caballería númida que permanecía fiel.

Los rebeldes se impusieron en primera instancia, pero los cartagineses se repusieron y salieron en su persecución por un terreno orográficamente adverso, que dificultaba operar a caballos y elefantes y, en cambio, favorecía las emboscadas gracias a la superioridad de la infantería mercenaria. Ese juego duró varios meses, lo que iba en contra de Amílcar, que necesitaba una victoria que le avalara ante el Senado y mientras tanto se veía sometido a un desgaste continuo. Pero finalmente impuso su veteranía – en la batalla de Bagradas, cruzando el río homónimo al aprovechar de noche un bajío en la única ruta disponible y asaltar por sorpresa el campamento enemigo.

Los rebeldes tuvieron tiempo de organizar la defensa, pero una hábil maniobra cartaginesa, en la que los elefantes y la caballería pasaron de primera línea a retaguardia, dando la impresión de que se retiraban cuando en realidad sólo ganaban espacio para desplegarse por los flancos y envolver a los mercenarios, dio la victoria a Amílcar. Seis mil muertos les hizo, más dos mil prisioneros, lo que les obligó a abandonar el asedio de Útica. Así lo narra Flaubert en Salambó:

La falange avanzó pesadamente, enfilando todas sus sarissas; bajo ese peso enorme, la línea de los mercenarios, harto endeble, cedió enseguida por el centro. Entonces las alas cartaginesas se desplegaron para envolverlos; los elefantes las seguían. Con sus lanzas oblicuamente tendidas, la falange dividió a los bárbaros; sus dos enormes mitades se agitaron; las alas, a tiro de honda y de flecha, los empujaban con los falangistas. Para librarse de éstos, la caballería era impotente, desfallecía, salvo doscientos númidas que acometieron contra el escuadrón derecho de los clinabaros. Todos los demás estaban cercados, no podían salir de aquellas líneas (…)

Golpeaban sobre el asta de las sarissas, pero la caballería, por detrás, estorbaba su ataque y la falange, apoyada por los elefantes, se cerraba y se alargaba, evolucionaba presentando un cuadrado, un cono, un rombo, un trapecio, una pirámide (…) Los bárbaros se encontraron estrujados contra la falange. Era imposible avanzar; aquello parecía un océano en el que bullían garzotas rojas con caparazones de bronce, al tiempo que los relucientes escudos ondulaban como espuma de plata (…)

Desarrollo de la Guerra de los Mercenarios: el 5 es la batalla del Bagradas; el 7, la de la Sierra/Imagen: Harrias en Wikimedia Commons

Ahora que tenía clara ventaja, Amílcar persiguió al adversario intentando forzar una batalla campal que resultara decisiva. Eso estuvo a punto de suponer su perdición. Atraído a una zona montañosa, donde los elefantes no podían operar, quedó rodeado. La situación se volvió muy peligrosa y únicamente pudo solventarse gracias a que el númida Naravas (nombre inventado por Flaubert, ya que se desconoce el verdadero) desertó con su caballería ligera (dos mil jinetes) para unirse al que había sido su general en Sicilia; terminaría convirtiéndose en yerno suyo. La defección salvó al ejército cartaginés, que hizo una escabechina entre sus adversarios, matando a diez mil y capturando cuatro mil.

Dada la aceptación que tuvo la oferta de Amílcar entre los mercenarios, Spendios ordenó torturar a los setecientos prisioneros cartagineses que tenía -entre ellos Giscón- para sembrar el terror y borrar cualquier tentación: acabaron enterrados vivos. La noticia indignó a Amílcar, que hizo otro tanto con sus cautivos, haciendo que fueran aplastados por los elefantes. Era la «guerra sin tregua», como la describió Polibio. Y aún quedaba mucha sangre por derramar, pues los mercenarios vieron que no podían esperar clemencia y siguieron decididos a combatir hasta el final.

Y ese final se acercaba inexorablemente. Spendios recibió refuerzos hasta triplicar en número a su rival, que tuvo que renunciar a su ansiado choque abierto. Pero haciendo de la debilidad virtud, la movilidad de su caballería ligera permitió a Amílcar ir diezmando las tropas enemigas en rápidos golpes de mano mientras las conducía hacia un desfiladero cuyo nombre se desconoce. Sólo Polibio proporciona una referencia al decir que «el lugar donde aconteció esta acción recibe el nombre de la Sierra por el parecido que tiene su geografía con dicho instrumento«, identificándose como el actual Djebel Ressas tunecino.

Vista actual del Djebel Ressas/Imagen: Slim Alileche en Wikimedia Commons

Los cartagineses levantaron trincheras y fosos, fortificando su posición y cerrando las salidas al enemigo, que no podía así recibir auxilio ni provisiones de Matho, que estaba sitiando Túnez y o no recibió aviso o no quiso acudir en su ayuda al temer que Hannón cayera sobre él. La situación pasó a ser dramática para los mercenarios, teniendo que devorar primero a sus caballos para después recurrir al canibalismo con los cuerpos de los prisioneros y esclavos que llevaban. Finalmente, los soldados exigieron una solución a sus jefes y éstos entendieron que no había más remedio que capitular.

Spendios, Autarito y Zarzas pactaron la entrega con Amílcar, aceptando que éste eligiera a diez mandos para ejecutarlos a cambio de que el grueso fuera sólo desarmado. Amílcar escogió a siete africanos… y a ellos tres. Se corrió entonces la voz de traición y los rebeldes retomaron las armas para romper el cerco. Fue inútil; se estrellaron contra las defensas construidas y los elefantes, terminando todo en una brutal carnicería sin que los púnicos sufrieran apenas bajas. Flaubert lo cuenta así:

Los elefantes penetraron en aquella masa de hombres y los espolones de su petral la dividían, las lanzas de sus colmillos la revolvían como rejas de arados; cortaban, rajaban , descuartizaban con las hoces de sus trompas; las torres, llenas de faláricas, parecían volcanes en movimiento; no se distinguía más que un inmenso montón en el que las carnes humanas formaban manchas blancas; las láminas de bronces, placas grises, y la sangre, cohetes rojos; los horribles animales, al pasar a través de todo aquello, trazaban surcos negros.

La crucifixión de Spendios y sus oficiales ante Túnez, obra de Victor-Armand Poirson para una edición de Salambó/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El ejército mercenario de Spendios había sido masacrado y ya sólo quedaba el de Matho, atrincherado en Túnez mientras las otras ciudades africanas volvían una tras otra a reconocer la autoridad cartaginesa. A finales del 238 a.C, Amílcar puso sitio a la urbe, crucificando ante sus murallas a Spendios, Autarito, Zarzas y los demás líderes rebeldes, y tomando el mando de las operaciones de asedio en la parte sur, mientras dejaba la norte al mencionado Aníbal. Éste se vio sorprendido por una audaz salida de Matho, que le hizo prisionero y, a su vez, junto a una treintena de oficiales, loss colgó de la cruces que antes ocupasen Spendios y los demás.

El desastre púnico permitió a las tropas de Matho escapar de Túnez y llegar a Leptis Magna, a un centenar y medio de kilómetros. Allí fueron alcanzados por Amílcar y Hannón, que habían hecho una nueva leva con todos los ciudadanos en edad militar y esta vez, entre finales del 238 y principios del 237 a.C., no fallaron. Los supervivientes fueron vendidos como esclavos salvo Matho, paseado por las calles de Cartago para escarnio público antes de ser torturado y linchado por el pueblo hasta morir.

Un niño le desgarró una oreja; una joven, disimulando en su manga la punta de un huso, le cortó la mejilla; le arrancaban puñados de cabellos, jirones de carne; otros, con palos en cuyas puntas llevaban esponjas empapadas en inmundicias, le restregaban el rostro (…) Alguien fue a coger, al peristilo del templo de Melkart, la barra de un trípode enrojecida al fuego y, deslizándola por debajo de la primera cadena, la apoyó contra su herida. Se vio humear la carne (…) A excepción de los ojos, no tenía apariencia humana, era una forma alargada completamente roja; sus ligaduras, rotas, pendían a lo largo de sus muslos, pero no se las distinguía de los tendones de sus muñecas, completamente despellajadas; mantenía la boca muy abierta…

Era el brutal punto final a la conocida como Guerra de los Mercenarios.


Fuentes

Salambó (Gustave Flaubert)/Historia (Polibio)/Truceless War: Carthage’s fight for survival, 241 to 237 BC (Dexter Hoyos)/La caída de Cartago. Las Guerras Púnicas 265-146 a.C. (Adrian Goldsworthy)/Wikipedia


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