A veces parece que existieran realmente esos dioses olímpicos que, según la mitología griega, jugaban con las vidas de los humanos en función de sus caprichos. En ese sentido, probablemente Joe Kieyoomia no sabía quiénes eran las Moiras, pero sufrió como nadie sus tejemanejes con los hilos de la vida, pues la suya fue dramática como la película más tremendista que pudiera hacerse: prisionero de los japoneses en la Segunda Guerra Mundial y encerrado en un calabozo cuyos gruesos muros, irónicamente, le salvaron la vida en agosto de 1945; la celda estaba, sí, en la ciudad de Nagasaki, donde se lanzó la segunda bomba atómica.
Joe había nacido en 1919 en el estado norteamericano de Nuevo México. No era anglosajón sino navajo, el pueblo indígena con más habitantes del país, repartidos también por Arizona, Utah y Colorado, formando la denominada Naabeehó Bináhásdzo o Nación Navajo. Se trata de una gran reserva de setenta y un mil kilómetros cuadrados que se creó en 1868, ampliándose varias veces desde entonces, con instituciones y gobierno propio -aunque sometido al federal-, en la que viven más de trescientas mil personas.
Los navajos hablan un idioma perteneciente al grupo atapascano, conjunto de lenguas que se extiende por dos grandes áreas muy separadas entre sí: una, la zona reseñada, que incluye también las seis hablas apaches y la kiowa; la otra, el tercio noroeste de Canadá (de donde proceden los navajos, pues no llegaron a EEUU hasta el siglo XIII), con algunos puntos concretos más en la costa de California y Oregón.
El navajo concretamente, denominado diné bizaad, fue elegido durante la Segunda Guerra Mundial para codificar mensajes por su compleja gramática y su dificultad fonética, que sólo quedaban al alcance de alguien habituado a practicarlo desde niño. Algo que parecía enormemente interesante para encriptar los mensajes militares en el frente y por eso lo propuso un ingeniero civil en labores de encriptador, Philip Johnson. En efecto, resultó tan eficaz que nunca pudo ser descifrado por el enemigo.
En realidad, los navajos son los que se han llevado la fama gracias a una película (Windtalkers, 2002), pero el uso de su idioma se decidió gracias al buen resultado obtenido en la Primera Guerra Mundial con las lenguas cherokee y choctaw, razón por la que en la siguiente se añadieron también las de otros pueblos, como los comanches, hopi, meskwaki, lakotas assiniboine, mohauk, tlingit, crows, crees y semínolas (estos dos últimos hablaban el mismo idioma, el muskogee); asimismo, los canadienses recurrieron al cree.
Ahora bien, si aquí nos interesa sólo el navajo es por la figura del sargento Joe Lee Kieyoomia. Más concretamente, desde que fue reclutado para el 200º de Artillería Costera y destinado a Filipinas, archipiélago que cayó en manos japonesas a principios de junio de 1942, tras ser tomadas las islas de Luzón y Corregidor, provocando también la rendición de Bisayas y Mindanao.
De pronto, los nipones se encontraron sin saber qué hacer con los más de setenta y cinco mil prisioneros capturados, que triplicaban el número que esperaban y no se había previsto la consiguiente logística para atenderlos. En un primer momento fueron reunidos en la península de Bataán, que cierra la bahía de Manila, pero hacía falta buscar una solución. Finalmente se decidió enviarlos a un campo de concentración situado a un centenar de kilómetros, en la provincia de Tarlac: Campo O’Donnell.
Aquel trayecto se realizó en condiciones terribles, con los prisioneros agotados y hambrientos, pues los primeros tres días no recibieron comida y sólo podían beber de los charcos, y luego sólo les dieron una taza de arroz con gorgojos. Pero, además, eran maltratados por los soldados, que no dudaban en golpear o incluso atravesar con sus bayonetas a los que no podían seguir, al despreciarlos por haberse rendido en vez de luchar hasta el final. Atrás habían quedado medio centenar de oficiales filipinos, ejecutados sumariamente.
Una primera parada en San Fernando sirvió para recuperar exiguas fuerzas, aunque muchos fueron falleciendo por no poder recuperarse o murieron de las epidemias que se extendieron. El siguiente tramo hasta Capas se hizo en tren pero eso no significó una mejora, pues los vagones iban saturados y al llegar todavía hubo que caminar nueve kilómetros más hasta el campo. Las bajas mortales totales sumaron casi diez mil, de ahí que aquel episodio fuera bautizado como la Marcha de la Muerte de Bataán.
Muchos de aquellos infortunados todavía tuvieron que soportar un epílogo de horror en lo que se conoció como Barcos del Infierno. Eran los buques de transporte (cargueros, transatlánticos…) que la Armada Imperial Japonesa utilizaba para el traslado de prisioneros de guerra y romushas (trabajadores asiáticos forzados) en el Sudeste Asiático. Los cautivos eran hacinados en las bodegas, sin apenas ventilación, comida, agua ni casi aire. Una quincena de esos barcos se hicieron tristemente célebres, caso del Arisan Maru o el Oryoku Maru entre otros, porque se hundieron con su carga humana tras ser torpedeados o alcanzados por la aviación.
Joe Kieyoomia fue uno de los supervivientes de aquel doble infierno, la marcha y la travesía marítima, puesto que finalmente fue enviado al campo de Matishima, situado a unos nueve kilómetros al sur de Nagasaki, en el extremo sudoccidental de la isla Kyūshū. Así llegó a archipiélago japonés, donde se le encerró en una prisión. Seguramente creyó que ya había pasado lo peor y podría respirar. Se equivocaba; para él, todavía faltaban una tercera parte y un tremebundo epílogo.
Su aspecto físico no era filipino ni blanco, claro, y aunque explicó que era estadounidense, sus captores le tomaron por un nikkei amerikajin, es decir, un norteamericano de origen japonés; viendo sus pocas fotos hay que admitir que verdaderamente podría pasar por nipón. Se llamaba issei (=primera generación) a los nacidos en Japón y emigrados a América, siendo sus hijos los nisei (segunda generación) y sus nietos los sansei (tercera generación), sumando cerca de ciento veinte mil individuos en EEUU.
Lo cierto es que, al estallar la guerra, los nikkei amerikajin fueron recluidos en campos de concentración por ser considerados potencialmente sospechosos, de manera que familias enteras pasaron por esa «violación de sus libertades civiles básicas y derechos constitucionales», como reconocería la Civil Liberties Act en 1988. Y los nipones pensaron que el hecho de que Joe estuviera libre y en el ejército respondía a que era un renegado contra los suyos. Así, durante varios meses recibió un trato especialmente duro, hasta que por fin se convencieron de que en verdad no era un nikkei sino un indio navajo.
Lamentablemente, eso significó para él saltar de la sartén al fuego porque entonces le exigieron que transcribiera los códigos cifrados en su idioma. Para entonces, la línea de frente se acercaba peligrosamente a sus islas y, de hecho, los navajos jugaron un papel importante en la conquista de Iwo Jima, así que los japoneses ya se habían enterado de que el enemigo recurría a ese truco para encriptar sus mensajes. Disponer de un prisionero de ese pueblo parecía, a priori, una afortunada casualidad, por eso un día recibió una visita de dos mujeres que le escribieron dos palabras navajo en inglés para comprobar si las sabía leer, como así fue.
Pero había un problema. Al inicio de la contienda el número de navajos que podían entender el idioma con soltura suficiente como para trabajar en los mensajes cifrados no pasaba de una treintena de personas. Fue necesario reclutar a dos centenares y entrenarlos en Camp Pendelton (California) hasta que fueron capaces de descifrar textos en medio minuto; todo un éxito, puesto que con las máquinas el trabajo solía llevar media hora. Lo malo era que no bastaba con hablar esa lengua -que originalmente era solo oral, sin poseer versión escrita-, ya que había muchas palabras y expresiones modernas que no tenían traducción a un lenguaje primitivo.
Por eso se empleaban metáforas que únicamente los expertos decodificadores sabían interpretar. Para ello no quedó más remedio que elaborar un alfabeto fonético que deletrease las palabras de la terminología militar letra por letra y aún así era demasiado farragoso, por lo cual se optó por recurrir directamente a vocabulario navajo en clave, como decíamos, metafórica, que los decodificadores debían aprenderse de memoria.
Por ejemplo, para aludir a un destructor se usaba tiburón o para referirse a un teniente coronel se decía hoja de roble plateado. Por tanto, un no iniciado se encontraría con una retahila de nombres y verbos sin aparente orden ni concierto, siendo incapaz de darle sentido al mensaje. Fue lo que le ocurrió a Joe. Transcribió los mensajes pero sin que sirvieran para nada, pues él era un simple artillero y no había sido adiestrado para interpretarlos (aparte de que le reclutaron antes de desarrollar el código).
Lamentablemente, no convenció a los japoneses, quienes pensaron que estaba tomándoles el pelo y, en consecuencia, le sometieron a nuevos castigos; entre ellos, enterrarlo en nieve hasta la cintura a tres grados bajo cero. Cuando le levantaron el castigo una hora más tarde, las plantas congeladas de sus pies se habían quedado pegadas al suelo y al arrancarlas se dejó allí la piel.
El cautiverio de Joe duraba ya tres años cuando llegó el 9 de agosto de 1945. Tres días antes algo extraordinario y terrible había pasado en Hiroshima: tal como confirmó unas horas después el presidente de EEUU, Harry S. Truman, la ciudad fue arrasada por la explosión de la primera bomba atómica usada en un ataque real y amenazaba con repetir si Japón no se rendía. La prensa nipona informaba del siniestro hongo nuclear y la devastación generada en unos doce kilómetros cuadrados, pero no estaba claro el número de víctimas; lo que sí se confirmaba era que el ministro de exteriores soviético anunciaba en Tokio el fin del Pacto de Neutralidad y declaraba también la guerra, lanzando una ofensiva contra Manchuria.
Japón estaba barajando las condiciones para negociar una rendición cuando sonaron las alarmas antiaéreas en Nagasaki. Al contrario que Hiroshima, era un puerto importante, con astilleros, y además allí se ubicaba la fábrica de Mitsubishi, fundamental para la fuerza aérea japonesa, por lo que ya había sufrido bombardeos antes. Aún así, no estaba previsto que la segunda bomba atómica se lanzara allí sino en Kokura, pero el cielo nublado sobre ésta decidió a la tripulación del B-29 Bockscar a elegir el segundo objetivo previsto.
La siniestra carga salió del avión a las once de la mañana y explotó medio minuto más tarde desviada unos tres kilómetros del punto inicial. Pese a ello, entre treinta y cuarenta mil personas fallecieron instantáneamente, la mayoría obreros pero incluyendo miles de trabajadores forzados coreanos. Joe Kieyoomia podría haber sido uno más, ya que su prisión estaba también allí. Sin embargo, los gruesos muros de hormigón de su celda le salvaron la vida; o, al menos, de eso estaba convencido.
Lo cierto es que la destrucción fue mayor en el hipocentro de la explosión porque la bomba era más potente que la de Hiroshima. Pero, al estallar entre las laderas del valle de Urakami, éstas amortiguaron en parte la onda expansiva y las colinas sirvieron de protección. Además, si bien hubo incendios y muchas casas eran de madera, Nagasaki no tenía depósitos de combustible que generasen las gravísimas tormentas de fuego que sufrió Hiroshima; tampoco hubo lluvia negra, limitando los efectos de la radiación sobre los supervivientes.
Hablando de ellos, Joe Kieyoomia no era el único prisionero aliado en la ciudad ni se salvó sólo él. Auque entre los fallecidos figuraban siete holandeses y un piloto británico, veinticuatro australianos también se libraron. Además, aquello sí supuso el final de sus desdichas, pues en medio del caos y a pesar de que el operativo de salvamento -hospital de campaña, brigadas de bomberos- comenzó esa misma tarde (gracias a que los ferrocarriles seguían funcionando), Joe explicó luego que se olvidaron de él y no fue hasta tres días después que un oficial japonés le liberó.
Con un discurso del emperador Hirohito retransmitido por radio a todo el país, Japón se rindió el 14 de agosto. Eso suponía el final de la Segunda Guerra Mundial, así que Joe fue repatriado a EEUU, donde pasó por varios hospitales para recuperarse de sus heridas, la desnutrición y la disentería. Recibió dos condecoraciones: el Corazón Púrpura y la Medalla del Prisionero de Guerra (creada por Ronald Reagan en 1985 con efectos retroactivos).
En 1949 regresó a la reserva y allí rehizo su vida post-bélica, dedicándose profesionalmente a elaborar joyería. Asimismo, contrajo matrimonio con Lita Mae, con quien tuvo tres hijos (Ronald, Joey y Wanda)… y no pareció manifestar efectos secundarios de su impactante experiencia porque vivió cincuenta y dos años más, hasta el 17 de febrero de 1997.
Fuentes
Unsung heroes of World War II. The story of the Navajo code talkers (Deanne Durrett)/Under the Eagle. Samuel Holiday, Navajo code talker (Samuel Holiday y Robert S. McPherson)/The Navajo Code Talkers (Andrew Santella)/Wikipedia
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