El 3 de febrero de 1868 fue un día especial en la historia de Japón. A la edad de dieciséis años, el joven Mutsuhito, que pasaría a la posteridad con el nombre formal de Meiji Tennō, sucedía a su padre Kōmei tras el fallecimiento de éste el mes anterior.
Con él se iniciaría la llamada Revolución Meiji, que supuso la modernización del país al estilo occidental, lo que hizo necesario recurrir a infinidad de asesores europeos y estadounidenses para múltiples campos de conocimiento; fueron los O-yatoi Gaikokujin, traducible como «extranjeros contratados.»
En realidad, el emperador reinaba pero no gobernaba. Japón estaba dirigido por el shogunato Tokugawa prácticamente de forma ininterrumpida desde 1603, cuando el shōgun Tokugawa Ieyasu consiguió el control absoluto sobre todos los clanes, iniciando el Período Edo (llamado así porque tenía su sede en la ciudad homónima, a pesar de que la capital imperial era Kioto).
Ieyasu es conocido, entre otras cosas, por la persecución del cristianismo y el asesoramiento que recibió del inglés William Adams (famoso por la novela Shōgun, de James Clavell, y su adaptación televisiva).
Él y sus sucesores siguieron la política de mantener el país cerrado a los extranjeros para preservar las cotumbres y las tradiciones autóctonas y lo lograron hasta 1853, año en que el comodoro estadounidense Matthew Perry, al frente de una escuadra, obligó al bakufu (gobierno del shogunato) a abrir los puertos al comercio internacional, poniendo fin al aislacionismo.
Aquella apertura levantó gran controversia entre los japoneses, apoyándola unos y criticándola otros en el contexto de la lucha política. En cualquier caso, parecía irreversible, por lo que los daimyōs (señores feudales) se lanzaron a contratar asesores militares que modernizasen sus ejércitos privados.
Así empezaron a acudir los O-yatoi Gaikokujin, expresión que significa extranjeros contratados y hacía referencia a los yatoi, término usado para designar a los trabajadores temporales, asalariados y jornaleros. Cuando se habla de estos occidentales se tiende a pensar inevitablemente en Nathan Algren, el capitán norteamericano al que encarnaba Tom Cruise en la película El último samurái, un tema que ya tratamos en otro artículo. Sin embargo, ese personaje estaba basado en otro francés, Jules Brunet, quien entró al servicio del shōgun Tokugawa Yoshinobu como instructor de sus tropas.
Lo que queremos decir con ello es que a Japón no llegaron uno ni dos asesores occidentales sino miles de ellos, resultando difícil saber la cifra exacta porque fueron entrando y saliendo a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Sí es cierto que en un primer momento predominaron los militares porque el arte de la guerra japonés se había quedado más que obsoleto y no sólo los daimyōs sino también el ejecutivo quiso ponerse al día, recelando de ellos.
De hecho, la llegada de los franceses de Yoshinobu terminó de enardecer a los clanes, que respondieron contratando británicos. La situación se fue enredando y, como cabía esperar, terminó por estallar cuando los daimyōs de Satsuma, Chōshu y Tosa se alzaron contra el bakufu. Su objetivo era devolver la autoridad al emperador -con quien se aliaron- frente a la del shōgun, además de expulsar a los occidentales… aunque, paradójicamente, recurrían a sus servicios (incluyendo el propio ejército imperial, que se dotó de ametralladoras Gatling, cañones Armstrong y fusiles Minié).
Fue la Guerra Bonshi de 1867, en la que Yoshinobu resultó derrotado y, si bien algunos partidarios resistieron efímeramente en una anomalía democrática y parlamentaria denominada República de Ezo, finalmente Meiji Tennō, que subió al trono en medio del caos, pudo recuperar sus prerrogativas y aplicar la modernización a despecho del movimiento tradicionalista Sonnō jōi que había apoyado su padre. Y ahora ya no iba a ser únicamente en tenología bélica sino en un amplio abanico de campos: agricultura, medicina, arte, leyes, ingeniería, economía, ciencias…
En general, los O-yatoi Gaikokujin aceptaban pegarse aquel largo viaje al otro lado del mundo porque estaban muy bien pagados, tanto los profesionales titulados como los que iban como operarios, en comparación con los sueldos autóctonos; no sólo se les daba un alto salario, similar al de los funcionarios coloniales, sino que también se les proporcionaba vivienda y, no pocas veces, incluso recibieron distinciones honoríficas. Hasta hubo quienes se casaron, fundaron una familia y optaron por quedarse en Japón al término de su contrato. Éste se estipulaba normalmente por dos o tres años, al término de los cuales se suponía que el asesor ya había formado a personal japonés suficiente para darle el relevo.
Entonces podía regresar a su país de origen, si bien muchos estaban tan acostumbrados a esa vida de acá para allá que sentían cierto desarraigo y preferían continuarla en algún otro lugar exótico donde se necesitasen sus servicios. Algunos ni siquiera eso: fallecieron en tierra nipona y en ella descansan todavía hoy, sobre todo en los cementerios de Yokohama, Hahn y Aoyama, en Tokio (donde la acumulación de retrasos en el pago de las tasas provocó que en 2006 los restos mortales fueran trasladados a una fosa común).
En realidad, la presencia de asesores extranjeros no era una novedad. Ya citamos el caso del marino inglés William Adams y se le podría añadir el de su ayudante neerlandés Jan Joosten van Lodensteijn, que recibía el mismo tratamiento que los samuráis y tomó una esposa local, aunque su afición a la bebida y su colérico carácter terminaron por alejarle de la corte de Tokugawa Ieyasu. Ahora bien, se trataba de excepciones, no la norma. La llegada masiva de occidentales tuvo que esperar hasta el siglo XIX .
Se considera que el pionero fue Philipp Franz von Siebold, médico y botánico holandés destinado en las Indias Orientales, que viajó a Deshima (Nagasaki ) para enseñar ciencias a través de un corpus doctrinal bautizado como Rangaku, que impartía en su escuela. Estuvo ocho años, tras los cuales fue expulsado del país por una acusación de espionaje, ya que coleccionaba mapas y eso estaba prohibido. Pero llegaron más súbditos de Holanda, nación que tenía grandes intereses comerciales en Japón: los ingenieros navales Hendrik Hardes, Willem Johan Cornelis y Willem Huyssen van Kattendijke.
No obstante, enseguida hubo también representantes tempranos de otros sitios. El francés François Léonce Verny, que también era ingeniero naval, dirigió la construcción del Arsenal Naval de Yokosuka, en la bahía de Tokio, destinado a acoger la Armada Imperial Japonesa; sus diques secos todavía siguen hoy en funcionamiento. Verny se quedó hasta 1876, aportando también su experiencia para la edificación de cuatro faros.
Los faros precisamente fueron la especialidad del escocés Richard Henry Brunton, que levantó nada menos que veintiséis (más dos buques-faro) siguiendo el modelo habitual de su tierra. Fue una labor que resultó polifacética, puesto que, asimismo, fundó la primera escuela de ingeniería civil y diseñó el alcantarillado y alumbrado de gas de Yokohama, ciudad que también pavimentó. Permaneció allí hasta 1876, año en que se marchó por discrepancias con la burocracia nipona.
Las obras públicas, que se aplicaban merced a las enseñanzas desarrolladas a través del Imperial College of Engineering (fundado por los británicos en 1873 en la propia Yokohama), congregaban casi la mitad de la asesoría y fueron precisamente los que iniciaron una de las señas de identidad de la técnica japonesa, el ferrocarril: Thomas Blake Glover se encargó de importar la primera locomotora y los ingenieros Edmund Morel, Hermann Rumschottel y Joseph U. Crowford desarrollaron la expansión de la red ferroviaria. Algunos de los O-yatoi Gaikokujin trataron simplemente de aprovecharse, pero la mayoría cumplieron de manera eficaz y, como queda patente, dejaron una profunda huella.
En múltiples facetas, además, con la particularidad de que algunos brillaron en campos para los que no habían sido contratados. Fue el caso de Ernest Francisco Fenollosa, un filósofo norteamericano de ascendencia española que se convirtió en experto en arte oriental, o del inglés Horace Wilson, que fue para enseñar su idioma y también difundió entre sus alumnos el deporte más seguido por los nipones, el béisbol.
Asimismo, el ingeniero británico William Gowland construyó altos hornos a la par que se volvía un experto en túmulos funerarios (razón por la que se le considera padre de la arqueología japonesa) e introducía el alpinismo. También ellos construyeron las primeras líneas de ferrocarril.
Los asesores procedían sobre todo de las grandes potencias occidentales: Holanda, Francia, Alemania, Gran Bretaña y EEUU. Hubo, eso sí, algunas excepciones de otros países, como la del músico austrohúngaro Rudolf Dittrich, nombrado director de la Escuela de Música de Tokio. Igualmente, habría que mencionar a los italianos Edoardo Chiossone, Antonio Fontanesi y Vincenzo Raguso, cuyo campo eran las artes, por tópico que suene (grabado, pintura y escultura respectivamente). O a los suizos François Perregaux, James Favre-Brandt y Albert Favre Zanutti, más tópicos todavía porque eran relojeros. Pero, sobre todo, un apellido que nos concierne especialmente porque era -y es- hispano: Ceacero Inguanzo.
Aunque resulte sorprendente para muchos, España y Japón habían mantenido relación amistosa entre las dos ultimas décadas del siglo XVI y las dos primeras del XVII. Fue en dos ocasiones. La primera se conoció como Embajada Tenshō, pese a que no se trataba de una misión diplomática exactamente sino ordenada por tres daimyōs convertidos al catolicismo y por tanto desesosos de establecer vínculos con el Papa, para lo cual enviaron a Roma, vía España, a cuatro jóvenes japoneses que se convertirían en los primeros sacerdotes católicos nipones.
La segunda, llamada Embajada Keichō, fue impulsada por el daimyō Date Masamune con fines comerciales, enviando a un centenar y medio de representantes. Aquella segunda misión fracasó porque Felipe III descubrió que se hacía al margen de la autoridad del shogunato Tokugawa que, por otra parte, como ya hemos visto, se inclinó hacia la represión de la fe cristiana y cerró el país a los extranjeros… hasta que en 1853 se reabrió por la fuerza, acogiendo legaciones diplomáticas. Ahí aparece José Luis Ceacero Inguanzo, un andaluz de familia carlista que había dejado el seminario para ingresar en la Armada.
Destinado a Filipinas a mediados del siglo XIX, participó en varias campañas bélicas y cartográficas, pasando a Cavite como instructor naval. En 1854 contactaron con él los japoneses de la Expedición Ansei, que buscaban firmar un acuerdo comercial, para que ejerciera esa misma tarea en Yokohama.
En 1868 quedó al frente de la primera embajada y al año siguiente pasó a ser cónsul. Contrajo matrimonio con Mikoyo, hija del daimyō de Fukuoka, Kuroda Nagahiro (el impulsor de la mencionada Expedición Ansei), que en 1872 sería la primera japonesa documentada que visitó España. Tuvieron tres hijos que mantuvieron vivo el vínculo intercontinental.
Por último, cabe añadir que Japón continuó recurriendo a los O-yatoi Gaikokujin hasta que en 1899 se puso fin a la práctica de extraterritorialidad introducida en 1858 (era la exención de jurisdicción que normalmente se aplica a determinados sitios como embajadas, buques, bases militares en suelo extranjero o, como en este caso, individuos concretos). La Revolución Meiji había culminado la modernización del país y lo demostraría poco después, en 1905, con su victoria sobre el Imperio Ruso.
Fuentes
The making of modern Japan (Marius B. Jansen)/Foreigners in Japan. A historical perspective (Gopal Kshetry)/Emperor of Japan: Meiji and his world, 1852–1912 (Donald Keene)/La unión del sol naciente y el sol tropical. Derecho y relaciones internacionales en Japón desde el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación de 1868 (María Alicia Lacal Molina)/Wikipedia
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