Son varios ya los artículos que hemos dedicado aquí a la Primera Guerra Púnica. Al menos dos de ellos, el que trata la batalla del Cabo Ecnomo y el que revisa la historia del general mercenario Jantipo, centran gran parte de la atención en el escenario de Sicilia y hacen referencia contextual a un enfrentamiento concreto que determinó en buena medida los acontecimientos posteriores: el largo asedio de Lilibea (Lilybaeum), que se prolongó casi una década.
Lilibea es el nombre que llevaba en la Antigüedad el actual municipio italiano de Marsala, situado en la provincia de Trápani en el Cabo Boeo, que constituye el extremo occidental siciliano y por tanto el punto más cercano a la costa africana (a Túnez, para mayor exactitud).
Hoy viven allí menos de ochenta y cinco mil habitantes, conservándose un considerable patrimonio monumental del siglo XVI dejado por los españoles, pero también queda testimonio arqueológico de una época anterior.

Nos referimos a Motia, la primera colonia fenicia, establecida en la vecina isla de San Pantaleón y destruida a finales del siglo IV a.C. por Dionisio I, tirano de Siracusa, que provocó que sus gentes se trasladaran al Cabo Lilibea y fundaran un nuevo asentamiento ayudadas por los cartagineses. Así nació Lilibea, a la que se dotó de recias fortificaciones porque su estratégica ubicación hacía previsible que levantara la codicia ajena. Así pasaría en el año 276 a.C., cuando Pirro, rey del Épiro, puso sitio a la urbe en su campaña para despojar a Cartago de la tierra siciliana.
No tuvo éxito. Lilibea resistió al recibir suministros por mar y Pirro tuvo que levantar el asedio dos meses después. Ahora bien, eso no significó la vuelta a la calma porque una docena de años más tarde los cartagineses se encontraron con un nuevo enemigo: una Roma en plena expansión hacia el sur que había logrado ya apoderarse de toda la península italiana y ahora daba el salto allende los mares, entrando en inevitable colisión con Cartago, la potencia que hasta entonces dominaba el Mediterráneo occidental, con territorios en el sur de la península ibérica, Córcega, Cerdeña, el archipiélago Balear… y la mitad oeste de Sicilia.

De hecho, el control de esa isla y sus recursos pasaba por adueñarse de la ciudad de Mesina, cosa que los romanos llevaron a cabo con el pretexto de atender la petición de ayuda enviada por los mercenarios mamertinos que la habían ocupado para Siracusa. Pronto quedó claro que la consecuente guerra iba a ser larga y costosa, sin que pudiera dacantarse a favor de uno u otro contendientes con una batalla decisiva sino mediante el desgaste.
Y, a priori, Cartago contaba con la ventaja de su poderosa flota, que le permitía mantener el frente lejos, garantizar la continuidad del comercio y afrontar la contienda con mercenarios.
El intercambio de golpes trajo suerte diversa a unos y otros. Los cartagineses Aníbal Giscón y Hannón sufrieron sendas e inesperadas derrotas que palió luego Amílcar (no confundir con el Bárquida), y aunque poco a poco los romanos lograron hacerse un hueco en Sicilia para continuar las operaciones, las cosas llegaron a un punto muerto. En el 260, Roma entendió la importancia que tenía conseguir el dominio del mar y acometió la construcción de una gran flota, irónicamente inspirada en la enemiga, con la que trató de conquistar las Islas Lípari.

Aníbal Giscón le inflingió una severa derrota, dejando claro que no bastaba con tener barcos; fruto de ello, aprendida la lección, fue la incorporación del corvus para minimizar la destreza marinera de los púnicos y favorecer la acción a los legionarios embarcados. Las victorias de Milas y Sulci demostraron lo acertado de la estrategia, y tanto las Lípari como Malta pasaron a sus manos. A continuación, el triunfo decisivo en el Cabo Ecnomo permitió pisar suelo africano y llevar allí la línea de frente, en la fase final de la guerra.
En todo ello fue determinante la evolución de las operaciones en Sicilia. Las legiones fueron tomando Akragas (Agrigento), Panormus (Palermo), Ietas, Solunte, Petra, Tíndaris, Selinunte y Heraclea Minoa, empujando y arrinconando a los cartagineses en la zona más occidental de la isla. Allí se organizó el que parecía el último núcleo de resistencia púnica, en torno a las murallas de Drépano (Trápani), al norte, y Lilibea, al sur, que estaban separadas por apenas cuarenta kilómetros. Sin embargo, de momento, los romanos centraron su atención en la segunda. Era el año 250 a.C.

Con la misión de conquistarla, los cónsules Cayo Atilio Regulo y Lucio Manlio Vulsio recibieron cuatro legiones que junto con los auxiliares sumaban cerca de cien mil hombres, a los que había que sumar una flota de doscientas naves. Enfrente el cartaginés Himilcón se había atrincherado con siete mil infantes y siete centenares de jinetes que, en su mayor parte, no eran púnicos sino griegos y celtas.
La desproporción numérica se compensaba con el eficaz sistema defensivo, a base de murallas, torres y un enorme foso que, como vimos, ya había provocado el fracaso de Pirro.
Pero, si bien la proverbial ingeniería bélica romana se las arregló para salvar esos obstáculos, rellenando el foso, instalando maquinaria de asedio (catapultas, arietes…) y demoliendo varias torres, las eventuales salidas de los defensores para obstaculizar los trabajos y la inevitable aparición de epidemias entre los sitiadores provocaron que la situación se prolongase sin un final a la vista. Únicamente el desánimo hizo que varios de los mercenarios desertasen, obligando a Himilcón a prometerles premios económicos para evitar que cundiera el ejemplo.

Los dos cónsules ordenaron asaltar las posiciones enemigas varias veces, pero no obtuvieron resultados y, poco después, una flota que aguardaba su oportunidad oculta en el vecino archipiélago de las Egadas entró rápidamente en Lilibea con varios miles de soldados de refuerzo y suministros. Eso fue posible gracias a que la ciudad contaba con un puerto de difícil acceso, en el que era necesario un práctico para salvar los bancos de arena, y los romanos no se atrevieron a perseguirlos por miedo a encallar.
Con esas tropas de refuerzo, Himilcón realizó una salida nocturna. No consiguió su propósito de sorprender al adversario y éste, comprendiendo el peligro que suponía aquel puerto abierto, hundió varios barcos ante la bocana para intentar bloquearlo; tampoco funcionó, ya que los cartagineses emplearon entonces galeras ligeras, cuyas veteranas tripulaciones burlaban los esfuerzos romanos por interceptarlas. Y así, aquel tira y afloja amenazó con enquistarse eternamente; si los legionarios derribaban una muralla, los púnicos levantaban otra; si se acercaban demasiado a abrir brecha, una salida rápida lo impedía.

Como solía pasar históricamente en los asedios, hubo momentos en que los sitiadores estaban en peor situación que los sitiados. Los barcos proporcionaban víveres frescos a Lilibea mientras que las legiones pasaban penurias por un insuficiente abastecimiento. Encima, un fuerte vendaval se llevó los atechamientos de los arietes y torres de asedio, dejándolas temporalmente inservibles; algo agravado por otra audaz acción de Himilcón, que aprovechó ese fuerte viento para incendiar buena parte del campamento romano.
Los romanos decidieron levantar empalizadas de tierra y madera que les protegieran de aquellas salidas, si bien eso suponía tener que renunciar parcialmente a un asalto directo a la ciudad y rendirla por hambre. Con ese objetivo, los nuevos cónsules, Publio Claudio Pulcro y Lucio Juno Pullo, concentraron su atención en Drépano, defendida por el general Aderbal.
Éste planteó a sus mercenarios una disyuntiva: aguantar un largo asedio o librar una batalla a cara o cruz. Optaron por lo segundo, embarcándose para hacer frente a la poderosa flota romana que Pulcro había enviado para poner fin a la línea marítima de suministros a Lilibea.

El choque acabó con una rotunda victoria cartaginesa, lo que permitió a Aderbal enviar su escuadra al mando de Cartalón en ayuda de la ciudad, contra los barcos romanos que la bloqueaban. De nuevo triunfaron los púnicos para desgracia de Pulcro que, según cuenta la tradición, fue condenado en Roma a pagar una enorme multa por no haber hecho caso a los malos augurios: los gallos sagrados del oráculo habían rechazado la comida y él los arrojó al mar al grito de «¡Si no quieren comer, que beban!».
Aquel mismo 249 a.C. llegó a Sicilia para tomar el mando Amílcar Barca (este sí, el padre de Aníbal), quien comenzó una serie de actividades de guerrilla que durante tres años volvieron locos a los romanos y le permitieron ocupar la ciudad de Erice, sitiando a la guarnición enemiga en el monte homónimo que servía de santuario de Venus a la vez que la propia urbe quedaba cercada por las legiones. Éstas, no obstante, se veían limitadas a la hora de moverse para controlar al púnico.

El agotamiento empezaba a hacer mella en unos y otros; el terrible número de muertos y heridos impedía que hubiera reemplazos suficientes para cubrir las bajas y la economía de ambas potencias estaba hundida, al interrumpirse las labores agrícolas y, sobre todo, el comercio. Aún así, en el 243 a.C. el Senado romano consiguió reunir fondos de particulares para construir una nueva flota y Cartago, viendo el peligro, hizo otro tanto poco después. La idea común era librar una batalla que inclinase la balanza de un lado u otro definitivamente.
Las dos flotas se encontraron en mayo de 241 a.C. en las citadas Islas Egadas, donde los doscientos quinquerremes del cónsul Cayo Lutacio Cátulo demostraron que ya habían adquirido una pericia marinera equiparable o superior a la del rival, hasta el punto de que incluso prescindieron del corvus.
Hannón el Grande, derrotado en el Cabo Ecnomo, volvió a morder el polvo (el agua, en este caso) pese a que contaba con medio centenar de naves más que Cátulo, ya que no disponía de bastantes marineros para ellas y los que había carecían del adiestramiento adecuado.

Por tanto, aquella batalla naval supuso el final en todos los sentidos: para Lilibea en particular significaba no poder seguir recibiendo suministros, y para Cartago en general suponía quedarse sin flota de guerra, pues en el tiempo que tardase en hacer otra el enemigo podría actuar a placer. El senado cartaginés ordenó a Amílcar Barca negociar la paz, pero él se negó al considerar que su posición en Sicilia seguía siendo fuerte. Entonces fue relevado por Giscón (no Aníbal Giscón, que según se dijo fue crucificado por sus propios hombres tras ser derrotado en Cerdeña, sino otro), que había sustituido a Himilcón al frente de Lilibea.
Giscón se encargó de firmar el Tratado de Lutacio, por el cual los cartagineses debían ceder la mayor parte de las islas del Mare Nostrum occidental (Sicilia incluida), devolver los prisioneros de guerra y pagar una elevada indemnización de dos mil doscientos talentos en diez años, más otros mil inmediatos. Por supuesto, Lilibea pasó a manos romanas, aunque se concedió un tiempo para que evacuase por mar a todos los soldados que había en territorio siciliano. De puerto de entrada a puerto de salida; difícil encontrar mejor metáfora del fin de la Primera Guerra Púnica.
Fuentes
Historia romana (Polibio)/Historia romana (Dión Casio)/La Guerra Púnica (Silio Itálico)/Biblioteca histórica (Diodoro Sículo)/Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/La caída de Cartago: Las Guerras Púnicas, 265-146 A.C. (Adrian Goldworthy)/El mundo mediterráneo en la Edad Antigua. II. El helenismo y el auge de Roma (Pierre Grimal)/Wikipedia
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