A finales del siglo XVIII, España no sólo mantenía el colosal imperio de ultramar iniciado trescientos años antes sino que lo había ampliado con la Luisiana, una enorme extensión territorial en América del Norte que abarcaba 2.144.476 kilómetros cuadrados, aproximadamente una cuarta parte de lo que hoy es Estados Unidos. Precisamente, en 1803 este joven país compró la vasta región a Napoleón, que a su vez la había adquirido tres años antes por el Tratado de San Ildefonso, iniciando así la primera gran expansión hacia el oeste.

La Guerra de Sucesión española terminó en 1713 con el Tratado de Utrecht, por el cual España perdió sus posesiones europeas pero logró conservar su imperio americano. Como decíamos, en 1763 incluso lo aumentó con la incorporación de la Luisiana tras su pérdida por Francia, que derrotada en la Guerra de los Siete Años tuvo que entregar aquella porción colonial que mantenía desde 1699, cuando Pierre Le Moyne d’Iberville fundó el primer asentamiento permanente, Fort Maurepas.

Su nombre mismo fue puesto en 1688 por el explorador René Robert Cavelier de La Salle en homenaje a Luis XIV. Otras ciudades destacadas serían Mobile, Biloxi y, sobre todo, Nueva Orleans.

Los dos bandos enfrentados en la Guerra de los Siete Años: por un lado, Gran Bretaña, Prusia, Portugal y otros aliados; por el otro, Francia, España, Austria, Rusia, Suecia y otros aliados/Imagen: Gabagool en Wikimedia Commons

Otra localidad, la costera Natchitoches, era la frontera con el Virreinato de Nueva España, pues allí empezaba el llamado Camino Real de los Tejas que llevaba hasta México a través de la provincia de Tejas. De hecho, la estrategia francesa se basaba en fomentar el comercio con los españoles a través de ese dinámico puerto para disuadirles de ambicionar territorios en el entorno del Missisipi; al fin y al cabo, pudiera existir esa tentación, debido a que las primeras expediciones por Luisiana fueron las de Pánfilo de Narváez (1528) y Hernando de Soto (1542).

Pero la mencionada Guerra de los Siete Años supuso una tragedia. El Tratado de París reconocía la victoria de Gran Bretaña y el Reino de Prusia, obligando a Francia a una larga serie de cesiones territoriales a la primera: Menorca, Canadá, varias islas caribeñas, casi todas las plazas de la India…

España, aliada de los franceses, también sufrió desgarros al tener que entregar la Florida a los británicos y la colonia de Sacramento a los portugueses, aunque a cambio se le devolvieron La Habana y Manila, conquistadas durante la contienda.

Luis XV de Francia retratado por Louis-Michel van Loo (dominio público en Wikimedia Commons) y Carlos III de España por Anton Raphael Mengs (dominio público en Wikimedia Commons)

Otra compensación recibida fue la Luisiana, incluyendo el llamado Territorio de los Illinois, por el Tratado de Fontainebleau. Fue un acuerdo secreto firmado entre Luis XV y Carlos III en 1762, un año antes de acabar el conflicto, temiendo el primero que el curso adverso de las hostilidades privase a Francia de presencia en Norteamérica; de este modo, se aseguraba que la colonia quedaba en manos borbónicas.

Demostró tener visión, pues en 1763 los británicos se adueñarían de la zona al este del Missisipi. Cabe decir que a los colonos franceses no les gustó aquello y se rebelaron, negándose a reconocer la autoridad española hasta que fueron derrotados en 1768.

Por tanto, España sumaba así uno de los trozos más grandes del pastel que tendría en su historia: la Luisiana abarcaba nada menos que los actuales estados de Arkansas, Iowa, Kansas, Minnesota, Missouri, Nebraska y Oklahoma, más casi toda Dakota del Sur, buena parte de Dakota del Norte, el noroeste de Nuevo México, la zona septentrional de Texas, y parte de Montana, Colorado, Wyoming y la Luisiana de hoy en día. De hecho, se extendía hasta Canadá, ya que incluía los bordes meridionales fronterizos de las provincias de Alberta y Saskatchewan.

La Luisiana y los estados actualesde EEUU que abarcaba en 1803/Imagen: William Morris en Wikimedia Commons

Como se ve, si se ojea un mapa geográfico, la Luisiana correspondía más o menos a la cuenca del río Missisipi, es decir, el curso fluvial principial con los subsidiarios y afluentes. Eso sí, era un territorio prácticamente deshabitado, ya que a principios del siglo XIX únicamente había allí unas 35.000 personas pertenecientes casi todas a los pueblos indígenas originales, de las que un tercio residía en Nueva Orleans, donde se ubicaba la sede de la autoridad civil y militar gala; un lugar muy próspero, por otra parte, gracias a las plantaciones de azúcar trabajadas con esclavos.

De hecho, la mayoría de esa escasa población siguió siendo francófona, en buena medida por la llegada de colonos franceses que los británicos expulsaron de Acadia (actuales Nueva Escocia, Nuevo Brunswick e Isla del Príncipe Eduardo, en Canadá), si bien hubo asimismo una considerable emigración de españoles (sobre todo de Andalucía y Canarias). La creciente importación de negros para las citadas plantaciones, debido a que aquel clima se consideraba malo para la salud de los blancos, no sólo constituyó otro importante aporte a la demografía sino que convirtió a ese grupo humano en el mayoritario.

Napoleón Bonaparte retratado por Antoine-Jean Gros en 1800 (dominio público en Wikimedia Commons) y Carlos IV visto por Francisco de Goya en 1789 (dominio público en Wikimedia Commons)

Sin embargo, todo iba a cambiar. Los Pactos de Familia que vincularon la politica hispana con la francesa desde 1733 hasta 1789, dado que en ambos países reinaban Borbones, y la recuperación del espíritu de éstos por Napoleón después de la interrupción revolucionaria, supusieron que la Luisiana retornara a manos galas por el citado Tratado de San Ildefonso, el tercero de ese nombre. Firmado en 1800, se trataba de una alianza común contra Gran Bretaña que fue ratificada al año siguiente, con el Tratado de Aranjuez, en el que se especificaba que Francia reintegraría a España el territorio si deseaba no seguir con él.

La idea de Bonaparte era formar un gran imperio colonial en América, pero fracasó al ser incapaz de reconquistar Saint-Domingue (Haití), lo que hacía decrecer el interés estratégico de la Luisiana y le llevó a un ejercicio de realpolitik: venderla y dedicar los esfuerzos a objetivos más cercanos, además de sacar un jugoso beneficio e impedir que España reunificase su imperio norteamericano. Porque la transacción, obviamente, vulneraba la referida cláusula de Aranjuez, lo que convirtió ese acuerdo en un auténtico desastre para Carlos IV.

Manuel Godoy en la época del tratado, retrato del artista Agustín Esteve/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y es que también había tenido que renunciar al Ducado de Parma (sin contar la obligatoriedad de entregar seis navíos de línea). A cambio, recibió el Gran Ducado de Toscana, cuya superficie era un centenar de veces menor que la de la Luisiana. Godoy, sin embargo, lo consideró un buen negocio porque así se conseguía un territorio de economía floreciente para el infante Luis Francisco y se desprendían de otro demasiado vasto y, en su opinión, poco rentable, al carecer de minas y de mano de obra para la agricultura intensiva. Así lo explicaba en sus Memorias:

Faltándonos los medios para procurarle un grande aumento en proporción
con los demás dominios españoles de las dos Américas, no rindiendo
utilidad a nuestra hacienda ni buscándola allí nuestro comercio, y
ocasionando grandes gastos en dinero y en soldados sin ningún provecho
nuestro, recibiendo en fin en cambio de ella otros estados, la
devolución de la colonia lejos de ser un sacrificio, puede tenerse por
ganancia (…) Casi todo por hacer, un principio de vida solamente en
aquellas regiones despobladas.

La jugada de Bonaparte no estaba exenta de astucia, ya que eligió como comprador a un país recién nacido, EEUU, que necesitaba expandirse una vez rota su dependencia de la metrópoli, Gran Bretaña. Ésta, a su vez, veía cómo de prónto surgía un competidor de enorme potencial económico que podía comprometer su monopolio marítimo comercial. Algo que se había empezado a intuir en 1798, cuando España revocó a los comerciantes estadounidenses el derecho de depósito en Nueva Orleans que les había concedido tres años antes por el Tratado de Pickney (aunque lo volvió a conceder en 1801, justo cuando Francia retomaba el control de la Luisiana, en un juego de estrategias).

Thomas Jefferson, tercer presidente de EEUU e impulsor de la adquisición de la Luisiana a Francia, retratado por Rembrandt Peele/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El presidente Thomas Jefferson fue uno de los principales impulsores de la adquisición, pues temía que las tropas enviadas por Napoleón a Nueva Orleans fueran el comienzo de una invasión de territorio estadounidense, tal como empezó a sospechar tras ayudarlo en el fracasado intento de recuperar Haití; encima, los propietarios del Sur creían que los franceses liberarían a los esclavos de la Luisiana, lo que animaría a los suyos a rebelarse. Por tanto, el temor a una guerra le llevó a abrir negociaciones a través de James Monroe y Robert Livingstone, animado por una España que se negaba a ceder la Florida al francés.

Las conversaciones avanzaron favorablemente porque, paralelamente, soplaban vientos de guerra entre Francia y Gran Bretaña. Sólo faltaba pactar el precio, pero no hubo ningún problema; al contrario, pues los norteamericanos únicamente iban a ofrecer 10 millones de dólares por Nueva Orleans y su entorno, y se quedaron sorprendidos cuando el delegado francés, François Barbé-Marbois, les pidió 15 por toda la Luisiana. Evidentemente, Monroe y Livingstone aprovecharon aquella ingenuidad sin pensárselo; por casi el mismo precio y aún a costa de endeudarse, EEUU iba a duplicar su extensión.

No faltaron problemas, eso sí; Jefferson se encontró con dura oposición interna a la operación. La capitalizaba sobre todo el Partido Federalista, al temer que los nuevos estados del oeste abrazaran al Partido Republicano, por lo que argumentó que aquello era un acercamiento a Francia, cuando ellos preferían estrechar vínculos con Gran Bretaña. Por eso esgrimieron también el argumento de que la Luisiana era, en realidad, española. En el fondo, temían que los agricultores del nuevo territorio desplazasen económicamente a los de las Trece Colonias originales, al usar los puertos del sureste en vez de los del noreste para dar salida a sus productos.

Firma del acuerdo de compra en Nueva Orleans representada en la bóveda del Capitolio de EEUU/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

También estaba el hecho de que muchos federalistas eran propietarios de tierras que solían vender a colonos y, si éstos elegían emigrar a la Luisiana en busca de campos más baratos -o incluso gratuitos-, perderían su negocio. Otro punto de recelo más estaba en que los nuevos estados desequilibraran el conjunto al ser esclavistas, todo lo cual llevó al extremo de que el juez Thimothy Pickering, ex-secretario de Estado cuyas objeciones en el Senado habían sido contundentemente desestimadas por 27 votos en contra y 2 a favor, planeó una secesión de Nueva Inglaterra que no se concretó (le ofreció la presidencia a Aaron Burr, quien reincidiría en 1804, como vimos en otro artículo).

El contrato se firmó en París el 30 de abril de 1803 y fue ratificado por el Senado de EEUU en octubre, por un margen bastante amplio, reconociendo así la cuestionada constitucionalidad de los hechos, muy protestados jurídicamente. La reclamación realizada desde Madrid no sirvió para nada y las autoridades españolas tuvieron que oficiar en noviembre la ceremonia de entrega de Nueva Orleans a los franceses, para que éstos hicieran lo mismo a los estadounidenses tres semanas más tarde, en diciembre, si bien no se consumó oficialmente el traspaso hasta el 10 de marzo de 1804 (que hoy se recuerda con el nombre de Día de las Tres Banderas).

Inmediatamente se estableció un gobierno militar temporal para garantizar el orden, se exhortó a las autoridades locales a seguir en sus puestos y se trazaron planes para explorar y cartografiar lo que era un territorio salvaje en su mayor parte; los célebres Lewis y Clark fueron los más destacados en ello, remontando el Missouri desde San Luis. En octubre de 1804 el nuevo territorio se dividió en dos: el Territorio de Orleans (equivalente al actual estado de Luisiana), con capital en Nueva Orleans, y el Distrito de Luisiana (integrado en el Territorio de Indiana), con capital en St. Louis.

El Tratado de Adams-Onís/Imagen: Milenioscuro en Wikimedia Commons

El pago de la compra a Francia se hizo con un adelanto de 3 millones de dólares en oro y para el resto se emitieron bonos del Tesoro, pero como los bancos franceses no los quisieron, la conversión de dichos bonos en oro para su traslado a Francia la llevaron a cabo el Barings Bank de Londres y el Hope&Co. de Ámsterdam. Curiosamente, la operación no se vio interrumpida, a pesar de que Napoleón ya le había declarado la guerra a Gran Bretaña y esos fondos -gran ironía- servirían para costear su planeada -y frustrada- invasión de Inglaterra.

Como epílogo, digamos que establecer los límites exactos de la Luisiana fue difícil y polémico, ya que no sólo estaba inexplorada sino que EEUU consideraba que abarcaba toda la parte occidental de la cuenca del Missisppi, hasta la cresta de las Montañas Rocosas y hacia el sureste hasta el Río Grande y el oeste de Florida, frente a España, que defendía que sólo incluía la orilla occidental del río y las ciudades de Nueva Orleans y San Luis. La disputa se solucionó en 1819 con el Tratado de Adams-Onís, por el que los españoles renunciaban a Oregón y la Florida mientras que EEUU hacía otro tanto con Texas.


Fuentes

The Louisiana purchase (Alan Pierce)/The Louisiana purchase and American expansion, 1803-1898 (Sanford Levinson y Bartholomew H. Sparrow)/ The Louisiana Purchase. A historical and geographical encyclopedia (Junius P. Rodriguez, ed.)/Lewis y Clark y la compra de la Luisiana (Alicia Kepleis)/Memorias (Manuel Godoy)/Wikipedia


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