Terminaba el invierno de 1936 cuando un considerable contingente de tropas alemanas entró en Renania y ocupó las antiguas instalaciones militares, vulnerando el Tratado de Versalles que desmilitarizaba la zona. Esa iniciativa sirvió para hacer que el prestigio de Hitler subiera como la espuma en su país, además de evidenciar una falta de respuesta por parte de los países limítrofes que anticiparía las futuras acciones expansionistas. A la larga, sería uno de los factores que coayudvaron al estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Renania, que en alemán se llama Rheinland, es una región cuyo nombre deriva del río Rin, cauce fluvial que sirve de frontera natural entre Alemania, Francia, Países Bajos y Liechtenstein, confirmando el carácter de limes que ya le habían otorgado los antiguos romanos.

El territorio renano, compuesto por los estados de Sarre, Renania-Palatinado y Renania del Norte-Westfalia, abarca toda esa línea fronteriza y hoy es una de los rincones mineros y agrícolas más prósperos del país, algo que ya era antaño, cuando sus industrias constituían uno de los principales motores de la economía nacional.

Renania y la frontera entre Francia y Alemania después de la Primera Guerra Mundial/Imagen: Soerfm en Wikimedia Commons

Por todo ello, fuerzas de la Triple Entente ocuparon la parte occidental al acabar la Primera Guerra Mundial. Y aunque más tarde el Tratado de Versalles estipuló que la región debía quedar desmilitarizada por parte germana, los soldados vencedores permanecieron allí, ya que no debían empezar a retirarse hasta cinco años después de la ratificación formal del acuerdo, que se hizo en 1920, e incluso así se establecieron largos plazos para la evacuación (hasta quince años). Renania fue desguazada parcialmente: los distritos de Eupen y Malmedy se transfirieron a Bélgica, mientras Sarre quedaba bajo control de la Sociedad de Naciones (el antecedente de la ONU).

Gustav Stresemann/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Los Tratados de Locarno, firmados en 1925, confirmaron la proscripción para el Reichswehr (ejército alemán) y asignaron a Reino Unido e Italia la garantía de la inviolabilidad fronteriza. Sin embargo, la coyuntura cambió y, en 1929,el ministro de Relaciones Exteriores teutón, Gustav Stresemann, anunció que su gobierno no pensaba ratificar el Plan Young, suscrito en 1928 para sustituir al anterior de 1924, el Plan Dawes, el cual establecía las indemnizaciones que Berlín debía pagar por la guerra pero que resultaba inaplicable por el marasmo económico en que se vio sumido el país tras el Crack del 29.

De hecho, la oposición presentó al Reichstag, para su votación, la Freiheitsgesetz o Ley de la Libertad, que no sólo ponía fin al pago de las reparaciones bélicas sino que además penaba a todo funcionario que colaborase en ellas y exigía el fin de la ocupación de tierra alemana. La propuesta terminó rechazada pero todo el proceso sirvió para promocionar al Partido Nazi, su principal defensor, ya que la población en general vivía las imposiciones de Versalles como algo humillante.

Para desatascar el problema, británicos y franceses aceptaron una rebaja en los pagos y, como prueba de buena voluntad, retiraron a sus tropas, de manera que en junio de 1930 ya no quedaba ningún soldado en Renania. En la práctica, eso significaba abrir la puerta al retorno del Reichswehr a la región, a pesar de que seguía prohibido. Es más, los propios galos se percataron de ello y ese mismo año empezaron la construcción preventiva de la famosa Línea Maginot.

Ministros de Exteriores durante las negociaciones de Locarno: el alemán Gustav Stresemann, el británico Austen Chamberlain y el francés Aristide Briand/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

En parte, esa esquizofrénica situación se debía al juego de alianzas de la posguerra. Por un lado, a Mussolini no se le escapaba la popularidad cada vez mayor que tenía Hitler y orientó la política exterior italiana hacia Alemania y Austria, en detrimento de la neutralidad desarrollada hasta entonces. Por otro, la Unión Soviética también apoyó las demandas alemanas por dos razones: desequilibrar el capitalismo occidental y posicionarse frente a Francia, con la que había una mala relación después de que Lenin confiscase todas las empresas extranjeras, mayoritariamente francesas y se negase a seguir pagando la deuda nacional… cuya principal acreedora también era Francia.

Konstantin von Neurath/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

Así estaban las cosas en 1933, cuando el Partido Nazi logró hacerse con el poder. Apenas habían pasado unos meses y el nuevo ejecutivo empezó a enviar unidades paramilitares a Renania de cara a una remilitarización planeada originalmente para 1937. La acción no pasó desapercibida y desató las alarmas: Francia inició una intensa actividad diplomática, consiguiendo que Stalin defendiera lo acordado en Versalles y firmara con Pierre Laval un Tratado Franco-Soviético de asistencia mutua; por su parte, el Imperio Británico puso fin a los recortes en defensa que aplicaba desde 1919 siguiendo la llamada Regla de los Diez Años (según la cual únicamente se veía inmerso en una contienda cada ese tiempo).

Asimismo, Italia amenazó a Hitler con intervenir de forma directa en Austria para frenar sus pretensiones sobre ella y, de paso, aprovechó para invadir Abisinia, ganándose el repudio de la Sociedad de Naciones; las correspondientes sanciones económicas no sirvieron para nada porque fueron compensadas con suministros de Alemania y EEUU, y nadie iba a ir a la guerra por un territorio africano sin mayor interés. Todos deseaban no agitar demasiado el avispero y hasta Hitler, que se negaba a reconocer el Tratado de Versalles, admitía sujetarse al de Locarno.

En ese sentido, el ministro germano de Exteriores, Konstantin von Neurath, consideraba que el pacto franco-soviético era «una flagrante violación» de Locarno y manifestó a su homólogo británico, Anthony Eden, la necesidad de frenarlo, so pena de proceder inmediatamente a remilitarizar Alemania. Londres, enfrentado con el gobierno francés por la negativa de éste a aprobar sanciones contra Italia, y embarcado ya en la política de apaciguamiento que caracterizaría a su gobierno el resto de la década, aceptó.

Goebbels, Hitler y Blomberg durante la celebración del Heldengedenktag/Imagen: Bundesarchiv, Bild, en Wikimedia Commons

Pero la amenaza de un arbitraje internacional no convenía a los nazis porque podía privarles de aquella buena excusa para lo que realmente querían: llevar tropas a Renania. Por eso Hitler decidió dar el paso definitivo y adelantar un año el plan, consiguiendo de paso un golpe de efecto que le venía muy bien ante la crisis económica que pasaba el país en ese momento, cercano a la quiebra. Consideraba que la amenaza francesa de intervenir en tal caso -disponía de trece divisiones para invadir Alemania- no se llevaría a la práctica, así que se reunió con sus generales para acometer lo que se bautizó como Winterübung (Ejercicio de Invierno).

Durante unos meses, simuló perseguir un acuerdo que él sabía imposible porque los franceses ya estaban congregando tropas en la frontera del Rin, pero al final Werner von Blomberg, ministro de Guerra, que al igual que otros mandos no tenía tan clara la actitud francesa, tuvo que dar la orden correspondiente; fue el 2 de marzo de 1936, si bien en la práctica se retrasó hasta el día 7, acercándolo al Heldengedenktag (Día de Recuerdo a los Héroes). Diecinueve batallones de infantería entraron en Renania recibidos con entusiasmo; tres de ellos cruzaron el Rin y se acuartelaron en Aquisgrán, Tréveris y Saarbrücken.

A pesar de que era una movilización muy modesta en cantidad y calidad (algunas compañías se desplazaron en bicicleta), provocó el lógico impacto internacional. Sin embargo, no se tomó ninguna medida. En Francia, que estaba inmersa en un período electoral con un gobierno provisional, creían que bastaba la Línea Maginot para estar seguros. Gran Bretaña lamentó los hechos y dio un nuevo impulso a su rearme, pero confió a la diplomacia la solución. En líneas generales, el sentimiento que dominaba en Europa occidental era el pacifismo.

El propio Hitler hizo un discurso en ese sentido, ofreciendo firmar un pacto de no agresión con Francia si ésta aceptaba la nueva situación, proponiendo medidas como la prohibición internacional de los bombardeos aéreos y garantizando que no haría reclamos territoriales. También aseguró que la militarización de Renania no tenía finalidad belicista – a pesar de que en 1935 había reintroducido el servicio militar obligatorio, prohibido por Versalles-, sino que era una mera igualación al resto de países europeos, algo en lo que Londres le dio la razón aunque rechazase el método empleado.

Albert Sarraut, presidente del Consejo de Ministros (además de ministro de Interior) en 1936/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Por supuesto, los alemanes estallaron de gozo y corroboraron la decisión de su gabinete en un referéndum -que votó SÍ un sospechoso porcentaje del noventa y nueve por ciento-, mientras en Polonia brotaban movimientos pro-germanos. Bélgica y EEUU declararon su neutralidad. La Unión Soviética, que inicialmente denunció el episodio (su representante en la Sociedad de Naciones fue el único en proponer sanciones), viró hacia la realpolitik procurando mejorar las relaciones comerciales mutuas; además, la ausencia de una frontera común facilitó evitar una guerra, si bien aún faltaban cuatro años para el Pacto Molotov-Ribbentrop.

El primer ministro británico, Stanley Baldwin/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Algunos historiadores consideran ese episodio el inicio de la remilitarización nazi y de su consiguiente escalada expansionista (Austria y los Sudetes serían anexionados en 1938, mientras que al año siguiente lo fueron Checoslovaquia, el territorio lituano de Memel y la ciudad libre de Danzig), enmarcado en un estufenplan (plan por etapas) de Hitler. Otros consideran que sólo cazó al vuelo una oportunidad para desviar la atención de la citada crisis económica y crecer en popularidad. En cualquier caso, no son teorías excluyentes.

En cambio hay consenso en que, irónicamente, Francia podía haber detenido el proceso si hubiera actuado en el momento. Tal como corroboró el general Guderian durante los juicios de Núremberg, Blomberg tenía orden de no enfrentarse a los franceses si éstos intervenían, pues en 1936 la Wermacht todavía estaba lejos de ser la poderosa máquina bélica en la que se convertiría luego y no tenía capacidad para evitar una invasión de Alemania. Guderian fue más allá y afirmó estar convencido de que una movilización francesa incluso hubiera supuesto la caída de Hitler.

Sin embargo, Francia se hallaba en una precaria situación económica y, a pesar de su superioridad militar en ese momento, no se veía capaz de mantener una guerra que se prolongase demasiado. La única alternativa era que los británicos aceptasen intervenir conjuntamente, pero, como vimos, Londres apostaba por el apaciguamiento. La construcción de la Línea Sigfrido sería la guinda disuasoria.


Fuentes

Hitler 1889-1936: Hubris (Ian Kershaw)/A study of crisis (Michael Brecher y Jonathan Wilkenfeld)/The Rhineland Crisis, 7 March 1936: A study in multilateral diplomacy (James Thomas Emmerson)/France and the nazi threat. The collapse of French diplomacy 1932–1939 (Jean-Baptiste Duroselle)/Hitler’s foreign policy 1933-1939: The road to World War II (Gerhard L. Weinberg)/Wikipedia


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