2020 no será un año que recordemos con agrado pero, coyuntura al margen, ha habido en él una serie de destacadas efemérides históricas y culturales. Entre estas últimas está el vigésimo aniversario de la publicación de un curioso libro científico que aun no se ha traducido al español. Se titula Rare Earth: why complex life is uncommon in the universe («Tierra rara: por qué la vida compleja es poco común en el universo») y plantea la seria posibilidad de que los humanos estemos solos en el cosmos.
Sus autores son Peter Douglas Ward, un paleontólogo y geobiólogo estadounidense especializado en extinciones masivas, y el astrónomo y astrobiólogo Donald Brownlee, colaborador de la NASA. Ambos publicaron su obra en el año 2000 y desataron cierta controversia con la hipótesis que presentaban, ya que venía a objetar las optimistas especulaciones sobre posible vida extraterrestre avanzada, habituales en el mundo científico y popularizadas por autores como Carl Sagan o Frank Drake desde los años setenta.
Así, frente a lo que éstos enunciaban partiendo del principio de mediocridad, formulado por John Richard Gott en 1969 basándose en la proscripción copernicana del geocentrismo («si un elemento se extrae al azar de uno de varios conjuntos o categorías, es más probable que provenga de la categoría más numerosa que de cualquiera de las menos numerosas») y explicando que el Sistema Solar no tiene nada de excepcional y consecuentemente tampoco la vida que contiene la Tierra (un planeta rocoso con una estrella promedio en una región más de una galaxia típica), Ward y Brownlee se convirtieron en abanderados de lo contrario.
Lo hicieron mediante lo que se ha dado en llamar la hipótesis de la tierra especial (o rara, del original en inglés rare Earth), según la cual el universo es demasiado hostil para facilitar el desarrollo de civilizaciones y únicamente podría darse vida simple. Es decir, que la Humanidad es una excepción, fruto de una serie de condicionantes en cadena, exclusivos y vinculados a efectos prácticos (astronómicos, geológicos, climáticos… ), cuya repetición resultaría casi imposible desde un punto de vista estadístico porque bastaría que fallase uno para que todos los demás cayeran como un castillo de naipes.
Por tanto, si Sagan defendía la posibilidad de «un millón de civilizaciones en la Vía Láctea» y Drake ideaba su famosa ecuación homónima para calcular el número de civilizaciones que podrían detectarse en ella, Ward y Brownlee se inclinaban más bien por la paradoja de Fermi, llamada así por ser el físico Enrico Fermi su autor: «La creencia común de que el universo posee numerosas civilizaciones avanzadas tecnológicamente, combinada con nuestras observaciones que sugieren todo lo contrario, es paradójica, sugiriendo así que nuestro conocimiento o nuestras observaciones son defectuosas o incompletas«. O lo que es lo mismo, si hay tantos extraterrestres ¿dónde están y por qué no ha habido ningún contacto con ellos?
El libro en cuestión desgrana las razones. No niega que en un universo tan vasto (dos billones de galaxias, según los últimos cálculos) pueda haber más planetas como el nuestro, pero estarían tan lejos -hablaríamos de años luz, es decir, que viajando a velocidad lumínica (300.000 kilómetros por segundo) se tardaría milenios en alcanzarlos- que nunca se podría establecer un contacto. Y la mayor parte de la distancia que se abre entre ellos y nosotros es una zona muerta, vacía, incapaz de albergar vida. ¿Por qué? Porque la zona habitable de una galaxia es mínima y depende de la distancia que haya hasta su núcleo; cuanto más cerca, menos probabilidades hay de supervivencia, ya que allí abundan las supernovas, los agujeros negros y, como resultado de la intensa acción gravitacional, los bólidos.
La Vía Láctea es una galaxia inusualmente tranquila y poco proclive a sufrir colisiones, lo que reduce el riesgo de originar supernovas, aparte de que su agujero negro central no es muy activo. Asimismo, nuestro sol orbita alrededor del centro de forma casi perfectamente circular, adecuándose a la rotación galáctica y sin encontrar apenas obstáculos; únicamente entra en un brazo espiral, zona peligrosa por su alta densidad estelar, cada cien millones de años (como promedio), lo que algunos investigadores hacen coincidir con extinciones masivas. Sólo un 5% de las estrellas de la Vía Láctea están en zona habitable.
Pero hay más. La estrella debe ser no binaria y estable, algo típico de las de vida y tamaño medio como nuestro sol, y el planeta ha de situarse ni demasiado lejos ni demasiado cerca para reunir condiciones de vida, empezando por la formación de agua y gases que creen un efecto invernadero con una temperatura adecuada. En realidad, también hay zonas habitables en el entorno de estrellas como Sirio o Vega, sólo que éstas son demasiado calientes y emiten mucha radiación ultravioleta; probablemente se convertirían en gigantes rojas antes de que hubiera tiempo a que la vida evolucionase hacia cierta complejidad.
Ahora bien, no todo depende de las estrellas. También es necesaria la presencia de planetas grandes y gaseosos, cuya fuerte gravedad atraiga a los asteroides librando a los pequeños y rocosos. Y eso, que caracteriza nuestro Sistema Solar, es poco común en otros sistemas, calculándose que únicamente se da en un 10% de los casos. Por otra parte, los planetas gigantes deben estar lo suficientemente lejos de los demás para no interferir en sus órbitas, teniendo atmósferas demasiado densas para albergar vida -aparte de que carecen de suelo-, mientras que a los excesivamente pequeños les pasa lo mismo a la inversa.
Hace falta un tamaño adecuado para una atmósfera adecuada, algo que la Tierra consiguió mediante una serie de sucesos: impacto de Tea (un antiguo planeta), desarrollo de una capa de ozono que la protege de la luz ultravioleta solar, proporción correcta de nitrógeno y dióxido de carbono, precipitaciones regulares… Tea también proporcionó la inclinación axial que determina la rotación terrestre a la velocidad adecuada para reducir la variación diaria de temperaturas, favorecer la fotosíntesis e incentivar la variación de especies.
Otro cuerpo resultante de un impacto es la Luna, un rara avis porque los planetas no suelen tener satélites tan grandes (es el quinto en tamaño del Sistema Solar) y con tanta influencia: gracias a su enorme tamaño -un cuarto del diámetro terrestre- la ejerce sobre las mareas y la mencionada tectónica de placas, además de estabilizar el citado movimiento axial de la Tierra (sin contar el posible efecto sobre el comportamiento humano, especialmente sobre el sueño).
Asimismo, un planeta -caso del nuestro- debería tener un campo magnético fuerte más una tectónica de placas que favorezca la biodiversidad. Todo ello crearía condiciones de vida; sin embargo, una cosa es la vida microbiana y otra la compleja, más difícil de desarrollar. En la Tierra se requirieron ochocientos millones de años de evolución para pasar de organismos multicelulares a inteligentes, constituyendo estos últimos civilizaciones sólo en los doce mil años finales del calendario terrestre (véase el artículo dedicado a este tema), de los que las comunicaciones por radio apenas tienen algo más de un siglo.
Aún así, todo eso ha sido posible por ocurrir en un lapso de tiempo corto -en el contexto del Sistema Solar-, lo que permitió que no se produjeran variaciones climáticas grandes, choques de meteoritos gigantes u otros fenómenos que podrían provocar una extinción total. La evolución misma ha dependido de factores diversos (clima, ecosistema…) y casuales (extinciones masivas, mutaciones genéticas positivas) interrelacionados y difícilmente repetibles.
En otro artículo ya tratamos la ecuación de Drake, aquella que, decíamos, sirve para calcular matemáticamente el número de civilizaciones extraterrestres que el ser humano podría detectar y que se formula de la siguiente manera: N = R* x fp x ne x fl x fi x fc x L. Los valores significan lo siguiente: N equivale al número de civilizaciones que podrían comunicarse en nuestra galaxia; R* es el el ritmo anual de formación de estrellas «adecuadas» en la galaxia; fp la fracción de estrellas que tienen planetas en su órbita; ne el número de esos planetas orbitando dentro de la zona de habitabilidad en la galaxia; fl la fracción de esos planetas dentro de la zona de habitabilidad en los que se ha desarrollado vida; fi la fracción de esos planetas en los que se desarrollado vida inteligente; fc ídem con tecnología para comunicarse; y L el lapso (medido en años) durante el que puede existir una civilización inteligente y comunicativa.
Frente a ella, que arrojaba un resultado de diez civilizaciones extraterrestres detectables, Ward y Brownlee opusieron otra; menos optimista, ya que no contempla que la vida compleja evolucione hacia la inteligencia, al menos tal como la conocemos, debido a los condicionantes expuestos anteriormente. Su formulación es: N=N* x ne x fg x fp x fpm x fi x fc x fl x fm x fj x fme. Como se ve, introducen valores nuevos, caso de fg (fracción de estrellas en la zona habitable galáctica), fpm (fracción de planetas rocosos), fm (fracción de planetas habitables con un satélite grande), fj (fracción de sistemas planetarios con grandes planetas gaseosos) y fme (fracción de planetas con un número suficientemente bajo de eventos de extinción).
Numerosos e importantes científicos han apoyado la hipótesis de la Tierra especial. Por supuesto, también los hay que consideran que parte de los argumentos son, como mínimo, discutibles. Así, objetan que un campo magnético, el oxígeno, la tectónica de placas o una luna grande deban considerarse necesariamente requisitos para la vida, al igual que dudan del papel de los planetas gigantes o del carácter raro de los rocosos. Asimismo, consideran que puede surgir vida en ambientes muy diferentes al nuestro, incluso en condiciones bastante hostiles (temperatura, presión), y ponen ejemplos de especies capaces de sobrevivir en ellas, como los tardígrados o ciertos tipos de gusano.
Probablemente la crítica más obvia es que, en realidad, Ward y Brownlee se han dejado llevar en exceso por nuestro modelo -cómo nació y evolucionó la vida en la Tierra-, teniendo en cuenta los factores que apoyan su hipótesis y descartando otros menos favorables. Tampoco parecen concebir que la vida compleja pudiera ser muy diferente a la desarrollada en nuestro planeta e incluso se ha relacionado esa exposición con la del diseño inteligente, enunciada para argumentar la existencia de Dios y considerada pseudocientífica.
Ward y Brownlee han continuado publicando individualmente, pero en 2003 volvieron a colaborar en otro libro, The Life and Death of Planet Earth: How the New Science of Astrobiology Charts the Ultimate Fate of the World («Vida y muerte del planeta Tierra: cómo la nueva ciencia de la astrobiología traza el destino final de nuestro mundo»), éste ya centrado en su especialidad en la que el primero trabaja habitualmente: las extinciones masivas.
Fuentes
Rare Earth: why complex life is uncommon in the universe (Peter D. Ward y Donald Brownlee)/The galactic habitable zone and the age distribution of complex life in the Milky Way (Charles H. Lineweaver, Yeshe Fenner y Brad K. Gibson)/Where is everybody? (If the universe is teeming with aliens, where is everybody?: Fifty solutions to the Fermi paradox and the problem of extraterrestrial life (Stephen Webb)/El planeta privilegiado. Cómo nuestro lugar en el cosmos está diseñado para el descubrimiento (Guillermo González y Jay Wesley Richards)/Wikipedia
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.