¿A qué contienda se puede considerar la primera guerra moderna? En su libro La defensa de las Indias, Julio Albi de la Cuesta, diplomático y miembro de la Real Academia de la Historia, opina que fue la Guerra del Asiento, debido a sus dimensiones materiales y geoestratégicas, que define como «globales» al haberse extendido al menos por tres continentes. Ese conflicto enfrentó a España y Gran Bretaña durante nueve años a mediados del siglo XVIII y su desarrollo arrastró a otros actores menores.
Como indica su nombre, la chispa que encendió las hostilidades fue el asiento de negros, es decir, la concesión en exclusiva a los británicos del tráfico de esclavos desde África hasta los territorios hispanos de ultramar, donde se demandaba ese tipo de mano de obra para las grandes plantaciones, fundamentalmente de Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo y Yucatán. El desplome demográfico entre los indígenas americanos obligó a introducir esclavos a gran escala, para lo cual se recurrió inicialmente a los portugueses, a quienes el Tratado de Alcaçovas había entregado la costa atlántica africana en que se capturaban.
Ante el crecimiento de la demanda, hubo que cambiar el enfoque y España, que hasta entonces encargaba envíos sin metodología concreta, tuvo que pasar a hacerlos regulares. Para ello empezó a aplicar el sistema de asientos en 1518, cuando concedió el primero al traficante borgoñón Laurent de Gouvenot, mayordomo del rey Carlos I. Éste se lo vendió a cuatro de los numerosos mercaderes de Génova afincados en Sevilla (de ahí que se lo conociera popularmente como Asiento de los genoveses) y ellos, a su vez, lo revendieron por partes a múltiples traficantes.

En 1528 los beneficiarios del contrato fueron los banqueros germanos Welser, en pago de la deuda contraída con ellos por el préstamo que hicieron para la proclamación de Carlos como emperador del Sacro Imperio (junto con ese asiento se les cedió también la explotación de la provincia de Venezuela). El sistema continuó a lo largo de dos siglos; sin contar el tráfico ilegal, que fue importante debido a que tantos traspasos de licencias terminaban por inflar los precios finales y los compradores, a menudo, preferían hacer sus adquisiciones a negreros sin autorización, más baratos.
No pocos de ellos eran británicos, metidos en el negocio porque en 1655 Inglaterra había arrebatado Jamaica a los españoles y allí también se demandaban esclavos para las plantaciones azucareras. Al acabar la Guerra de Sucesión Española, vieron la oportunidad de continuar con su actividad pero dentro de la ley. Entre los diversos apartados del Tratado de Utrecht de 1713, Gran Bretaña reconocía la legitimidad de Felipe V de Borbón como nuevo rey de España y a cambio recibía el asiento de negros, además de firmar un acuerdo comercial que incluía el llamado navío de permiso, o sea, autorización para que un buque mercante británico pudiera viajar a la América española al margen del monopolio comercial.
Esa concesión del asiento era la plasmación de la incapacidad material y económica de España para garantizar dicho monopolio. Se le estipuló una duración por treinta años, durante los cuales se deberían introducir 144.000 piezas de indias (esclavos) a un ritmo medio de 4.800 anuales. La corona inglesa entregó las operaciones a la South Sea Company a cambio de financiación para el gobierno de Su Graciosa Majestad. Esa compañía tampoco estaba capacitada para cumplir los términos, por lo que subcontrató a la Royal African Company y varios particulares.
El suministro pactado de esclavos no llegó a cumplirse casi nunca porque las dos potencias siguieron teniendo enfrentamientos, lo que obligaba a la Corona española a firmar otros asientos, a veces con portugueses, a veces con holandeses. Por otra parte, los británicos aprovecharon para incrementar el contrabando con los puertos americanos y remoloneaban a la hora de pagar la parte de los beneficios correspondiente a la corona española, así que en 1750, acercándose la fecha para expirar el acuerdo, el gobierno hispano compró los años que quedaban y puso fin a aquel asiento, contratando en lo sucesivo con la Compañía Gaditana de Negros, una empresa esclavista afincada en Cádiz que mantuvo la licencia hasta su disolución en 1779.

Ahora bien, Gran Bretaña no estaba dispuesta a renunciar sin más a un bocado tan sabroso y ya dijimos que durante la vigencia del contrato no habían faltado roces con España por razones fronterizas y económicas; al fin y al cabo, sus colonias americanas resultaban mucho menos rentables que los ricos virreinatos españoles. La tensión había ido creciendo debido al llamado derecho de visita, una cláusula firmada por ambas partes en 1729 por la que, con la excepción del mencionado navío de permiso y para preservar el monopolio comercial ante el frecuente contrabando, los barcos ingleses podían ser interceptados e inspeccionados. España seguía aplicándola y Gran Bretaña pasó a considerarla piratería.
Entre 1732 y 1737 hubo un período de distensión gracias a que ambos países fueron aliados en la guerra de sucesión polaca. Pero la oposición al primer ministro whig, Robert Walpole, presionaba para que adoptase una política más dura. Walpole, que era contrario a un enfrentamiento con España, estaba con el agua al cuello y aceptó exigir el derecho a la libre navegación y el fin de la captura de barcos ingleses por los guardacostas españoles. El secretario de Estado hispano, Sebastián de la Cuadra y Llerena, lo rechazó aunque ofeeciendo analizar cada caso individualmente, lo que no contentó a los británicos.
Así estaban las cosas cuando entró en escena Robert Jenkins, un contrabandista escocés que se presentó ante la Cámara de los Comunes denunciando el apresamiento de su bergantín, el Rebecca, cerca de la Florida. Había sido en 1731, cuando el guardacostas español La Isabela le confiscó la carga y su capitán le cortó una oreja como castigo añadiendo una de esas frases de dudosa veracidad histórica: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve». Para demostrar el incidente, Jenkins exhibió la oreja en un frasco de cristal (los registros documentales corroboran la historia, si bien es probable que la oreja que mostró no fuera suya).
Como cabía esperar, los parlamentarios se indignaron y, encabezados por el duque de Newcastle, secretario de Estado del Departamento del Sur (el que se ocupaba de los asuntos coloniales), pidieron una declaración de guerra. Walpole, abrumado, cedió. El vicealmirante Nicholas Haddock fue enviado a Gibraltar para asumir el mando de la flota del Mediterráneo y reforzarla, mientras el general James Oglethorpe, gobernador de la recién fundada colonia de Georgia, recibía hombres y pertrechos para una campaña bélica que amenazaba la vecina Florida. Lógicamente, España reaccionó reforzando el control de sus aguas, lo que suponía ponerse al borde del enfrentamiento.

Walpole trató de distendir la situación y envió dos delegados a Madrid que en 1735 lograron un principio de acuerdo, por el cual ambos países se pagarían indemnizaciones en concepto de los barcos respectivamente capturados hasta la fecha. El problema fue que la aplicación práctica implicaba a la South Sea Company, que se negó a colaborar al considerarse perjudicada y exigir una renovación del asiento. España se negó pero en 1739 se renegoció otro tratado que afectaba sólo a los estados, el Convenio de El Pardo.
Estipulaba que los españoles pagarían una compensación económica por las naves apresadas y los británicos darían al rey Felipe V lo que adeudaban del asiento. Lamentablemente, la oposición parlamentaria británica lo rechazó y entonces fue el monarca español el que endureció su postura, suprimiendo tanto el navío de permiso como el asiento mismo, además de retener todos los barcos ingleses en puertos españoles. Poco después, Londres declaraba oficialmente la guerra a España. En ésta se conocería como Guerra del Asiento, mientras que en Gran Bretaña se le dio el nombre de Guerra de la Oreja de Jenkins.
El gobierno británico no esperó a la declaración formal y cuatro meses antes ya envió a América una escuadra dirigida por el vicealmirante Edward Vernon, compuesta por siete navíos de línea y tres fragatas. Recalaron en Port Royal (Jamaica), donde se unió a otra escuadra, la del comodoro Charles Brown, de cinco navíos y seis fragatas, barcos menores aparte. Entre los dos debían intentar arrebatar a España algunos puntos clave del Virreinato de Nueva Granada, considerado el más débil; en concreto La Guaira, Portobelo y Cartagena de Indias.
España estaba advertida de la partida de Vernon y nombró a un nuevo virrey, Sebastián de Eslava, que atravesó el Atlántico con refuerzos. No llegó a tiempo porque, antes, en octubre de 1739, La Guaira fue atacada por el capitán Thomas Waterhouse, que recurrió al viejo truco de enarbolar bandera española para entrar en el puerto. Consiguió su propósito, pero una vez dentro se encontró con un intenso cañoneo desde el fuerte que le obligó a escapar apuradamente y maltrecho. Paralelamente, Brown intentó hacer otro tanto en La Habana, con el mismo resultado. En realidad se trataba de meros tanteos de fuerzas, pues había un objetivo preferente, como veremos.

Más seria fue la siguiente incursión, llevada a cabo en Portobelo por el propio Vernon en noviembre. Era una ciudad pequeña que, si bien tenía buenas fortificaciones, sus cañones eran obsoletos y encima carecía de guarnición suficiente para atenderlos, ya que no llegaba a trescientos hombres. Los británicos tomaron el lugar sin demasiada resistencia, pero se llevaron una gran decepción: esperaban conseguir un rico cargamento de oro… que los españoles habían devuelto a Perú sospechando un ataque. Como represalia, Portobelo fue destruido, lo que no impidió que su conquista pasara a formar parte del imaginario épico británico, dándose el nombre del sitio a una calle londinense y originando el célebre himno Rule Britannia!
El verdadero objetivo era Cartagena de Indias, al considerársela la llave de acceso al interior de América del Sur. En marzo de 1740, de nuevo Vernon en persona encabezó un tímido ataque que debía valorar la capacidad de defensa española, ya que se desconocía cómo era exactamente su sistema de fortificaciones. Tras unos días de bombardeo y un intento de desembarco rápidamente frustrado, la escuadra británica abandonó el lugar casi con la misma información que llegó, lo que le iba a traer problemas después.
Porque hubo un segundo intento mes y medio más tarde, aunque de por medio capturó la fortaleza de San Lorenzo el Real del Chagres, cerca de Portobelo. Entretanto, arribó a Cartagena Sebastián de Eslava con dos navíos que vinieron muy bien para rechazar un nuevo ataque de tanteo realizado entre marzo y mayo de 1741; esta vez con una fuerza mayor, lo que no impidió que terminara con idéntico resultado. Los españoles ya sabían qué presa perseguía el inglés y por eso organizaron una flota de catorce buques y dos mil hombres que zarpó hacia Cuba al mando del teniente general Rodrigo de Torres, al tiempo que se situaba un ejército frente a Gibraltar y otro en Cataluña.

Un tercero acampó en Galicia, donde debía embarcar en naves francesas para invadir Escocia e Irlanda. Y es que Luis XV tampoco estaba dispuesto a que Jorge II desplazara a su aliada España de América, por lo que también envió dos escuadras a las Antillas para reforzar a la de Torres. La cosa se complicó cuando estalló una nueva guerra europea por la sucesión de Austria y Francia retiró parte de sus fuerzas del Caribe para emplearlas en el viejo continente. Vernon vio la oportunidad de llevar a cabo el tercer y definitivo asalto a Cartagena de Indias.
Para ello reunió una colosal flota de ciento ochenta y seis naves y veintisiete mil hombres. Frente a ellos, Sebastián de Eslava y el comandante general, Blas de Lezo, sólo podían oponer seis barcos y tres mil efectivos, más seiscientos arqueros nativos. La primera acción fue en los fuertes de San Luis de Bocachica y Bocagrande, que pudieron tomar, empujando a los españoles hacia el castillo de San Felipe de Barajas. Aquel éxito hizo que Vernon considerase segura la victoria y despachó mensajeros a Inglaterra notificándolo. El entusiasmo cundió de tal manera que se acuñaron medallas conmemorativas y se editaron pasquines epopéyicos.
Sin embargo, la realidad era distinta. Las tropas británicas que desembarcaron para asaltar San Felipe fracasaron y los navíos de línea no pudieron acceder al fondo de la bahía porque Blas de Lezo bloqueó el estrecho paso hundiendo sus barcos en éste. La batalla se enquistó y, uno tras otro, todos los ataques británicos resultaron inútiles y hasta sufrieron contraataques. De hecho, sus fuerzas de tierra no pudieron volver a desembarcar y tuvieron que permanecer a bordo, donde se extendió una epidemia. Vernon tiró la toalla y ordenó la retirada el 20 de mayo, dejando más de nueve mil bajas por unos pocos cientos de sus enemigos.

Se reaprovisionó en Jamaica e intentó resarcirse tomando Santiago para bloquear el paso entre Cuba y Santo Domingo, pero se encontró la ciudad mejor defendida de lo que esperaba, así que renunció y optó por Guantánamo. Logró establecer una cabeza de playa que no tardó en ser expulsada por las tropas españolas. Un último intento contra Panamá, también inútil, puso fin a su campaña y regresó a Inglaterra. Ahora bien, eso no significaba el final de la Guerra del Asiento, pues todavía tendría episodios en distintos rincones del mundo que le otorgarían ese carácter global, moderno, que decíamos al comienzo.
El primero no quedaba lejos y ya lo reseñamos antes: la nueva colonia de Georgia, fundada en 1733 con expresidiarios y cuyo gobernador ordenó una invasión de Florida, poniendo sitio a la fortaleza de San Agustín. El asedio no dio resultado y fue levantado dos meses más tarde, ante la llegada de refuerzos españoles. Un par de años después se invirtieron las tornas y fue el gobernador Manuel de Montiano el que lanzó una campaña contra los británicos. No tuvo mayores consecuencias y se volvió al statu quo anterior.

Las hostilidades entre España y Gran Bretaña se extendieron al Pacífico cuando la escuadra del comodoro George Anson (seis navíos y dos buques de avituallamiento) partió hacia esas latitudes con la orden de atacar intereses españoles. No vamos a detallarlo porque ya lo narramos en otro artículo; sólo decir que el viaje fue toda una odisea naval y Anson circunnavegó el globo al doblar el Cabo de Hornos a la ida y el de Buena Esperanza a la vuelta, habiendo perdido millar y cuarto de hombres pero capturando casi por casualidad el Galeón de Manila con un fabuloso tesoro, cuyo reparto a la vuelta terminó en un largo pleito entre los oficiales.
También se combatió en sitios más cercanos. Por supuesto, en el Atlántico, donde también protagonizó una gesta el San Ignacio de Loyola, un navío de línea español más conocido como el Glorioso, que soportó en solitario cinco batallas en apenas cuatro meses ante enemigos superiores en número, siendo finalmente capturado pero después de que acabara con varios y pusiera a salvo su preciado cargamento de cuatro millones de pesos de plata procedente del Perú.
Por último, cabe añadir que no faltaron acciones en el Mediterráneo. Un ejército expedicionario español fue enviado a ocupar Saboya y otro recibió la misión de operar en la Toscana, siendo apoyados por una escuadra. Ésta tuvo que enfrentarse a otra británica del almirante Mathews, mientras una hábil incursión en Saint Tropez destruía cinco galeras hispanas y otras flotas atacaban la costa catalana y Nápoles. Fruto de los vaivenes bélicos, España y Francia consolidaron su alianza en 1743 mediante el Tratado de Fointenebleau, el llamado segundo pacto de familia, para conquistar el Milanesado, Parma y Plasencia y ayudar a los napolitanos.
Consecuentemente, Luis XV declaró la guerra a Inglaterra y mientras los aliados se imponían brillantemente por tierra, una flota combinada rompió el bloqueo a que estaba sometida en Toulon y se enfrentó a la británica en el Cabo Sicié, derrotándola. No obstante, Francia quedó agotada y manifestó su deseo de seguir la contienda, estropeando lo logrado. Felipe V falleció en 1746 y como su sucesor Fernando VI era partidario de empezar el reinado en paz, y el agotamiento era palpable en ambos bandos, se iniciaron negociaciones en ese sentido.

Se prolongaron más de lo previsto porque la oferta española, consistente en reclamar Gibraltar y Menorca a cambio de abandonar a Francia y conceder otra vez el asiento y el navío de permiso, fue rechazada. Al final, el Tratado de Aquisgrán reintegró la concesión del asiento y el navío a los británicos pero sin ceder las pretendidas contrapartidas territoriales, si bien España ganó los ducados italianos de Parma, Plasencia y Guastalla. Francia, conservó su parte de Canadá pero tuvo que entregar la ciudad india de Madrás a Gran Bretaña.
Como contábamos al principio, en 1750 y por el Tratado de Madrid, España pagó cien mil libras para recuperar el asiento y el navío. Todo quedó tranquilo… hasta que en 1761 estalló la enésima guerra, la de los Siete Años. Otra de escala global y moderna, como sería frecuente en lo sucesivo.
Fuentes
La defensa de las Indias (Julio Albi de la Cuesta)/El mundo atlántico español durante el siglo XVIII. Guerra y reformas borbónicas 1713-1796 (Allan J. Kuethe y Kenneth J. Andrien)/Naves mancas. La armada española a vela de cabo Celidonia a Trafalgar (Carlos Canales y Miguel del Rey)/Vientos de gloria. Grandes victorias de la historia de España (Fernando Martínez Laínez)/La Guerra del Asiento o de la Oreja de Jenkins (1739-1748) (Rubén Sáez Abad)/Acuerdos y bulas reales entre Inglaterra y España, en torno a la esclavitud (Abel Juárez Martínez)/Reales asientos y licencias para la introducción de esclavos negros a la América Española, 1676-1789 (David Marley)/The command of the ocean. A naval history of Britain 1649-1815 (Brendan Rodger)/Wikipedia
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