No es la primera vez -y probablemente tampoco será la última- que contamos aquí casos de estafa y/o impostura. Y a pesar de que los que vimos fueron muy sonados, es improbable que, dentro de su modesto botín, ninguno se pueda comparar en osadía y desfachatez al que protagonizó un delincuente de poca monta en 1906: disfrazado de militar, puso bajo su mando a un pelotón de soldados que interceptó por la calle y con ellos arrestó al alcalde de Köpenick, ordenando que lo enviasen a Berlín mientras él desvalijaba las arcas municipales tranquilamente. Se llamaba Friedrich Wilhelm Voigt.
Si uno visita el cementerio Liebfrauenfriedhof de Luxemburgo, encontrará una tumba modesta pero vistosa, adornada con flores y un seto, y una lápida que lleva labrados un casco pickelhaube (que en realidad nunca llegó a usar, lo que origino un absurdo debate) y el nombre del difunto: Hauptmann von Köpenick, pone la inscripción, que significa Capitán von Köpenick (o Capitán de Köpenick).
Pero, como decíamos, en realidad no se trata de ningún héroe de guerra; ni siquiera formaba parte del ejército. Lo irónico es que ese sepulcro fue financiado por eurodiputados del Parlamento Europeo.
No resultará tan extraño si se sabe que además tiene una estatua y una placa conmemorativa dedicadas a la entrada del consistorio que robó, al igual que la sala de exposiciones municipal exhibe el uniforme empleado y se han editado sellos temáticos de tan estrafalario episodio, estrenado películas, etc. La razón para todo esto es que Friedrich Wilhelm Voigt se convirtió en un personaje extraordinariamente popular, que concitó las simpatías de la gente por su picardía, gracias a lo cual consiguió que su delito le costase relativamente barato: apenas dos años de prisión antes de recibir el indulto por aclamación general.
Ahora bien, habría que ver si este clásico ejemplo de la típica simpatía que suelen despertar los pícaros compensaba una vida anterior muy dura, digna de una novela de Dickens. Porque Voigt se pasó un tercio de su existencia en la cárcel, cumpliendo largas condenas por delitos no demasiado graves, como resultado de la pobreza en la que nació. Y la privación de libertad empezó pronto, además, con apenas catorce años de edad.
Nació en 1849 en la ciudad de Tilsit, que hoy se llama Sovetsk y forma parte del óblast ruso de Kaliningrado pero que entonces pertenecía al Reino de Prusia. Seguramente la fecha no pasará inadvertida a los aficionados a la Historia: desde el año anterior estaba en marcha la llamada Revolución de Marzo, en la que los estados que integraban la Deutscher Bund (Confederación Germánica, creada por Napoleón tras disolver el Sacro Imperio) trataban de unificar los treinta y ocho territorios y formar la Großdeutschland (Gran Alemania).
No consiguieron el objetivo porque la recelosa Prusia prefería una Kleindeutschland (Pequeña Alemania) que excluyera a Austria; conseguiría su objetivo en 1871, al fundar Bismarck y el káiser Guillermo I el Imperio Alemán. Pero todo esto era ajeno a la humilde familia Voigt, que bastante tenía con mantener a los suyos con su trabajo de zapatero y costear la educación primaria del pequeño Wilhelm, que luego aprendió también el oficio en el taller paterno cuando fue expulsado de la escuela por un hurto que le costó catorce días de cárcel, en lo que fue su primer choque con la ley.
Pero no ganaban bastante para los dos, así que la pobreza fue la tónica para él en aquellos tiempos. Trató de sortearla pidiendo limosna, lo que le supuso un nuevo encuentro con la policía, ya que la mendicidad estaba prohibida. Todavía era muy joven, catorce años, y la cosa no parecía tener consecuencias; la realidad sería distinta y tremenda. Y es que, trabajando en Berlín por una miseria, decidió engrosar su parco jornal con un ingenuo pero ilegal ardid: alterar un giro postal por valor de un tálero añadiéndole un 2 a la izquierda, de manera que pasaba a valer 21.
El fraude quizá no hubiera tenido mayor trascendencia de no ser por sus antecedentes, que hacían de él un reincidente. Corría 1864 y la condena resultó desproporcionada: doce años de prisión que, como suele ocurrir a menudo, en lugar de redimirle le zambulleron definitivamente en el mundo de la delincuencia. No debió ser fácil para un adolescente temprano afrontar la vida presidiaria de entonces, a base de trabajos forzados, mala alimentación e incomunicación absoluta con el exterior, pero siempre parece haber luz al final del túnel y Voigt salió finalmente en libertad, dispuesto a empezar desde cero.
Era más fácil decirlo que hacerlo, eso sí. Incapaz de encontrar empleo y muriéndose de hambre, acabó aceptando la oferta de un compañero de prisión llamado Kallemberg, quien le propuso robar juntos la caja de los tibunales de justicia de Wongrowitz.
El plan fue descubierto y Voigt confesó ante la policía, creyendo que ello serviría de atenuante; no sólo no fue así sino que le impusieron una pena aún mayor que la otra vez, quince años. Cuando salió libre en 1906, logró emplearse como zapatero en Wismar por mediación del cura de la prisión, disfrutando de la que probablemente fue la etapa más estable y tranquila de su vida.
Lamentablemente, se trataba de un efímero espejismo. Tres meses después su pasado pesaba tanto que le expulsaron de la ciudad por considerarlo un peligro público y recaló en Mecklenburg-Schwering, donde ocurrió exactamente lo mismo. En aquella kafkiana situación, deambuló por una treintena de urbes sin poder permanecer en ninguna; pero tampoco podía salir el país, ya que sus entecedentes le imposibilitaban la obtención de un pasaporte. Así llegó al otoño de 1906, en el que dio el golpe que le cambiaría el futuro.
Residía con su hermana mayor Bertha y su cuñado Menz en Rixdorf, cerca de Berlín, donde trabajaba en una fábrica de zapatos, cuando dejó el empleo para llevar a cabo una alocada idea. Durante un tiempo había estado comprando en tiendas de segunda mano elementos de un uniforme militar; de capitán de la Garde-Regiment zu Fuß (Regimiento de la Guardia de Infantería), para ser exactos. Eran obsoletos pero tuvo tiempo de ensayar qué efecto producían en los soldados que encontraba en la calle, percatándose de que la disposición a obedecer a un superior hacía que siempre le identificaran con un oficial auténtico, sin fijarse en se trataba de ropa anticuada.
Por supuesto, no hacía eso por entretenimiento. El 16 de octubre se decidió, afeitó su barba dejándose un gran mostacho prusiano y en la avenida Seestraße de Neukölln, en el extrarradio berlinés, salió al encuentro de cuatro granaderos y un sargento que regresaban a su cuartel tras un cambio de guardia. Ordenó a los primeros que le siguieran para una misión especial anticorrupción y despachó al suboficial a informar a sus superiores. Luego incorporó a su grupo a otros seis soldados que venían de unas prácticas de tiro y subieron todos a un tranvía con destino a la vecina Köpenick, hoy absorbida por el crecimiento metropolitano de la actual capital alemana.
Tras apearse e invitarles a una cerveza, los condujo a la oficina de telégrafos local, donde prohibió a los encargados comunicarse con Berlín durante una hora por motivos de seguridad. Al igual que la tropa, todos obedecieron religiosamente, por lo que pudo acometer la fase decisiva de su plan. Al frente de sus diez hombres, entró en el ayuntamiento, colocó un centinela en cada puerta bloqueando el paso e hizo arrestar al tesorero, von Wiltburg, junto al alcalde, Georg Langerhans, acusándolos de irregularidades en la contabilidad municipal.
El proverbial militarismo germano facilitó el golpe. Según narró el famoso escritor Gilbert Keith Chesterton en un artículo para The Illustrated London News, cuando le pidieron una orden judicial «el capitán señaló las bayonetas de su soldado y dijo: «Éstas son mi autoridad». Luego, Voigt «confiscó» los decepcionantes 3.557,45 marcos que había en la caja, dejando a cambio un recibo que firmó como von Malzahn, el nombre del director de la última prisión en que estuvo, al que añadió «Hi1.GR», siglas de Hauptmann im 1. Garde-Regiment (capitán del 1º Regimiento de la Guardia).
Sólo quedaba la huida. Al salir del edificio, y pese a la multitud que se había congregado al correr el rumor de que había empezado una guerra, requisó dos carruajes en los que los granaderos debían trasladar custodiados al edil, su esposa y el tesorero hasta el Newe Wache de la capital (el cuartel de la Guardia) para proceder a interrogarlos; el resto del destacamento se quedaría vigilando el consistorio durante media hora. Entretanto, Voigt regresó a la estación ferroviaria y marchó a Berlín, donde cambió su uniforme por ropa de civil que adquirió en una tienda y desapareció sin dejar rastro (aunque algún testigo afrimaría haberle visto tomando algo entremedias en una cervcería de Köpenick, mientras esperaba el tren).
Evidentemente, el engaño se descubrió cuando los prisioneros llegaron a su destino y allí se comprobó que no había ninguna misión de ese tipo programada ni nadie que conociera a aquel capitán. Inmediatamente se dio la orden de busca y captura, pero únicamente se encontró su uniforme abandonado. El descarado impostor dio esquinazo a la policía entre la mofa general, pues la prensa -incluyendo la internacional- ensalzó su figura para criticar la torpe burocratización de la administración alemana, convirtiéndole en una especie de héroe popular. Le apodaron Hauptmann von Köpenick y en menos de veinticuatro horas ya circulaban postales y viñetas sarcásticas.
Por desgracia para él, había confiado su plan a Kallenberg, aquel antiguo compañero con el que había intentado robar en Wongrowitz, y éste le delató para cobrar la recompensa de 3.000 marcos que se ofrecía por información que llevase a su arresto. En efecto, diez días después del golpe las fuerzas del orden le echaron el guante y un par de meses más tarde fue condenado a cuatro años en la prisión de Tegel, por falsificación de documentos, fraude y detención ilegal. Una pena suave, sin duda, debido a que el juez consideró como atenuante que antes había intentado sinceramente reintegrarse en la sociedad sin conseguirlo y únicamente quería dinero para adquirir un pasaporte.
La opinión pública estaba tan claramente a su favor que Guillermo II le concedió un indulto apenas cumplió la mitad de la condena, el 16 de agosto de 1908; se decía que el káiser le veía con cierta empatía, como a un «sinvergüenza amable» que, encima, había puesto de relieve lo que ya había resaltado la prensa británica sobre la reverencia teutona por los uniformes, sólo que dándole la vuelta, en positivo, al demostrar «lo que significa disciplina», en palabras atribuidas no confirmadas. En cambio, sí es auténtico el comentario que en 1910 diría el diputado conservador Elard von Oldenburg-Januschau en un discurso: «El rey de Prusia y el káiser alemán deben poder decir en cualquier momento a un teniente: ¡Toma diez hombres y cierra el Reichstag!»
Sin embargo, al mismo tiempo, Hauptmann von Köpenick era una molestia porque simbolizaba, sin pretenderlo, a la oposición republicana contra el gobierno imperial. Por eso, cuando inició una gira por el país contando su «hazaña» en pequeños teatros de variedades, pubs y ferias, firmando fotografías y similares, las autoridades hacían acto de presencia para interrumpir las funciones, con la excusa de que era un expresidiario en libertad vigilada. Pese a todo, Voigt pudo visitar Leipzig, Kiel, Duisburg, Lindau, Dresde e incluso ciudades extranjeras como Viena o Budapest, dando además el salto a Francia y Holanda.
Se hicieron películas y comedias teatrales, y su fama cruzó el Atlántico. Se dice que al principio se le denegó el visado para entrar en Estados Unidos, donde también había apalabrado actuaciones, pero finalmente consiguió llegar vía Londres (hasta se le hizo una figura de cera en el Museo de Madame Tussaud’s) y Canadá. No obstante, no está probada su presencia en América y es posible que todo se tratara de un rumor desatado por un hecho que sí fue cierto: el circo estadounidense Barnum and Bailey financió su gira europea.
En 1909 publicó una autobiografía titulada Wie ich Hauptmann von Köpenick wurde. Mein Lebensbild (Cómo me convertí en el Capitán von Köpenick. Mi imagen de la vida), que tuvo unas ventas aceptables. Pero aquello tenía un recorrido limitado y al año siguiente, cuando empezó a apagarse la llama, se estableció en Luxemburgo, donde trabajó de camarero y zapatero. Llegó a ahorrar lo suficiente como para permitirse comprar un automóvil y una casa en la que residiría hasta su muerte. Ésta le llegó el 3 de enero de 1922, de una enfermedad pulmonar, tras quedar arruinado en la Primera Guerra Mundial.
Pero aún hay un epílogo memorable. Durante la procesión hacia el cementerio, el cortejo fúnebre se cruzó con un pelotón de soldados franceses cuyo oficial, al ver que el difunto era un capitán, mandó ponerse firmes y presentar armas. Pocos años antes, en plena contienda y estando ocupado Luxemburgo por el ejército alemán, había sido interrogado preventivamente; el teniente encargado dejó escrito en su informe: «Sigue siendo un misterio para mí cómo este pobre hombre fue capaz una vez de sacudir toda Prusia».
Fuentes
Historia mundial de nuestros grandes errores (Andrés Alba, Antonio Romero y Enrique López)/100 Jahre “Hauptmann von Köpenick” (Wilhelm Ruprecht Frieling en Beta Readers Edition)/Capitán de Copenhague. Cómo un zapatero alemán robó el ayuntamiento y se convirtió en un héroe nacional (Vladislav Burda en Chas.News)/Wikipedia
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