En el año 886 subía al trono bizantino un emperador que pasaría a la posteridad con el nombre de Leōn VI ho Sophos, es decir, León el Sabio (o el Filósofo), por su vasta cultura. Segundo de la dinastía macedonia, no estaba del todo claro si su padre fue Basilio I, como decía la versión oficial, o el predecesor de éste, Miguel III, pero aún así logró el nombramiento gracias a la mediación de una oscura mujer de la que no hay muchos datos ciertos y a las fabulosas riquezas que ella le legó: Danielis, a cuya memoria hay dedicada una calle en su Patras natal.
Miguel III, alias el Beodo, estaba al frente del Imperio Romano de Oriente desde el 842, tras suceder a su padre Teófilo con sólo tres años de edad y bajo la regencia de su madre Teodora, que se apoyó en un consejo formado por familiares (los hermanos de eśta, Tecla, Bardas y Petronas, más el logoteta del drocmo, Teoctisto).
Tuvieron la suerte insólita de que no hubo ningún intento de usurpación, lo que confirió estabilidad al período para poner fin a las herejías iconoclasta y pauliciana (la segunda relativamente, pues derivó en otra, la bogomila), frenar el expansionismo de los califatos abásida y fatimí, reorganizar las maltrechas finanzas y someter a la población del Peloponeso.
Miguel no fue educado adecuadamente y resultó ser un gobernante caprichoso, dominado por su tío Bardas, que logró dar un golpe de mano para apartar a los demás regentes y ser nombrado césar. La consecuencia fue una política exterior agresiva, conquistando Bulgaria, parte de Asia Menor, y expandiendo el cristianismo, aunque no pudo evitarse el llamado Cisma de Focio. Tampoco faltaron reveses, uno de los cuales, el ocurrido en Sicilia -donde sólo pudo conservar Siracusa y Taormina-, provocó un éxodo de sicilianos hacia el Peloponeso. En esa tierra meridional de Grecia tendría lugar el episodio que cambió completamente el panorama.
Fue en la ciudad de Patras, concretamente, a donde un paje de Teofilitzes (un pariente de Bardas) había sido enviado para sondear a Danielis, viuda de cuantiosa fortuna -seguramente heredada de un marido eslavo- cuyo poder creciente despertaba cierto recelo. Ese paje se llamaba también Bardas y era de origen macedonio, de familia campesina aunque luego se le adscribiría una ascendencia real vinculada a los Arsácidas de Armenia e incluso a Constantino el Grande. En realidad no se sabe con certeza su etnia, pero tradicionalmente se dice que él y los suyos fueron esclavos del khan Krum de Bulgaria hasta que lograron escapar a la Tracia bizantina, entrando al servicio del citado Teofilitzes.
En cualquier caso, su misión en Patras tuvo un éxito tan inesperado como provechoso para el imperio y para él mismo. Primero porque, en efecto, consiguió el favor de Danielis, que le dio una fortuna en propiedades y dinero durante los dos meses que permaneció allí aduciendo enfermedad (incluso después de que la delegación imperial retornase a casa); y segundo, porque también atrajo la atención de Miguel III, que tras contemplar sus habilidades físicas en la doma de caballos y la lucha libre le nombró parakomenos (literalmente «el que duerme al lado [de la cámara del emperador»] algo así como su guardaespaldas personal). Gracias a eso, aquel modesto pero ambicioso sirviente empezó a prosperar en la corte.
De hecho, se divorció de su esposa María para casarse con otra acorde a su nuevo rango, Eudocia Ingerina, que era una de las amantes del emperador. Ya metido de lleno en idiosincrasia bizantina, convenció a Miguel III para acabar con el césar Bardas y librarle de su influencia, ocupando él mismo su cargo. Eso fue en el 886 y ese mismo año ascendió a co-emperador. Algunos suponen que quizá entonces adoptó a un hijo ilegítimo de su nuevo señor y no reconocido hasta entonces (otros piensan que no lo adoptó sino que fingió no saber que no era suyo; luego lo veremos). Hablamos de León, el que reseñábamos al comienzo, que así pasaba a tener un padre y se convertiría en heredero legal.
Heredero porque cuando el emperador empezó a desviar sus favores hacia otro favorito llamado Basilikianos, al que concedió la inaudita gracia de calzar las botas rojas exclusivas del emperador, el otro decidió quitar a ambos de enmedio. La noche del 24 de septiembre del 867, mientras Miguel dormía una de las borracheras que le dieron su mote, un grupo de traidores encabezado por el protovestiarios (encargado del vestuario imperial) Rendakios les dio muerte a puñaladas. Así ascendió al trono aquel hombre de pobre origen, con el nombre de Basilio I el Macedonio.
No cabe duda de que buena parte de ese destino que él mismo se forjó se lo debía a Danielis, la mujer que conoció en Patras, que fue quien puso la primera piedra colmándole de riquezas. Ahora bien ¿quién era Danielis exactamente? Hay muy poca información sobre ella. Se sabe que se trataba de una aristócrata bizantina, viuda para más señas, propietaria de extensas fincas del Peloponeso, donde además poseía fábricas de alfombras y otros textiles. Todo ello, sin embargo, no explica por qué decidió favorecer a Basilio; es un dato que se ha perdido para la Historia. Lo que sí parece obvio es que acertó con su elección, porque aquel reinado fue próspero y duradero.
Basilio I se comportó de forma muy diferente a Miguel III. El nuevo emperador se mostró comedido y muy religioso, construyendo una imponente catedral, congraciándose con el papa de Roma sin someterse a él y combatiendo a los mencionados bogomilos (ascetas gnósticos declarados herejes). También obtuvo varios triunfos militares, sobre todo en Italia, donde recuperó a los musulmanes buena parte de Calabria (a costa de perder Siracusa y Malta, eso sí) y pudo así restituir el poder bizantino en el Mediterráneo, especialmente tras la conquista de Chipre.
Pero, sobre todo, el emperador reorganizó la economía y llevó a cabo una intensa labor legislativa, recopilada en sesenta tomos (Basilika) y otras obras menores (Eisagoge, Prochiron), que sería la base del derecho bizantino hasta el final del imperio.
En suma, el Imperio Romano de Oriente volvía a brillar y en ese contexto se enmarcó la visita que una Danielis ya anciana decidió hacer a su antiguo pupilo, entrando en Constantinopla sobre un palanquín cargado a hombros por una decena de esclavos y acompañada de un séquito formado por cuatrocientos hombres, cien eunucos y otras tantas doncellas, todos y cada uno llevando un regalo; un espectáculo considerado bastante extravagante incluso en aquella época. Basilio le mostró su agradecimiento nombrándola Basileomētōr (Reina Madre) y protospatharios (jefe de la guardia de corps) a su hijo Juan, además de colmarla de regalos.
Después de casi dos décadas de reinado, el emperador sufrió un grave accidente de caza en el cual su cinturón se enganchó en las astas de un ciervo y fue arrastrado por el animal varios kilómetros; las consiguientes heridas derivaron en fiebres que resultaron fatales. Basilio murió el 29 de agosto del 886 y quedó abierto el siempre espinoso problema de la sucesión. El primogénito, Constantino, había fallecido en el 879, por lo que el menor, Alejandro, había sido asociado al trono ese mismo año. El tercero en discordia era León, a quien Basilio detestaba porque estaba convencido de que en realidad era hijo de Miguel III.
Es más, temía que un día quisiera vengar al anterior emperador y, encima, su afición a los libros le hacía tan diferente a su presunto progenitor que éste le trataba con desdén. La relación se deterioró después de que falleciese Eudocia, la madre: León se mostró muy descontento de su matrimonio con la dama Teófano Martinakia (luego canonizada por la Iglesia Ortodoxa), impuesto por su padre para alejarle de su amante Zoe Zautzina -a la que simultáneamente casó con un funcionario menor- y su oposición empezó a ser considerada sospechosa de rebelión.
Hasta el punto llegó la desconfianza que Basilio le acusó de estar implicado en un complot contre él, mandando encarcelarlo. Eso provocó disturbios populares; cuando tres años más tarde le concedió la libertad, lo hizo amenazándolo con cegarlo (un sistema tradicional bizantino para impedir a alguien reinar, ya que ello suponía no poder representar el reflejo de la perfección divina). Por suerte para León, su tutor, el patriarca Focio, disuadió al emperador.
Suerte doble porque, curiosamente, Danielis apoyó la candidatura de León. Para ello le regó de dinero con el que atraerse a los círculos fácticos, caso de Estiliano Zautzez (el padre de su amante) o el eunuco Samonas, que se sumaron al mencionado Focio y otros altos cargos.
Y, en efecto, el que sería León VI logró hacerse con la corona; su primera orden, por cierto, fue disponer un nuevo y pomposo funeral en honor de Miguel III, cuyos restos mando trasladar desde el Monasterio Philippikos de Crisópolis, en la costa asiática del Bósforo, al mausoleo imperial de la Iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla, lo que sería un indicio más de que realmente era hijo suyo.
Danielis sobrevivió a su propio vástago, Juan, falleciendo en una fecha incierta. En el testamento legó todas sus propiedades y fortuna al emperador, incluyendo tres mil esclavos que el estado bizantino manumitió para enviarlos como colonos al sur de Italia.
Fuentes
A history of Greece. The Byzantine empire, pt. 1, A.D. 716-1057 (George Finlay)/Imagining the Byzantine past. The perception of History in the illustrated manuscripts of Skylitzes and Manasses (Elena N. Boeck)/Economic expansion in the Byzantine Empire, 900-1200 (Alan Harvey)/Byzantium, the empire of New Rome (Cyril A. Mango)/Bizancio (Franz Georg Maier)/Wikipedia
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.