Como si la Roma bajoimperial no hubiera tenido suficientes frentes que atender, en el siglo IV d.C. se le abrió otro tan inesperado como duradero -casi un centenar de años-, y con tintes un tanto surrealistas porque no se desarrolló contra enemigos externos ni internos sino que consistió en una dura controversia entre senadores cristianos y paganos por colocar o retirar una estatua de la Curia. Se la conoce popularmente como Guerra de las Estatuas, aunque en realidad sólo era una la protagonista: la de la diosa Victoria.

Victoria, como cualquiera puede deducir, era la divinidad de los triunfos, fundamentalmente -al menos en el caso romano- de los que se lograban en el campo de batalla. Por eso solía estar asociada a Belona, hija de Júpiter y Juno, hermana o esposa de Marte y, consecuentemente, diosa de la guerra (de hecho, probablemente era la deidad romana original en ese campo, siendo Marte una mera adaptación posterior del Ares griego). Si Belona tenía su santuario en el monte Palatino desde el siglo III a.C. hasta su desaparición por un incendio en el año 48 d.C., Victoria disponía de dos, uno también en la misma colina y otro en el Capitolio.

En realidad, esta diosa también era una importación de la mitología helena: la versión romana de Niké, debidamente combinada en triple sincretismo con la sabina Vacuna (que también aportó características a Ceres, diosa de la agricultura) y con Vica Pota (posiblemente una versión primigenia de la victoria derivada de la etrusca Lasa Vecu). Sin embargo, el ámbito de actuación habitual de Niké era el deporte, mientras que Victoria simbolizaba, sobre todo, el triunfo sobre la muerte y, por tanto, se vinculaba más bien con la guerra, de ahí que a menudo se mostrara sosteniendo un escudo.

La representación más famosa hoy de la diosa Victoria: la de Samotracia/Imagen: NakNakNak en Pixabay

Hija del titán Palas y la ninfa oceánide Estigia, Victoria tendría pues como hermanos a Zelo, Cratos y Bía (según otra versión, a Potestas, Vis e Invidia, e incluso a Eos y Selene). Su aspecto era de una figura femenina alada, llevando en sus manos una palma y la corona de laurel que entregaría al vencedor (o el scutum, como decíamos); esa imagen se volvería muy frecuente en la iconografía de la antigua Roma, apareciendo en monedas, enjutas (las esquinas que quedan entre un arco y las columnas que lo flanquean), metopas, etc. El hecho de que se parezca tanto al típico ángel cristiano, permitió que sobrevivieran muchas representaciones artísticas a las que, simplemente, se cambió la identidad cuando el estado adoptó esa religión.

Pero aquí vamos a hablar de una estatua de Victoria en concreto. La que se erigía en un altar ubicado dentro de la Curia Julia, el edificio donde solía reunirse el Senado. Ahí la mandó colocar Octavio Augusto en el año 29 a.C., para celebrar su triunfo en la batalla de Accio ante la flota de Marco Antonio y Cleopatra. La importancia de aquel enfrentamiento era tal -se quedaba solo con el poder- que ya antes había ordenado levantar un monumento en su propio castrum con los espolones de los barcos enemigos capturados, siguiendo probablemente el modelo de las columnas rostrales que construyó en Roma Cayo Duilio Nepote en el 260 a.C., tras vencer en Milas a los cartagineses.

La estatua en cuestión era de bronce dorado y no de factura romana sino griega: formaba parte del botín capturado en el 272 a.C. por las legiones a los tarentinos (Tarento era una ciudad helena de la Magna Grecia, es decir, el sur de la península itálica), tras derrotar a Pirro, rey del Epiro; por tanto, se trataba de una representación de Niké. La instalación del altar iba a servir, además, para acompañar la inauguración de la citada Curia Julia, que se llamaba así porque la empezó a construir Julio César en el 44 a.C. pero la había terminado Octavio, ya nombrado Augusto en el 27 a.C. El edificio se alzaba en el foro, no lejos de la Curia Hostilia y también tenía una estatua de Victoria coronando el frontón exterior.

Un sólido de Constantino II con la diosa Victoria en la otra cara/Imagen: Classical Numismatic Group en Wikimedia Commons

De este modo, el Altar de la Victoria pasó a ser un centro ceremonial importante, donde se oraba de forma periódica por el bienestar del imperio mientras se quemaba incienso y donde se juraba al asumir un cargo. Ese orden se mantuvo durante tres siglos, pero en el IV cambió considerablemente el panorama: el cristianismo no sólo había logrado sobrevivir a las persecuciones sino que se convirtió en un culto generalizado al que los emperadores ya no podían ignorar ni reprimir. Por lo tanto, era necesario conferirle legalidad y eso fue lo que hizo Constantino en el año 313 d.C., mediante el Edicto de Milán.

Los cristianos pudieron practicar sus ritos sin necesidad de esconderse y recuperaron las propiedades que les habían sido confiscadas, permitiendo a muchos recuperar su estatus anterior y ponerse al mismo nivel que los practicantes de la religión romana tradicional. Obviamente, no tardaron en saltar chispas, pues estos últimos no estaban dispuestos a perder terreno, y Victoria pasó a ser el objeto de las disputas entre ambos bandos. O, para ser exactos, la estatua que presidía el altar de Augusto, a la que los cristianos querían quitar por ser un símbolo demasiado visible -había pocos lugares tan públicos como aquél- del paganismo.

El tira y afloja empezó en el 357 d.C., cuando Constancio II, segundo hijo de Constantino y convertido a la fe cristiana, ordenó retirarla. No duró mucho el vacío, puesto que su primo Juliano, que recibió el apodo de Apóstata por pretender retornar a la religión tradicional, restableció a la diosa en su pedestal. Pero el intento pagano de este emperador sería inútil y todos sus sucesores reafirmaron el cristianismo, de ahí que, aunque Valentiniano I la mantuviera, su hijo Graciano volviera a bajar la estatua en el 382 d.C.

Juliano el Apóstata/Imagen: Ash Crow en Wikimedia Commons

Valentiniano, un militar de escasa formación, era cristiano pero tolerante, por lo que permitió la libertad de culto. Dos años antes, Teodosio había promulgado el Edicto de Tesalónica, que bajo el título Cunctos Populos convirtió al cristianismo surgido del Concilio de Nicea en la religión oficial del imperio. La medida no implicaba la proscripción de las otras religiones, que podían seguir practicándose, sino que iba dirigida más bien contra las herejías y, concretamente, contra las tesis arrianas.

En cambio, Graciano era un fervoroso creyente que atendió las demandas de aquellos senadores que eran devotos de Cristo, así como al prestigioso obispo de Milán, San Ambrosio, bajo cuya influencia se aplicó una política anti-pagana. También le influyó San Dámaso, papa famoso por ordenar a su secretario San Jerónimo la traducción de la Biblia al latín (la Vulgata) y que hoy es el patrón de los arqueólogos, curiosamente. Graciano proscribió los rituales religiosos paganos, se negó a asumir el cargo de Pontifex Maximus, presionó al clero de la religión tradicional, prohibió las donacionas a las vestales y confiscó las rentas de los senadores no cristianos, obligando a la ciudadanía a adoptar la fe nicena para imponerse al arrianismo y otras corrientes.

Ahora bien, esa tendencia cristianizante no fue óbice para que Valentiniano II, hermanastro del emperador, al que sucedió en el trono (con la ayuda de Teodosio, que reinaba en oriente y se encargó de eliminar al usurpador Magno Clemente Máximo), tuviera que replantearse el problema dos años después. Fue a iniciativa del senador Quinto Aurelio Simmaco, que desde su cargo de prefecto de Roma quería mantener las tradiciones y consideraba que era conveniente contar con el favor de Victoria para contener a los bárbaros, igual que antaño con Aníbal. Como Simmaco también era escritor, añadió motivos más hondos: la convivencia tolerante de dos credos distintos para buscar la verdad del universo.

Se lo pidió a Valentiniano en una carta que le remitió, titulada Relatio tertia in reptenda ara Victoriae. La propuesta fue denegada porque la corte estaba en Milán, sede episcopal del mencionado San Ambrosio, quien a su vez envió al emperador dos epístolas advirtiéndole de la incompatibilidad del verdadero Dios con los falsos. Así que el altar no fue restaurado, a pesar del malestar popular que causó la decisión. De hecho, se le presentó un futuro aún más negro en el 391 d.C., cuando Teodosio emitió una serie de decretos que acotaban aún más la prácticas paganas: prohibición de sacrificios (incluso en el ámbito privado), cristianización de los templos, sanciones para los bautizados que renegasen…

El edificio de la Curia Julia se alza sobre las ruinas del Foro / foto Rabax63 en Wikimedia Commons

Aunque inicialmente sólo se preveían multas, la resistencia a aceptar las leyes derivó en conflictos (el más grave quizá, el de Alejandría, donde acabó ardiendo el templo de Serapis) y en el 392 d.C. se dispuso la pena capital como disuasión. Sin embargo, Teodosio no aplicó esa represiva política con intensidad porque sabía que el grueso del ejército seguía fiel al antiguo culto y no quería arriesgarse a un motín, así que se contentó con llevar a la práctica unas pocas medidas, entre ellas la negativa a restaurar el Altar de la Victoria. Ahora bien, ésta terminó volviendo porque Teodosio gobernaba desde Milán, pero en Roma se había hecho con el poder Flavio Eugenio, un oscuro militar pagano (o cristiano tolerante, según otra versión) que hizo caso omiso de sus decretos.

Inevitablemente, acabaron enfrentados dos años después y el usurpador, derrotado, fue condenado; Victoria no le había agradecido su gesto y lo pagó siendo removida de su pedestal una vez más, la última. Teodosio falleció poco más tarde, en el 395 d.C., dividiendo el imperio entre sus dos hijos: Honorio en Occidente y Arcadio en Oriente. Ante el primero, que tenía su corte en Milán, se presentó Simmaco, inasequible al desaliento, encabezando una nueva delegación del Senado, donde aún eran mayoría los paganos, solicitando la reposición del altar. Corría el año 402 d.C. y su tiempo había pasado: Honorio no sólo lo rechazó sino que ordenó destruir el monumento.

En realidad no está claro si su final fue así exactamente. Hay historiadores que creen que esta guerra incruenta afectaba solamente al altar de Augusto y no a la estatua de la diosa, que habría permanecido siempre en su lugar (es un decir porque se sabe que varios incendios destruyeron el monumento y fue necesario hacer al menos una copia). De ser cierto esto, se ignora qué fue de ella, aunque lo más probable es que terminara condenada por la ley contra las imágenes paganas que, según el Codex Theodosianus (una recopilación legislativa impulsada por Teodosio II en el 429 d.C.) promulgó ese mismo emperador en el 408 d.C. Y es que el proceso de cristianización era ya imparable e irreversible; incluyendo a los senadores.


Fuentes

Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/La caída del Imperio Romano. El ocaso de Occidente (Adrian Goldsworthy)/Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano (Edward Gibbon)/Art on trial (Lindsay Powell en Karwansaray Publishers)/The Altar of Victory – Paganism’s last battle (James J. Sheridan en Persée)/The emergence of Christianity. Classical traditions in contemporary perspective (Cynthia White)/Tradition & diversity. Christianity in a world context to 1500 (Karen Louise Jolly)/Wikipedia


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