En una apartada zona rural del municipio de Rus (Jaen), enclavado en una hacienda olivarera que se extiende sobre el actual pantano de Giribaile, se encuentra un exclusivo monumento visigodo denominado como las Cuevas de Valdecanales. Su historia es la siguiente:
En los inicios de la Edad Media, la situación política de la Península Ibérica, de arraigada sociedad iberorromana, era tremendamente convulsa: los pueblos germánicos suevo y vándalo y el caucásico alano, la habían invadido y, tanto a través de foedus (tratados), como de conquistas, se habían apoderado de la mayor parte de su superficie; de esta suerte, solo la provincia Tarraconense seguía en manos romanas.
Ante esta situación -sintetizando un proceso largo y muy complicado a nivel politicomilitar-, el rey visigodo de Tolosa, Teodorico II, en connivencia con los romanos (incluso, a su petición), luchó contra los bárbaros invasores con el fin teórico de devolverle al Imperio su dominio territorial sobre Hispania.
Teodorico consiguió grandes victorias a partir de las cuales el mapa peninsular se fue reestructurando. Básicamente, los vándalos asdingos pasaron a África y los silingos fueron prontamente aniquilados por los visigodos; los alanos se habían fundido con la población autóctona (según recoge Paulus Orosius en su Historiæ adversus paganos «rápidamente cambiaron la espada por el arado y se hicieron amigos»); y el reino suevo se mantenía, muy mermado, en la región NO (terminó por desaparecer en el 585 bajo el ejército de Leovigildo). Así, la mayor parte de Hispania quedó bajo dominio de los visigodos, pueblo que ya no quiso devolver el poder a su supuesto legítimo propietario: el Imperio Romano de Occidente. De esta forma, dio comienzo una etapa que duraría algo más de dos siglos (mediados del V a comienzos del VIII) de dominación visigoda, interrumpida abruptamente por la llegada de los musulmanes.
Por otra parte, Justiniano I, del Imperio Romano de Oriente, estaba ávido por reconquistar los antiguos territorios, extendiendo sus incursiones circunmediterráneas hasta el SE hispano. Casi todo lo que es ahora Andalucía le fue arrebatada a los visigodos, instaurándose una etapa “bizantina” de corta duración (a caballo entre los siglos VI y VII) y de escasa presencia física e institucional, que, sin embargo, afectó de lleno a lo que hoy es la provincia de Jaén, debido a las reyertas visigodo-bizantinas a tenor de la demarcación de Orospeda. Prácticamente no se conoce nada sobre este periodo, ya que no existen apenas fuentes textuales, aunque podemos basarnos globalmente en la Historia Gothorum de Isidoro de Sevilla.
Por estas mismas fechas, el fenómeno eremítico llegaba a occidente y lograba su mayor desarrollo. Fue hacia el siglo III, que en Egipto comenzó una tendencia religiosa que preconizaba la vida en solitario y en condiciones de extrema dureza, al objeto de conseguir un mayor acercamiento a Dios.
Dicha tendencia se fue extendiendo inicialmente por Siria, Anatolia, N del Mediterráneo… para llegar a la península Ibérica, posiblemente, a finales del siglo IV (entró por la zona NE y se fue expandiendo paulatinamente por el resto de su territorio), si bien, de esta época, encontramos escasa presencia de su materialización, siendo a partir del siglo VI cuando abundan los testimonios físicos y documentales.
Este complejo movimiento espiritual se manifestaba a través de muy diversos nombres: anacoretas (vida aislada pero con alguna interrelación humana), ascetas (separados de la sociedad, buscan la purificación espiritual mediante la negación de los placeres terrenales -abstinencia-), monachoi (solitarios), eremitas (de eremus = desierto; viven en total soledad; el caso extremo son los reclusos, que se emparedan), cenobitas (retirados del mundo, pero formando una comunidad), etc., sin que actualmente podamos definir si cada uno de ellos respondía a una naturaleza individualizable y es ahora cuando no tenemos suficientes conocimientos como para deslindar las especificidades de uno u otro, o si también en su momento se le llamaba de forma indiscriminada, dentro del ámbito común de la vida contemplativa fuera del mundo, cuyas connotaciones particulares son, aparentemente, poco diferenciadas. A este respecto, según el testimonio de Isidoro de Sevilla, en el siglo VII existían solo dos tipos de monachoi: los cenobitas y los eremitas o anacoretas.
Así mismo, el lugar donde se asentaban estos monachoi, ya fuera individual o colectivamente, recibe diferentes denominaciones: monasterio (de mono = uno, en principio la celda donde vivía una única persona, aunque pronto pasó a tener el significado actual), cenobio y laura (centros colectivos, podían llegar a ser auténticos monasterios-aldeas o poblados monacales), etc., en función del régimen de vida que en el mismo se practicaba.
Y es hacia finales de la sexta centuria, envuelta en tan gran agitación política y no menos crispación religiosa, cuando se comienza la construcción del centro religioso de Valdecanales.
Excavado en un farallón rocoso de escasa dureza, este eremitorio visigodo cumple con los requisitos requeridos para la existencia de tal tipología de instalaciones, en las que se prima su ubicación en lugares rurales, de difícil acceso y lo suficientemente discretos y escondidos, como para poder mantenerse al margen de las frecuentes revueltas propias de momentos de cambios, cuales fueron los primeros siglos del cristianismo o el ulterior proceso de islamización. Adicionalmente, el sitio se ve favorecido por contar con una fuente de agua potable muy próxima y el propio río Guadalimar, que fluye por las inmediaciones. Ademas, la cercana villa romana de Torre del Obispo, según se conoce a través de investigaciones arqueológicas, mantuvo su explotación agropecuaria al estilo iberorromano durante varios siglos más allá de la caída del Imperio, lo cual induce a pensar que, por aquellos parajes agrestes tan poco frecuentados, los vaivenes políticorreligiosos no se hicieron notar demasiado.
El primer documento que menciona al eremitorio del que tengamos constancia, es de 1576, fecha en la que Felipe II, en base a una bula pontificia, enajena el caserío denominado como “El Mármol” al obispado de Jaén, redactándose para la toma de posesión un acta en la que se habla de una vieja construcción, sin que se describa pormenorizadamente, ni se le otorgue datación o vinculación funcional mas allá de que “parezia ser Edificio antiguo del Molino”. Sin embargo, ya en un documento fechado en 1675 referente al pago de unos trabajos de “escaramujo” y limpia de olivas, se denomina al lugar como “el ojo de las cuebas”, en referencia al manantial próximo (el ojo) y cuebas (la propia construcción).
A partir de este momento, según recoge Bartolomé Cartas, las noticias sobre Valdecanales se restringen a menciones generales incardinadas en los temas agrícolas, de suerte que el eremitorio como tal, no fue “descubierto” en su interés histórico-arqueológico, hasta 1968, de la mano de Rafael Vañó, siendo declarado Monumento Histórico Nacional en 1970. A partir de ese momento, se ha tomado conciencia de su valor por parte de diferentes entidades y administraciones culturales, lo que apenas ha paliado la absoluta desprotección física que sufre manifestada, sobre todo, en la zona externa, donde aparecen decenas de nombre y fechas grabadas en la blanda pared. No obstante, existe un buen entendimiento entre el ayuntamiento de Rus y la propiedad de la finca, en base al cual, el monumento se mantiene limpio y no hay dificultad de acceso para su visita.
En estos momentos, lo observable del enclave eremítico consiste, groso modo, en tres ámbitos excavados en el cortado rocoso y diferenciados entre sí, así como otra serie de rebajes y tallados de la piedra matriz, que confieren al conjunto un cierto urbanismo apreciable, principalmente, tanto en las vías de acceso que, esencialmente, son dos: la primera, sinuosa, rodea desde un lateral el espacio monacal; la segunda, frontal, salva la diferencia de altura con algunos escalones apenas tallados, como en el corte y alisamiento de ciertas rocas que flanquean, a modo de entrada, la subida a lo que sería una pequeña plazoleta, allanada artificialmente. Ademas, por todo el espacio circundante, existen también una serie de huecos de mayor o menor tamaño, realizados ex profeso y que debieron servir a la comunidad para situar diversos utensilios y enseres.
Desde el punto de vista artístico y arquitectónico, hay que destacar el frontal externo de la cámara mayor u oratorio, de mas de 17 m de longitud y un promedio de 5 m de altura, donde, aunque muy dañado por la erosión de la deleznable piedra, aun pueden observarse arcos ciegos decorados alternantes con veneras, intercalándose con otros en los que se abren pequeños vanos de forma tendente a oval; así mismo, se abren dos puertas, una de las cuales es más grande, circular y está tapiada con mampostería (debe ser muy posterior) y la otra es rectangular, terminada en arco de medio punto (aparece muy estropeada, pero por fotografías antiguas se puede conocer su auténtica morfología), pudiéndose intuir la existencia de capiteles sobre pequeñas pilastras a modo de jambas.
Todo ello está francamente deteriorado por lo que resulta difícil apreciar los detalles, sobre todo decorativos. Esta zona de mayor ornato, debió estar protegida del sol y la lluvia por un tejadillo o algún otro tipo de estructura adosada que conllevó la inserción en la pared de pequeñas vigas, ya que se aprecian huecos similares a pequeños mechinales sobre la banda labrada.
En el interior, este ámbito más o menos rectangular y expedito (aunque se marcan, gracias a toscos arcos escarzanos, diferentes espacios que determinarían tres naves), tiene dos pequeñas “ventanas”, una en altura y otra, cuadrangular (por su factura, parece posterior) a ras de suelo, que permiten la entrada de luz y ventilación; el “techo” es asimilable a una bóveda de cañón; y en el frente cuenta con ábside cupular, a mayor altura, cuya diferencia de cota se salva por una serie de estrechos escalones.
Parece que son apreciables arcos ciegos y decoración parietal, pero debido a la escasa iluminación y la degradación por causas tanto humanas (sobre todo hollín de hacer fuegos en su interior), como naturales (concreciones por filtraciones y desprendimientos de la roca soporte), apenas se pueden intuir.
La “cueva” que sirvió para baptisterio, a la que se sube por una escalera tallada en la pared natural se sitúa, algo distante, a la izquierda del oratorio, y es de menor tamaño. Con planta tendente a cuadrangular, techo más o menos en cúpula, cuenta con una hornacina mayor a la derecha y otros huecos menores, así como un pequeño poyete; está, hoy y día, pavimentada con pequeños cantos rodados y blanqueada hasta la mitad de su altura. Al exterior la pared se talla dejando grandes resaltes que serían utilizados como bancos.
El refectorio se ubica a la derecha del oratorio y, como en el caso del baptisterio, algo retirado del mismo. Es un tanto amorfo, y la bóveda que debió cubrirlo inicialmente apenas si se aprecia; presenta alacenas y pequeñas oquedades en los laterales de carácter funcional (para situar imágenes, lámparas o velas para iluminar…) sin que sea observable decoración alguna.
También hay que mencionar que en el interior del oratorio se conserva, en el suelo, una estela o lápida fracturada en dos pero completa, que tiene tallados una lábaro en la mitad superior y una cruz (de dibujo similar al de las órdenes Hospitalaria o Teutónica), en la inferior y cuya adscripción cronológica es poco clara pero, desde luego, moderna.
Es posible que el eremitorio tuviera dos fases de utilización diferenciadas: la primera, visigoda, a la que corresponde el grueso del conjunto; la segunda habría dejado su huella en algunas decoraciones y, tal vez, en pequeñas alteraciones estructurales, correspondiéndose a momentos mozárabes, etapa esta en la que, sobre todo en Andalucía oriental, se efectuaron numerosas edificaciones de connotaciones similares.
Finalmente, habría que resaltar que es el único eremitorio de Andalucía de esta tipología hipogea, que es uno de los mas antiguos de España, ya que se le otorga una datación en su primera fase de los siglos VI y VII y que reviste un tremendo interés histórico, arqueológico y religioso, que, además, armoniza con el paisaje de gran belleza en el que se inserta.
Este artículo es una colaboración de Esther Núñez Pariente de León, arqueóloga e historiadora del arte.
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