Probablemente uno de los sitios más extraños y atractivos de la España medieval sea un macizo montañoso ubicado en el extremo noroccidental de la provincia de Burgos, lindando ya casi con el norte de Palencia y el sur de Cantabria.

Un lugar llano del que parece emerger una rara masa orográfica de 1.377 metros de altitud, sita en el municipio burgalés de Sotresgudo, en cuya cima aún se pueden ver las maltrechas ruinas de una vieja ciudad llamada Amaya.

Fue la presunta capital del ducado de Cantabria y germen, en cierta forma, de la resistencia antiislámica que posteriormente derivaría en ese largo proceso denominado Reconquista.

Restos arqueológicos del castro de Peña Amaya/Imagen: Valdavia en Wikimedia Commons

Ese cerro, muy fotogénico por cierto, se denomina Peña Amaya y domina sobre todo el entorno, la Tierra de Campos. Se trata de un sinclinal calizo encuadrado en el Geoparque de las Loras y rodeado de páramos al que se puede subir por una pista de unos diez kilómetros de longitud que parte del vecino pueblo de Amaya -el moderno- hasta un aparcamiento que da acceso a los restos arqueológicos, aunque también es posible llegar por un sendero desde Puentes de Amaya, una localidad cercana abandonada. El yacimiento se extiende por cuarenta y dos hectáreas.

Amaya estuvo habitada desde la prehistoria, probablemente desde el período del vaso campaniforme. Ahora bien, los restos más antiguos de una ocupación estable (una espada, un hacha y fragmentos de cerámica) corresponden a la etapa final de la Edad del Bronce, hacia el siglo X a.C., evidenciando la existencia de un castro (poblado fortificado) prerromano.

Estela romana encontrada en Peña Amaya/Imagen: MottaW en Wikimedia Commons

De hecho, Amaya es una palabra de etimología indoeuropea que significa algo así como ciudad madre, es decir, capital.

Sin embargo, aunque seguía existiendo en la Edad del Hierro (etapa de la que también se han encontrado piezas, como fíbulas y monedas acuñadas en Segóbriga, en la actual provincia de Cuenca), no debía tener aún importancia considerable, pues apenas aparece nombrada en las fuentes clásicas frente a otro castro de la región, el de La Ulaña, que también está sobre un imponente farallón pero más grande y en el municipio de Humada.

La estratégica ubicación de Amaya la hizo convertirse en probable escenario de las Guerras Cántabras; al fin y al cabo, no lejos se encuentra Sasamón, antaño Segisama Iulia, que fue el campamento de la Legio IV Macedónica, una de las legiones que dirigió Augusto con el objetivo de someter a los indómitos cántabros y astures. La contienda se desarrolló entre los años 29 y 19 a.C.

La Cantabria romana/Imagen: Tony Rotondas en Wikimedia Commons

Como sabemos, los romanos terminaron imponiéndose y si bien en Amaya no se ha encontrado rastro de combates, pasó a ser sede de una guarnición, germen de la ciudad de Amaia Patricia. Como tal, pervivió con altibajos durante los siglos siguientes, con una posible decadencia en el III d.C., dada la escasez de restos arqueológicos, pero reviviendo en el IV y el V para entrar de lleno ya en la época visigoda.

Fue precisamente Leovigildo el rey que expandió las fronteras del Reino Visigodo de Toledo a casi toda la Península Ibérica, sometiendo primero a los bizantinos y luego a los suevos. En el contexto de la campaña contra estos últimos atacó también Cantabria, territorio que había permanecido más o menos independiente desde la caída de Roma pero que estaba bajo la órbita de los que consideraba «provinciae pervasores«. Esa campaña se desarrolló entre los años 574 y 581 d.C., precedida de la leyenda de la visión que habría tenido el ermitaño San Millán de la Cogolla acerca de la inminente destrucción de Amaya.

Extensión hipotética del ducado de Cantabria/Imagen: EfePino en Wikimedia Commons

A su término, se creó el ducado de Cantabria (que entonces se extendía hasta La Rioja y la Ribera Navarra), una demarcación dependiente de Toledo, de fronteras imprecisas porque eran tierras habitadas por pueblos diversos, como cántabros, caristios, várdulos, austrigones y vascones, e incluso se ha señalado la influencia del Reino Merovingio.

Su entidad real misma es discutida, aunque tradicionalmente se considera probada esa fundación por la firma de ocho duces provinciae en el XIII Concilio de Toledo del año 683; eran dos más que en el concilio anterior, celebrado en el 653, así que se cree que correspondían a los nuevos de Cantabria y Asturias.

Amaya, donde inicialmente se habían atrincherado los nobles cántabros, fue designada capital e incluso tuvo una ceca que acuñó monedas con la leyenda Leovigildus Rex Saldania Justus. Sin embargo, los visigodos nunca pusieron demasiado interés en las tierras septentrionales y no se sabe con exactitud cómo era la organización administrativa ni la función concreta del ducado. Se apunta a que su verdadero objeto quizá fuera servir de tapón ante las razias que realizaban los vascones para compensar la escasez de recursos que sufrían en sus montes.

El Reino de Asturias hacia el año 750 d.C./Imagen: Crates en Wikimedia Commons

Leovigildo terminaría en guerra con ellos coincidiendo con la rebelión en la Bética de su hijo Hermenegildo. Dejó la cosa encauzada para que sus sucesores los sometieran definitivamente y completaran la anexión de toda la zona, siendo Wamba el teórico fundador del ducado cántabro. Ahora bien, en realidad la parte norte de la península quedó más como tributaria que ocupada, tal como se deduce de la falta de vestigios visigodos en ella, por eso la primera mención directa al ducado cántabro no aparece hasta el 712, cuando los musulmanes ya llevaban un año en la Península Ibérica.

Fue en la Crónica Albeldense, conocida también como Cronicón Emilianense, un manuscrito en latín escrito por un monje en el 881, donde se identifica a uno de los reyes asturianos, Alfonso I el Católico, como hijo del dux Pedro de Cantabria, consuegro de Don Pelayo. Esa filiación aparece también en la Crónica Rotense, atribuida a otro monarca asturiano, Alfonso III el Magno, que reinó entre el 866 y el 910. En ella se dice que Pedro era «exregni prosapiem» (de estirpe real visigoda), quizá descendiente de Recaredo (el hijo de Leovigildo convertido al catolicismo), lo que justificaría el origen del Reino de Asturias.

Ilustración del Codex Conciliorum Albeldensis seu Vigilanus, una de las ocpias de la Crónica Albeldense/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ese neogoticismo fue impulsado por Alfonso III para fortalecer su posición, ya que la llamada Reconquista experimentó un considerable avance con él, hasta el punto de situarse la frontera con los musulmanes en el Duero y trasladarse la corte de Oviedo a León; por ello incluso introdujo dos títulos nuevos, puramente voluntaristas, que sus sucesores adoptarían asimismo: totius Hispaniae imperator (emperador de Hispania) e Hispaniae rex (rey de Hispania).

La Crónica Silense, escrita en el primer tercio del siglo XII, continúa esa idea justificativa y vincula al duque Pedro con Amaya al recordar su antiguo nombre, ya que la llama Patricia, apelativo asociado a los ducados desde tiempos bajorromanos.

Resulta obvio recordar que todo ello se debía a la invasión musulmana. Aprovechando la descomposición del reino visigodo por cuestiones sucesorias, el Califato Omeya consiguió conquistarlo tras desembarcar en la Península Ibérica en el 711, y someterla con relativa facilidad en apenas nueve años (seis más si se cuenta la parte transpirenaica). Lo facilitaron la debacle de Guadalete, el escaso apego de la población hispanorromana por los visigodos y la política de Tarik y Muza de acordar pactos de sumisión, pues salvo casos concretos (Sevilla, Córdoba, Mérida) apenas hubo oposición propiamente dicha por la incapacidad de los nobles para colaborar juntos en la defensa.

Campañas de la conquista musulmana/Imagen: NACLE en Wikimedia Commons

Camino de Astorga, Tarik alcanzó Amaya hacia el 712. Allí se había refugiado apresuradamente buena parte de la nobleza visigoda con lo que pudo sacar de Toledo. La ciudad cayó en manos enemigas, pero debieron irse porque las crónicas musulmanas reseñan que, dos años más tarde, Muza regresó con sus tropas y la saqueó por segunda vez, siendo entonces cuando el citado duque Pedro tuvo que ponerse a salvo al otro lado de la cordillera Cantábrica.

Se supone que llegaría a un acuerdo con Pelayo para organizar un núcleo de resistencia y lo selló casando a su hijo Alfonso con la hija del otro, Ermesinda, según la Crónica Albeldense. En el 739, Alfonso sucedería a Favila, el heredero de Pelayo al trono astur (cuyos hijos eran menores de edad), unificando los dominios de ambas familias.

Si los visigodos no habían mostrado demasiado interés por la Hispania septentrional, los musulmanes tampoco lo hicieron y después del discutido pero emblemático episodio de Covadonga, abandonaron la submeseta norte, lo que permitió a Alfonso I apoderarse de antiguos territorios del ducado de Cantabria.

Mapa político de la Península Ibérica en torno al año 1000 d.C./Imagen: Crates en Wikimedia Commons

Entre ellos figuraba Amaya, que fue repoblada de facto hasta que en el 860 se hizo una repoblación oficial por parte del primer comite regnante in Castella (conde de Castilla), Rodrigo, que puso a la localidad bajo protección del Reino de Asturias, en el que por entonces reinaba Ordoño I.

Fueron Rodrigo y su hijo Diego quienes fundaron Burgos en el 884. Al morir el segundo, Amaya pasó a manos de Nuño Fernández, quien medio siglo después trasladó la sede episcopal a los llanos, provocando así el inicio del progresivo declive de la ciudad.

Peña amaya. En primer término, ruinas arqueológicas; en segundo, el risco donde se asentaba el castillo/Imagen: Valdavia en Wikimedia Commons

Paradójicamente, las diversas aldeas que fueron brotando a su alrededor terminaron por restarle habitantes y actividad económica, pues el avance de la Reconquista ya dejaba la frontera con el Islam lo suficientemente lejos y además el creciente poder de la nueva nobleza tendió a convertir el lugar en el centro del señor local.

O eso se pensaba, ya que en el último cuarto del siglo X tuvo que sufrir una incursión a cargo del temible Almanzor. Éste se hallaba al servicio de Hixem II, hijo de Alhakén II, califa cordobés cuya esposa favorita era una sayyida (esclava) llamada Subh (o Aurora en su versión cristiana) que al quedar viuda entabló una relación con el propio Almanzor. La parte irónica de todo esto estaba en que Subh era vascona, por lo que en cierta forma estaría vengando el pasado sometimiento de su pueblo.

Por eso se levantó un castillo sobre el risco más alto del macizo. Fue cambiando de dueño y su beneficiaria final, la familia Lara, se hizo con él a finales del siglo XII. Para entonces, el primitivo pueblo en lo alto de Peña Amaya ya estaba en franco retroceso, y aunque el castillo aún se mantendría habitado un par de cientos de años más antes de quedar en ruinas, Amaya ya sólo era Historia mucho antes.


Fuentes

Los cántabros en la Antigüedad. La historia frente al mito: Amaya ¿capital de Cantabria? (Javier Quintana López)/Cantabria. Historia e instituciones (Alfonso Moure Romanillo, ed)/Peña Amaya y Peña Ulaña. Toponimia y arqueología prerromanas (Miguel Cisneros, Javier Quintana y José Luis Ramírez)/Excavaciones y exploraciones arqveologicas en Cantabria (Antonio García y Bellido, A. Fernández de Avilés y M. A. García Guinea)/El condado de Castilla, 711-1038. La historia frente a la la leyenda (Gonzalo Martínez Díez)/La historia de Asturias… en pedazos. Prehistoria. Asturias antigua. El Reino de Asturias. Su consolidación (Juan Carlos Cádiz Álvarez)/Wikipedia


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