La viruela, en tiempos pasados, causaba verdaderos estragos y era la luctuosa protagonista de millones de muertes a lo largo y ancho del planeta. Los historiadores estiman que en la Europa del siglo XVIII provocaba la muerte de alrededor de 400.000 personas cada año, muchas de ellas niños. Su índice de mortalidad rondaba el 30% de los contagiados, y los supervivientes, en no pocas ocasiones, quedaban ciegos o marcados de por vida con cicatrices en el rostro.


Afortunadamente para la humanidad, este virus fue desapareciendo paulatinamente hasta su total erradicación en 1980 gracias al descubrimiento de la primera vacuna por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) en 1796, un hallazgo que, a la postre, serviría para combatir múltiples enfermedades.

Lo que pocas personas saben y la memoria colectiva ha tendido a obviar es que, antes de la aparición de la vacuna en los albores de la modernidad, ya existía un método preventivo contra la viruela, ciertamente más peligroso y menos efectivo que el ideado por Jenner: la inoculación o variolización. La consolidación de este método en Europa no hubiera sido posible sin el concurso de una valiente y genial aristócrata inglesa, Lady Mary Wortley Montagu (1689-1762).

Inoculación en China, según tratado médico del siglo XVII / Foto History of Vaccines

Al contrario que la vacuna primigenia, consistente en la introducción en el organismo del paciente de viruela bovina, la inoculación implicaba inmunizarlo por el contacto con fómites o, más comúnmente, a través de la aplicación de costras de cepas débiles de viruela humana, generalmente molidas, por vía intranasal o subcutánea. La práctica estaba asentada en distintas latitudes desde hacía siglos o incluso milenios, dado que hay evidencias de su uso como remedio popular en regiones tan dispares como la India, África subsahariana o Europa.

En China, la inoculación aparece registrada ya en el siglo XI d.C. y fue patrocinada por los emperadores manchúes a partir del siglo XVII. Sin embargo, el remedio no fue conocido por la medicina occidental hasta principios del XVIII, cuando empezaron a difundirse en el entorno de la Royal Society británica informes y correspondencia sobre la variolización practicada en China, África y, sobre todo, en el Imperio Otomano. Es aquí donde entra en escena la protagonista de nuestra historia.

Lady Mary Montagu, cuyo apellido de soltera era Pierrepont, nació en 1689 en el seno de una aristocrática familia de Nottingham. De naturaleza despierta y soñadora, huérfana de madre a temprana edad, por designio paterno su educación fue encomendada a una institutriz, la cual jamás pudo satisfacer las infinitas ansias de conocimiento de su pupila. Ello no fue obstáculo para que la niña tratara de complementar su formación de manera autodidacta y furtiva, devorando los libros de la biblioteca familiar a horas intempestivas, a raíz de lo cual aprendió latín por su cuenta (lengua que rara vez aprendían las mujeres de la época) y se convirtió en una versada lectora y escritora con potencial, como atestiguan algunos poemas y romances que compuso a la edad de 14 ó 15 años.

Por iniciativa propia comenzó a cartearse con dos obispos anglicanos, uno de ellos Thomas Tenison (1636-1715), arzobispo de Canterbury, que pasaron a supervisar a distancia la educación de la joven. Al culminar la adolescencia, en los albores del Siglo de las Luces, Lady Mary se había convertido en una mujer instruida gracias a un espíritu libre, intrépido, curioso y filosófico en el sentido más literal de la palabra, cualidades que le permitieron superar las grises barreras que su tiempo imponía a la educación femenina.

En 1712 se casó con el diplomático Edward Wortley Montagu (1678-1761), con el que tendría varios hijos. A la postre la relación no fue venturosa y Lady Mary, cuya belleza e inteligencia llegaron a cautivar y desesperar al célebre poeta y amigo Alexander Pope (1688-1744), abandonaría a su marido para marcharse a Venecia con su amante, el ilustrado Francesco Algarotti (1712-1764). La aventura amorosa se frustró al cabo de pocos años mas la aristócrata, reacia a volver a las islas, se dedicó desde entonces a viajar por Europa, hasta que poco antes de su muerte, y ya viuda, decidió volver al Reino Unido.

Antes de que todo esto ocurriera, en 1716, tuvo lugar un acontecimiento que por partida doble marcó su vida y consagró la evocación colectiva de su figura para la posteridad: el viaje a Estambul. A raíz de su estancia por dos años en la ciudad del Bósforo, Lady Montagu escribió un conjunto de cartas de viajes que la hicieron célebre, y además propulsó la implantación de la inoculación turca en Europa.

El viaje vino motivado por la designación de su marido como embajador ante el Imperio Otomano, cargo en el que permaneció tan solo un año, aunque el matrimonio vivió en Estambul hasta 1718. En el plano estrictamente literario, Oriente inspiró decididamente a Lady Mary, quien demostró sus dotes como aguda y tolerante observadora de la realidad circundante, realizando una pormenorizada descripción de las gentes, costumbres, tradiciones, cultura y religión del país en una serie de misivas que posteriormente recopiló y editó, aunque no se publicarían hasta su muerte.

Cuadro de 1852 obra de William Powell Frith, en el que se recrea el jocoso rechazo de Lady Mary al poeta Alexander Pope, tras la declaración de amor de éste / Foto dominio público en Wikimedia Commons

Lejos de aislarse entre los muros de la embajada o limitarse a socializar con compatriotas o europeos residentes en la ciudad, Montagu, pese a vivir allí solo dos años, se empapó de la cultura otomana, vistiéndose en no pocas ocasiones con la indumentaria femenina local y codeándose con los lugareños, en especial las mujeres, a las que alaba constantemente en sus escritos. Sus Cartas desde Estambul sirvieron de inspiración a toda una generación de viajeros y escritores, siendo además una referencia para pintores de escenas orientales como Ingres.

Empero, del mismo modo que Estambul une geográficamente dos continentes, a principios del siglo XVIII fue el punto de encuentro entre Asia y Europa de una práctica profiláctica que salvaría miles de vidas. Montagu vino a ser la persona que facilitó la transición y logró que la conservadora Gran Bretaña adoptara la inoculación de la viruela, considerada en un principio por la medicina oficial como bárbara y estrambótica, por su rareza y su origen oriental, pese a las esperanzadoras noticias llegadas a la Royal Society a través de los médicos ejercientes en Estambul Giacomo Pylarini (1659-1718) o Emmanuel Timoni (1670-1718).

La viruela no era desconocida para Montagu, pues uno de sus hermanos había fallecido a causa del virus y en 1715 ella misma enfermó, superando el trance, que sin embargo le dejaría la cara desfigurada para siempre. Ya en suelo turco, y en una de sus correrías de exploración antropológica, fue testigo de una intervención inoculatoria, tal y como la practicaban los turcos. Así era descrita a su amiga Sarah Chisvell en carta fechada el 1 de abril de 1717:

La viruela, tan fatal y común entre nosotros, es aquí totalmente inofensiva gracias a la invención del engastado, como aquí lo llaman. Un grupo de ancianas se ganan la vida llevando a cabo la operación, cada otoño (…). Se corre la voz y se averigua quién está interesado en ser inoculado con la viruela (…), cuando se reúne un grupo de unos 15 ó 16, la mujer anciana llega con una cáscara de nuez llena de viruela, y pregunta qué vena del brazo o la pierna se ha de abrir. Entonces (…), con una larga aguja (…), deposita en la vena la máxima cantidad de viruela que puede acoger la punta de la aguja y, tras ello (…) abre cuatro o cinco venas más (…). Los inoculados (…) comienzan entonces a tener fiebre, guardan cama dos o raramente tres días. Pocas veces tienen más de 20 ó 30 pústulas en sus caras, que nunca dejan marca, y en ocho días están tan bien como antes de ser inoculados (…). Cada año miles se someten a esta operación, y el embajador francés afirma que aquí la viruela no asusta y es objeto de chanzas.

Convencida de la efectividad del método, en marzo de 1718 decidió inocular a su hijo de seis años Edward con la ayuda de Charles Maitland (1668-1748), médico adjunto de la embajada británica en Estambul. Algunos occidentales residentes en la ciudad imitaron su ejemplo, inoculando a sus propios hijos.

Al volver a su país natal en 1718, Lady Montagu cantó las alabanzas del procedimiento entre sus paisanos y la comunidad médica, que ya lo conocía por los debates e informes de la Royal Society, aunque recelaba de su eficacia real y señalaba los grandes riesgos que entrañaba una intervención en la que se introducía el virus en el organismo. Lejos de perder la fe, Lady Montagu emprendió una suerte de cruzada personal en defensa del nuevo método, luchando por su aceptación y difusión general. En 1721 un nuevo brote de viruela asoló Gran Bretaña, lo que le dio la arriesgada oportunidad de probar a todos en suelo inglés la efectividad de la inoculación en la persona de su hija Mary, de tres años de edad.

Pese a que Maitland, que también había vuelto a Inglaterra, intentó en un primer momento escabullirse, finalmente aceptó dirigir la intervención no sin antes dejar claro que no se hacía responsable si algo salía mal. En la operación, gracias a sus contactos y su pertenencia a la aristocracia, Montagu logró que estuvieran presentes como observadores varios médicos de la corte. De este modo el 11 de mayo de 1721 se practicó la primera inoculación oficial en suelo europeo con la intervención de la pequeña hija de Lady Mary. El resultado fue un éxito, y la noticia corrió como la pólvora por Londres. La mismísima Princesa de Gales, Carolina, se mostró interesada en el procedimiento. El coraje de Montagu, dispuesta a inocular a su propia hija con tal de probar a la intelligentsia del país la efectividad de un método extranjero desconocido hasta entonces pero que podía salvar millones de vidas, tuvo su merecido galardón con el patronazgo real, que allanaría mucho el camino.

A partir de este momento, el devenir del remedio siguió su cauce. Tras sucesivas pruebas en una prisión y un orfanato, los médicos reales comprobaron la eficacia experimental del método y su bajo índice de mortalidad, por lo que en 1722 fueron inoculadas las hijas de la Princesa de Gales, Amelia y Carolina. La expansión de la inoculación fue entonces ya imparable, especialmente en Reino Unido y las colonias americanas, recibiendo una acogida dispar en el continente según el país del que se tratara, aunque varios monarcas europeos ilustrados se inocularon para dar ejemplo a sus súbditos. El éxito del procedimiento en el mundo anglosajón explica que en la década de los 90 se llegaran a esbozar en Reino Unido planes de erradicación de la viruela, como el del médico John Haygarth (1740-1827), que proponía inocular paulatinamente a toda la población. George Washington (1732-1799) impuso en 1777 la inoculación obligatoria de todos los soldados del ejército continental que aún no habían contraído la viruela. En la América hispánica la inoculación se implantó en torno a la década de 1760, mientras que en España recibió un espaldarazo definitivo en tiempos de Carlos IV (1788-1808).

Dibujo de principios del XIX donde se comparan los progresos de sendas intervenciones de inoculación de viruela humana (izquierda) y de la recién descubierta vacunación de viruela bovina (derecha), 16 días después / Foto dominio público en Wikimedia Commons

Frente al 30% de mortalidad que en el Antiguo Régimen provocaba una epidemia de viruela común contraída de manera natural por la población, se calcula que la inoculación solo producía la muerte a un 2-3% de los pacientes a los que se introducía la viruela. Ello pone de manifiesto que el riesgo de la intervención era relativamente bajo y los pacientes, tras unos días de gravosa convalecencia, quedaban ya inmunizados ante la enfermedad.

Pese a todo, la inoculación podía devenir en ocasiones en tragedia: el rey inglés Jorge III (1760-1800) perdió a sus dos vástagos pequeños, Octavio y Alfredo, días después de someterse a la operación. Además, el paciente podía contagiar la viruela a otros en los primeros días, por lo que debía ser mantenido en estricta cuarentena durante toda la convalecencia posterior a la intervención.

Estos y otros inconvenientes hicieron que cuando en 1796 apareció la vacuna de viruela bovina, la vacunación sustituyera en unos pocos años a la inoculación, al ser más segura que el método promovido por Lady Montagu. En todo caso parece claro que la inoculación y su aceptación por la medicina occidental en el siglo XVIII constituyó un hito importante en la lucha contra la viruela, y despejó el camino para la exitosa era de las vacunas que llegaría un siglo después. Un hito que no hubiera sido posible sin el decisivo impulso de la intrépida Lady Mary Montagu, la madrina de la inoculación, que fue capaz de despejar los prejuicios del tradicional e inmovilista estamento médico de su tiempo.


Fuentes

Vaccination: A History from Lady Montagu to Genetic Engineering (Hervé Bazin, 2011) / Pox Britannica: Smallpox Inoculation in Britain, 1721-1830 (Deborah Christian Brunton, 1990) / Smallpox and its eradication (Fenner, F., Henderson, D.A., Arita, I., Jezek, Z. y Ladnyi, I.D., 1988) / XVII.es / Wikipedia.

Este artículo es una colaboración de Alejandro Bañón Pardo. Licenciado en Historia y con un máster en Gestión de la Documentación, Bibliotecas y Archivos. Actualmente cursa tercero del Grado de Derecho. ucm.academia.edu/ABañónPardo


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