No hace mucho, en 2004, un equipo de arqueólogos alemanes desenterró en el valle del Rin un delgado objeto tubular que inicialmente identificó como una lanza pero que, tras analizarlo con detalle, llegó a la conclusión de que era el conducto de una bomba de agua. Datado en más de milenio y medio de antigüedad, constituía la prueba material de algo que ya reseñaban las fuentes documentales sobre la antigua Roma: la existencia de un cuerpo de bomberos, que en el siglo I a.C. creó un oscuro senador llamado Marco Egnacio Rufo.
Por supuesto, es obvio que tuvo que haber precedentes, no sólo entre los romanos sino también en otras civilizaciones, pero no se trataba de un servicio organizado permanente. Durante la etapa republicana de Roma, la extinción de incendios era misión de los triumviri nocturni (vigilantes nocturnos), aunque sus limitaciones de equipamiento les hacían ocuparse más de la seguridad de los vecinos que de sofocar el fuego. A pesar de que las abarrotadas insulae (edificios de varios pisos, de ladrillo pero con vigas de madera y, frecuentemente, peligrosas tabernas con cocina en la planta baja) eran fuente de numerosos incendios, resultaba muy difícil afrontar el problema porque el mandato de los ediles, los magistrados que tenían las competencias, sólo duraba un año.
Asimismo, más de uno estará recordando en este momento que el honor de organizar un cuerpo de bomberos propiamente dicho debería ser más bien para Marco Licinio Craso, y no le faltaría razón. Aquel acaudalado aristócrata que alcanzó la fama por haber sofocado la rebelión de Espartaco, que llegó a formar parte del Primer Triunvirato con Julio César y Pompeyo, y que terminó perdiendo la vida en una fracasada campaña contra los partos, fundó un servicio antiincendios siguiendo una costumbre que se había empezado a imponer en su época: las brigadas privadas apadrinadas por los ciudadanos más pudientes.
Pero hay un detalle que hace inclinar la balanza hacia la iniciativa de Egnacio Rufo: los bomberos de Craso -unos quinientos- actuaban en nombre de éste y, dado que él era uno de los mayores especuladores inmobiliarios de Roma, lo hacían sólo si el dueño del edificio afectado aceptaba venderle su arruinada propiedad después; por supuesto, a un precio devaluado. De hecho, Plutarco cuenta que Craso también creó paralelamente un equipo de incendiarios, encargado de provocar fuegos y así garantizar el trabajo de sus bomberos (y, de paso, como vimos, proporcionarle un suculento negocio). En suma, era un cuerpo privado, mientras que el de Egnacio Rufo fue público.
Marco Egnacio Rufo pertenecía a la clase ecuestre y probablemente se trataba de un hijo del senador Lucio Egnacio Rufo, del que se sabe que ejercía la actividad de prestamista y mantenía amistad con Cicerón. Se ignora su año de nacimiento, aunque parece ser que inició su cursus honorum en el 22 a.C. como edil curul, la magistratura que, supeditada a la de pretor urbano, se encargaba de tareas como organizar los juegos, vigilar los pesos y medidas en los mercados y resolver pleitos comerciales. Dadas tales competencias, se entiende que fuera él quien impulsó el proyecto de los bomberos.
Como decíamos antes, Craso ya había hecho lo mismo pero bajo sus particulares y turbias condiciones, que pronto fueron vox populi. En cambio, el cuerpo creado por Egnacio Rufo tenía carácter público, en el sentido de que intervenía gratuitamente y encima a los ciudadanos no les costaba un sestercio. ¿Por qué? Pues porque el edil lo pagó de su bolsillo: los seiscientos bomberos que constituían la plantilla eran esclavos suyos. Y como la Roma de aquellos tiempos era una ciudad caótica desde el punto de vista urbanístico, susceptible de arder con facilidad -ayudada por los tórridos veranos, y ahí está el ejemplo de Nerón-, los incendios resultaban bastante frecuentes -en el 23 a.C. hubo uno bastante importante-, por lo que la nueva empresa tuvo ocasiones de sobra para lucirse.
Eso otorgó una gran popularidad a Egnacio Rufo. Tanta que, como reseña Valerio Patérculo, al año siguiente ya fue elegido pretor sin tener que esperar el preceptivo período entre ambas magistraturas. Pero la cosa no acabó ahí. Estaba lanzado, aspirando a aprovechar la cresta de la ola para continuar su meteórica carrera en el cursus honorum y ascender en la escala político-social, por eso en el 19 a.C, cuando falleció uno de los cónsules quedando el puesto vacante, Egnacio Rufo presentó su candidatura. Demasiada velocidad a ojos de Augusto, que estaba ausente pero se cree que encargó al senador Cayo Sencio Saturnino que lo impidiera.
Sencio era un antiguo seguidor de Sexto Pompeyo, el hombre que se había opuesto radicalmente al Segundo Triunvirato que formaron Octavio, Marco Antonio y Lépido, pero cuando su líder perdió el pulso con los triunviros -y la vida-, Sencio tuvo que desistir de la causa y, en un ejercicio de realpolitik, terminó deviniendo en partidario de Augusto -que recibió ese cognomen en el 27 a.C-. Éste, ante una crisis de subsistencias en el 22 a.C. y pese a renunciar al consulado, asumió poderes dictatoriales y tres años más tarde los mantenía, con autoridad en la práctica sobre los nuevos cónsules. Desde su dignidad de princeps había nombrado para el cargo a Sencio y Quinto Lucrecio Vespilón, siendo este último el fallecido.
El primero se dispuso entonces a obedecer la orden de su superior y bloquear el acceso de Egnacio Rufo, para lo cual le acusó de instigar una conspiración contra Augusto. Fuera cierto o no -y Séneca le implica en más de una trama-, el caso es que el ambicioso pretor acabó mal: detenido y ejecutado junto con algunos seguidores, (en su lugar se nombró cónsul sufecto -interino- a Marco Vinicio). La misma excesiva popularidad que le había encumbrado pasaba a ser su sentencia, al ser considerada peligrosa por Augusto. Ahora bien, eso no significaba eliminar lo que la había originado y tan buenos resultados estaba dando, así que el astuto Augusto creó un nuevo cuerpo de bomberos.
Según cuenta Suetonio, lo hizo a imagen y semejanza del de Egnacio Rufo, con seiscientos esclavos. Pero unos años después, en el 6 a.C., tras sofocar otro gran incendio, los sustituyó por libertos (esclavos manumisos) e incrementó su número hasta los tres mil quinientos, repartiéndolos en siete cohortes de medio centenar de hombres cada una. A cada cohorte, dirigida por un tribuno, se le asignaba la seguridad de dos de los catorce distritos romanos, estando equipadas con material similar al que usan hoy los bomberos: hachas, escalas de cuerda, garfios, grandes mangueras y bombas para echar agua -alcanzaban casi treinta metros- y otras herramientas variadas.
Sus miembros, que cobraban del estado y tenían derecho a un alojamiento en cuarteles, recibían el correspondiente entrenamiento, permaneciendo siempre un retén de servicio excubitoria, o sea, de guardia, en casetas ad hoc (una de las cuales aún se conserva en el Trastevere). Cada uno se especializaba en una misión, de modo que había reles de balde aquarii (portadores de agua), siphonarii (los que manejaban las mangueras), ignífugas centonarii (llevaban mantas empapadas en vinagre), etc. Sin embargo, trabajaban coordinadamente para, por ejemplo, formar cadenas humanas que llevasen baldes de agua desde los pozos hasta las llamas (según Tácito, Nerón ordenó que hubiera un pozo en cada casa) o derribar los edificios considerados insalvables para hacer cortafuegos.
Estaban al mando de un praefectus vigilum. Esta prefectura hacía alusión a la primigenia Militia Vigilum Regime, posteriormente rebautizada Cohortes Vigilum, cuyos integrantes combinaban tareas de extinción de fuego con vigilancia del orden público; una mezcla de bomberos y policías. El prefecto no era magistrado sino un militar designado específicamente, al principio entre los equites y más tarde también entre la clase senatorial, por un tiempo indefinido. Dependía del praefectus urbi, aunque su nombramiento y destitución eran prerrogativa directa del emperador. Con el tiempo, fue incrementando su importancia, diversificando y ampliando su ámbito de actuación al judicial, especialmente desde el mandato de Tiberio.
La popularidad del cuerpo fue creciendo y si los vigilii se empezaron a usar también como cuerpo militar auxiliar, en tiempos de Septimio Severo se les eximió de pagar impuestos. Porque los vigiles habían llegado para quedarse, dada su patente necesidad y su buen resultado. De hecho, Claudio creó en Ostia otro servicio antiincendios de setecientos hombres en el año 50 d.C. y poco a poco todas las poblaciones fueron incorporando el suyo, unas veces por iniciativa pública y otras por parte de los vecinos o de los collegiati (gremios de artesanos).
Cabe reseñar, como final, la curiosidad de que las mujeres podían formar parte de ellos y en algunos sitios había bastantes, como en Carintia, donde constituían un diez por ciento de la plantilla.
Fuentes
Historia romana (Dión Casio)/Vidas paralelas: Nicias-Craso (Plutarco)/Historia romana (Veleyo Patérculo)/Vidas de los doce césares (Suetonio)/Historias (Tácito)/Anales (Tácito)/Handbook to life in Ancient Rome (Lesley Adkins y Roy A. Adkins)/The Roman army. A social and institutional history (Pat Southern)/The firefighters of Ancient Rome (Jenelle Alcantara en MacQuarie University)/Wikipedia
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