Decir que hubo un emperador romano llamado Póstumo probablemente deje desconcertado a más de un lector, ya que ese nombre no figura en ninguna de las dinastías que gobernaron Roma: ni la Julio-Claudia, ni la Flavia, ni la Antonina, ni la Severa, ni la Constantiniana, ni la Valentinana, ni la Teodosiana, tuvieron a un Póstumo, como tampoco lo hubo entre los demás emperadores acreditados. Y, sin embargo, Póstumo se proclamó emperador… aunque no del Imperio Romano sino de uno de sus territorios, el Imperium Gallicum (o Galliorum).
Los romanos denominaron Galia a la amplia región que hoy ocupan Francia, Bélgica, el norte de Italia, la zona occidental de Suiza y las partes de los Países Bajos y Alemania que quedan al oeste del Rin, dividiéndola en Cisalpina (la más cercana a la península itálica, al sur de los Alpes) y Transalpina (al otro lado de esa cordillera, también conocida como Ulterior). Allí vivían los galos, un conjunto de pueblos diversos, generalmente agrupados bajo una cultura más o menos común y con lenguas procedentes del tronco celta.
Julio César los conquistó entre los años 58 y 51 a.C. Después, Augusto reorganizó administrativamente el territorio, creando cuatro divisiones: Gallia Aquitania, Gallia Belgica, Gallia Lugdunensis y Gallia Narbonensis. Esa estructura se mantuvo hasta que en la primera mitad del siglo III d.C., tras la muerte de Alejandro Severo y hasta la llegada de Diocleciano, el Imperio Romano se vio sacudido por cinco décadas de fuerte crisis en varios ámbitos: político, económico y social. Un contexto muy apropiado para aventuras personales como la emprendida por un oscuro personaje que vio la oportunidad de entrar en la Historia.
Se llamaba Marco Casiano Latinio Póstumo y es poco lo que sabemos de sus orígenes. Unos lo suponen bátavo porque llevaría a cabo numerosas acuñaciones de moneda en honor a divinidades que solía adorar ese pueblo, tales como Hércules Magusano o Hércules Dusoniense; otros, en cambio, opinan que sería galo, dado su comportamiento posterior. En cualquier caso, su humilde condición no sólo no le impidió ascender en su carrera militar sino que llegó a alcanzar un cargo importante, se ignora cuál exactamente, aunque hay quien apunta a general o incluso legado imperial (gobernador) de Germania Inferior.
Debía tener buenos contactos en la corte o haber demostrado una gran lealtad, pues parece ser que hasta se le pudo conceder un consulado honorario. Sin embargo, la crisis le puso en bandeja una ocasión que decidió no desaprovechar. En el año 259 d.C., el emperador Valeriano marchó a combatir a los persas, mientras su hijo Galieno -al que había asociado al trono- tuvo que ir también a vigilar las fronteras del este de Germania, en Panonia. Como se había percibido movimiento hostil entre francos y alamanes, a su vez dejó a su vástago Salonino el encargo de custodiar el oeste.
Para ayudarle, destinó a varios mandos, liderados por Silvano, su prefecto pretoriano, que además era su tutor y tenía la misión especial de asesorarle y protegerle ante la posible ambición de otros militares. Era lo prudente, pues entre ellos figuraba también Póstumo, quien tras aplastar en el 260 d.C. un intento de invasión de los francos, se había convertido en un general tan confiable en batalla como poderoso. En medio de esa compleja situación, llegó la noticia de que Valeriano había sido vencido, apresado y no había sobrevivido (le obligaron a tragar oro fundido, parece ser).
La conmoción fue tremenda: era la primera vez que un emperador caía preso del enemigo y el imperio perdía su pilar principal, por lo que se abrió la barra: hasta dieciocho generales intentaron hacerse emperadores. Póstumo supo pescar en río revuelto aprovechando una victoria que obtuvo, en compañía del gobernador Marco Simplicinio Genial, contra los jutungos (una tribu alamana): astutamente, repartió el botín entre la tropa en vez de enviárselo a Salonino y cuando éste lo reclamó, fingió que se veía obligado a entregarlo. Como esperaba, los legionarios se negaron y le aclamaron emperador, derrotando y capturando a Salonino y su prefecto, que no sobrevivieron.
Ahora bien, Póstumo debió de entender que aquel era un bocado apetecible pero peligroso. La historia demostraba que los generales que tomaban el poder tenían que hacer frente a otros candidatos igual de ambiciosos o más que ellos, acabando a menudo sin trono y sin vida, así que evitó Roma y se contentó con ser reconocido en buena parte de su imperio occidental: la Galia (excepto la Narbonense), Raetia, Hispania, Germania y, tras una rápida incursión entre el 260 y el 261 d.C., también Britania. Es lo que la historiografía reciente llama Imperio Galo.
De hecho, Póstumo acuñó en sus monedas los títulos de Restitutor Galliarum (restaurador de la Galia) y Salus Provinciarum (asegurador de las provincias); un año más tarde añadió el de Germanicus maximus, tras rechazar a los alamanes. Resulta curioso que sus monedas fueran de mayor calidad que las de Galieno y sus sucesores en estilo y valor, lo que constituye un indicativo de que la economía funcionaba mejor allí que en el resto del Imperio Romano.
Y es que, aunque no se trataba de un imperio propiamente dicho, ya que teóricamente reconocía la autoridad de Roma, en la práctica se crearon unas estructuras y magistraturas equiparables, caso de un senado y dos cónsules elegibles anualmente, un pontifex maximus, tribunos, guardia pretoriana… Muchos de esos cargos los acumulaba el propio Póstumo, obviamente, quien también estableció una capital cuya localización exacta no está clara, situándola unos en Colonia Agripina (actual Colonia), otros en Augusta Treverorum (Tréveris) y los hay que apuntan a Lugdunum (Lyon).
El gran mérito de Póstumo fue asegurar las fronteras del nuevo imperio. Primero logró abortar los dos intentos de recuperación por parte de Galieno, de quien se cuenta que, desesperado, retó a Póstumo a un duelo singular que el otro rechazó aduciendo que no era un gladiador y había sido elegido por los propios galos. El romano terminó reconociéndole porque le convenía tenerlo como tapón de la campaña hacia la península itálica de los alamanes. Luego frenó a éstos y a los francos, lo que trajo un período de tranquilidad laudado otra vez en las monedas con el lema Felicitas Augusti. Duró un lustro, desde el 263 hasta el 268 d.C. Tuvo que ser una traición la que pusiera fin a aquella etapa.
Paradójicamente, todo empezó con una ocasión para hacerse con Roma que Póstumo dejó escapar de forma incomprensible: Aureolo, general al mando de la ciudad de Mediolanum (Milán) le ofreció ponerse a su servicio tras rebelarse contra Galieno. Contar con aquella fuerza y base en Italia hubiera sido una gran baza para dar el golpe maestro, pero Póstumo no se mostró interesado y no acudió en ayuda de Aureolo cuando Galieno reaccionó y sitió Mediolanum. El emperador murió durante el asedio, sucediéndole por aclamación el general Claudio II Gótico.
Quizá Póstumo no tenía interés en Roma, como se ha dicho, o puede que no confiase en sus fuerzas, ya que en esos momentos el Imperio Galo sufría una degradación de la economía, acaso motivada por la interrupción del flujo de plata desde las minas hispanas o por el problema de mantener continuamente buenos salarios a las tropas para garantizar su adhesión. El caso es que en el 269 d.C., coincidiendo con la asunción por Póstumo de su quinto consulado, se sublevó Ulpio Cornelio Leliano, gobernador de Germania Inferior, a quien aclamaron emperador la Legio XXII Primigenia y la guarnición de Mogontiacum (Maguncia).
Póstumo derrotó a Leliano con facilidad tomando la ciudad. Pero cuando negó a sus hombres el permiso para saquearla, éstos se revolvieron contra él y le quitaron de en medio, nombrando en su lugar a un simple oficial llamado Marco Aurelio Mario. Por supuesto, no duró mucho: en dos o tres meses estaba muerto también y tomaba las riendas Marco Piavonio Victorino, un noble galo que había sido compañero de consulado de Póstumo y ahora ocupaba el tribunado de la guardia pretoriana.
El Imperium Gallicum se salvaba así, aunque mermado: Claudio II aprovechó la coyuntura para recuperar Hispania, Britania y las partes de la Galia Narbonense y la Aquitana de las que Roma había perdido el control antaño y que ahora volvían al redil porque el sur, al fin y al cabo, estaba más romanizado. Victorino intentó recuperar esos territorios -salvo Hispania, donde no le habían reconocido emperador-, pero infructuosamente, a pesar de que Roma tenía varios frentes abiertos en ese momento. Falleció a principios del 271 d.C., a manos de Atitiano, uno de sus oficiales, al parecer en una venganza por celos; el efímero emperador habría seducido a su esposa.
Según algunas fuentes, su hijo y heredero, Victorino Junio, habría caido junto a su padre, de modo que la viuda gastó una fortuna en sobornar al ejército para que divinizaran a su difunto marido y nombraran sucesor a Cayo Pío Esuvio Tétrico, que había sido senador y gobernador de la Galia Aquitania. Reinó asociado a su hijo Tétrico II, empleando la mayor parte del tiempo en rechazar los intentos de invasión germanos. Instalados en Tréveris, recuperaron zonas de las provincias galas perdidas y sofocaron el intento de secesión de la Galia Bélgica, donde el gobernador Faustino se proclamó emperador paralelamente, tal cual había hecho Domiciano II al morir Victorino.
Pero el verdadero peligro volvía a ser Roma. En la capital del imperio, Aureliano había descuidado el oeste al estar embarcado en una campaña contra la reina Zenobia de Palmira, de ahí la pérdida de la Narbonense y Aquitania. Pero regresó victorioso y decidió recuperarlas a principios del 274 d.C., derrotando contundentemente a Tétrico en Chalons; según fuentes, el vencido no se fiaba de sus propias tropas y pactó el resultado de la batalla de antemano. Quizá por eso no sólo le perdonó (y a su hijo) sino que además le nombró senador y gobernador en Italia, gracias a lo cual tuvo una vida larga y fallecería por causas naturales, años más tarde.
Era el final del Imperium Gallicum, uno de los exponentes más claros de la crisis del siglo III. Veinte años después se repetía el episodio en el norte de la Galia y Britania por cortesía de Carausio, del que ya hablamos aquí.
Algunos historiadores interpretan esas rupturas como los primeros e incipientes brotes de la disgregación del poder central que caracterizará el paso al feudalismo medieval, junto con la atomización militar, las invasiones bárbaras, la decadencia del urbanismo por la caída del comercio y unos cuantos factores más.
Fuentes
Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/Historia Augusta (Vicente Picón y Antonio Cascón, eds.)/Abridgement of Roman History (Eutropius, en Corpus Scriptorum Latinorum)/El mundo mediterráneo en la Edfad Antigua. El Imperio Romano y sus pueblos limítrofes (Fergus Millar)/La caída del Imperio Romano (Adrian Goldsworthy)/Rome and the worlds beyond its frontiers (Daniëlle Slootjes y M. Peachin)/Wikipedia
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