La Guerra de Sucesión española fue una contienda internacional en la que, a lo largo de doce largos años, las potencias europeas se disputaron colocar en el vacante trono de España a su candidato favorito -unos Borbón, otros Habsburgo- mientras trataban de hacerse con partes de su imperio ultramarino. El Tratado de Utrecht, firmado entre 1713 y 1715, puso fin al conflicto con victoria para los franceses, que situaron como rey español a Felipe V, el nieto de Luis XIV y María Teresa de Austria, y biznieto de Felipe IV de España. Pero la paz incluyó una serie de dolorosas cesiones territoriales, de las que Gibraltar sigue siendo un incómodo fleco pendiente.

En el cambalache final, el Archiducado de Austria renunció a la candidatura de Carlos de Habsburgo a cambio de recibir los Países Bajos españoles, el Milanesado, Nápoles y Cerdeña; Francia impuso a Felipe a costa de renunciar al Principado de Orange y entregar parte de sus territorios de Norteamérica y el Caribe a Reino Unido; las Provincias Unidas se quedaron con las últimas plazas españolas en Flandes; Portugal recuperó la colonia de Sacramento (en el actual Uruguay); a los Saboya se les entregaron Saboya, Niza y Cerdeña; Brandeburgo aumentó su extensión con Güeldres del Norte y la barrera de Neuchatel, convirtiéndose en el Reino de Prusia; y los británicos obtuvieron, aparte de lo reseñado, la concesión del asiento de negros español, Menorca y Gibraltar.

La isla balear había sido invadida en 1708 y permanecería en manos de Su Graciosa Majestad -salvo siete años en que los franceses la conquistaron- hasta que España la recuperó en 1782, en el contexto de la Guerra de Independencia de EEUU. En esa misma época, reinando ya el Borbón Carlos III, se intentó retomar Gibraltar pero la plaza fue capaz de resistir el asedio a que fue sometida entre 1779 y 1783, de la misma manera que había superado otros dos intentos previos (uno en 1704, al mes siguiente de perderse, y otro en 1727). Consecuentemente, continuó siendo británica y a partir de 1830 recibió el estatus de colonia, siendo su extensión ampliada por sus gobernantes a costa del istmo, que era una zona neutral. Las reclamaciones españolas de soberanía no han cesado desde entonces; ahora bien ¿cómo y por qué pasó a ondear la cruz de San Jorge en Gibraltar?

Europa después de la guerra de Sucesión, con los cambios territoriales estipulados en el Tratado de Utrecht: territorios cedidos a los Borbones (color crema), a los Habsburgo (verde claro), a los Saboya (rosa), a Prusia (azul) y a Reino Unido (rojo), el resto de colores corresponden a tratados posteriores/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

En 1700, la muerte del rey Carlos II sin dejar descendencia movilizó a los Habsburgo y los Borbón para reclamar sus derechos sucesorios ante las confusas circunstancias de la redacción del testamento. Ya hemos visto cuáles eran los esgrimidos por Felipe V; frente a él, el archiduque Carlos lideraba el bando austracista en repesentación de la dinastía que había reinado en España hasta entonces porque su madre, Margarita Teresa, era hija de Felipe IV. El enfrentamiento arrastró a casi toda Europa al año siguiente y en 1704 empezaron las hostilidades en suelo hispano, que se vio envuelto en un conflicto civil. La mayor parte de España apoyó al Borbón, pero la Corona de Aragón se inclinó en general por su rival.

Fruto de esa situación, la Península Ibérica se llenó de militares de distintas nacionalidades. Entre ellos figuraba George Rooke, un inglés nacido en 1650 que tuvo una carrera meteórica en la Royal Navy (fue capitán con sólo veintitrés años) y que, ya convertido en un veterano de múltiples contiendas, había sido ascendido a almirante en 1690. Cuando estalló la Guerra de Sucesión fue enviado a España -en alianza con el holandés Philips van Almonde- con la misión de apoderarse de Cádiz y cortar así el comercio transatlántico.

Las defensas de Gibraltar en 1704/Imagen: Falconaumanni en Wikimedia Commons

Sin embargo, era una ciudad bien defendida con varios fuertes y tuvieron que desistir, atacando a cambio la Flota del Tesoro en la bahía de Vigo, en lo que se conoce como Batalla de Rande. No pudieron hacerse con la plata americana, pero hundieron una treintena de barcos y lograron que Portugal se adhiriese a la causa austracista. Dos años después, Rooke unió su escuadra a la holandesa del príncipe Georg de Hesse-Darmstadt, virrey de Cataluña en nombre de Carlos III -como se proclamó el archiduque; no confundir con el Borbón posterior- para afrontar un nuevo objetivo: Barcelona.

El príncipe era popular allí desde que fue gobernador al final de la Guerra de los Nueve Años y esperaba que su presencia bastase para originar un levantamiento, así que se llevó una gran decepción al comprobar que el actual gobernador de la ciudad, Francisco de Velasco, permanecía fiel a Felipe V y el pueblo le secundaba. Ni el bombardeo ni el desembarco de una fuerza fueron bastante disuasorios y, como en el episodio gaditano, tuvieron que renunciar.

La presencia de las flotas francesas de Toulon y Brest, unidas bajo el mando de Luis Alejandro de Borbón, conde de Toulouse (era hijo bastardo de Luis XIV) , obligó a alejarse hacia el Estrecho de Gibraltar para enlazar con otra escuadra británica cuya anunciada llegada permitía equilibrar las fuerzas. Entonces se recibió la orden de atacar Cádiz otra vez. El Almirantazgo no renunciaba a su idea de hacerse con esa plaza porque era una zona de alto valor estratégico para controlar la entrada y salida al Mediterráneo. Así se había considerado ya décadas antes, en tiempos de Cromwell y Guillermo III. El problema era que ahora Rooke disponía de menos efectivos que dos años atrás y se mostraba remiso ante un nuevo fracaso, pero tampoco podía desairar al gobierno de la reina Ana.

El ataque a Gibraltar en un dibujo de un oficial británico/Omagen: dominio público en Wikimedia Commons

Fue Georg de Hesse-Darmstadt quien dio con una posible solución, proponiendo un objetivo alternativo. Gibraltar reunía esas mismas características estratégicas, con la ventaja de que se trataba de un lugar secundario, sin comercio, y por ello estaba mal fortificado. Los dos jefes tomaron la decisión en Tetuán, donde tenían fondeadas sus escuadras, y zarparon el 1 de agosto. Eran sesenta y un navíos de guerra que sumaban cuatro mil cañones y veinticinco mil marineros, además de una dotación de nueve mil infantes de marina. Enfrente sólo tendrían un centenar de soldados españoles y, si acaso, algo menos de medio millar de civiles armados, con unos cien cañones anticuados -sin apenas artilleros para manejarlos- y viejas fortificaciones de tiempos de Carlos I.

Al ver aparecer los barcos enemigos, el sargento mayor de batalla Diego de Salinas y el alcalde Cayo Antonio Prieto repartieron su exiguas tropas para tratar de contener el desembarco, inútilmente; éste se realizó con cuatro mil hombres, que lograron establecer un campamento desde donde se envió el correspondiente ultimátum a entregar la plaza y reconocer la legitimidad del rey Carlos III. La respuesta fue negativa y al día siguiente, tras una nueva en infructuosa instancia a rendirse, se preparó todo para iniciar los bombardeos desde la flota, aunque un fuerte viento obligó a posponerlos. Pero sí empezaron las hostilidades, pues unas lanchas cañoneras asaltaron un buque francés y los marines tomaron posiciones en el istmo durante la noche.

Los defensores del Peñón se despertaron el 3 de agosto con el ruido de los cañonazos, que duró varias horas -sa calculan unos quince mil disparos- y obligó a evacuar a los cinco mil habitantes -salvo los milicianos reclutados- hacia Punta Europa, el extremo meridional. El contingente de catalanes austracistas se apoderó de lo que hoy es Catalan Bay y los infantes de marina hicieron otro tanto con el puerto, aunque muchos perecieron en la explosión de la torre, que había sido minada. Quedaba prácticamente expedito el paso hacia el pueblo, razón por la que muchos vecinos regresaron para proteger sus casas; se hizo un disparo de advertencia para que volvieran atrás, pero el resto de navíos lo confundió con una señal para reanudar el fuego.

Distribución de las tropas anglo-holandesas/Imagen: Falconaumanni en Wikimedia Commons

No obstante, esos civiles insistieron en retornar y fueron apresados por las tropas, lo que a la postre sería decisivo para el desenlace de la batalla. Y es que, si bien Rooke dio orden de que no se los maltratara (la mayoría eran mujeres, niños y ancianos), los defensores recordaban las tropelías británicas en Cádiz y entendieron que los habían tomado como rehenes, accediendo a capitular. En realidad aún podían haber resistido en espera de ayuda. Se firmó la rendición el 4 de agosto y los vencedores garantizaron la integridad de las propiedades y privilegios de los gibraltareños si éstos reconocían la su autoridad de Carlos III.

Pero únicamente setenta optaron por quedarse, en su mayor parte enfermos. Los demás -salvo los franceses, que fueron retenidos como prisioneros- prefirieron irse y se les permitió hacerlo con lo que pudieran cargar, al igual que la guarnición pudo marchar con sus armas y banderas. La razón no fue sólo negarse a acatar al rey Habsburgo sino también los desmanes que protagonizaron, como se temía, los marineros y soldados, tanto británicos como holandeses, con saqueos y profanación de iglesias, algo que exacerbó a los vecinos y les llevó a atacar a algunos de ellos. Finalmente, los mandos lograron restablecer el orden pero ya habían perdido la posibilidad de atraerse el favor de aquellas gentes.

El último de Gibraltar, cuadro de Augusto Ferrer-Dalmau representando a Diego de Salinas/Imagen: Augusto Ferrer-Dalmau en Wikimedia Commons

Por otra parte, como cabía esperar, era inevitable un contraataque y así fue. Se trató, de hecho, del mayor enfrentamiento naval de la Guerra de Sucesión, que enfrentó a la escuadra de Rooke con la hispano-francesa mandada por el conde de Toulouse y el almirante d’Estrées, aquella que les había obligado a alejarse de las aguas de Barcelona. La Batalla de Vélez-Málaga, como se la conoce, se libró el 24 de agosto y duró once horas, al término de las cuales Rooke tuvo que retirarse por faltarle munición; los otros hicieron lo mismo y el choque se resolvió con numerosas bajas -el famoso Blas de Lezo, entonces adolescente, perdió una pierna-, pero ningún barco fue hundido ni capturado.

Un empate, por tanto, aunque unos y otros se atribuyeron la victoria y a la larga los españoles salieron perjudicados por dos razones. La primera fue que la flota del conde de Toulouse volvió a puerto sin apoyar las operaciones de asedio que se empezaban a organizar -bastante improvisadamente- bajo la dirección del capitán general de Andalucía, el marqués de Villadarias.

La segunda, derivada de la anterior, que Gibraltar permaneció en manos de los británicos, algo a menudo considerado un acto de piratería puesto que en sentido estricto, no estaban en guerra con España sino que sólo apoyaban a uno de los pretendientes al trono. ¿Hubiera sido igual de haber ganado el bando austracista?


Fuentes

Naves mancas. La Armada española de Cabo Celidonia a Trafalgar (Carlos Canales y Miguel del Rey)/La Guerra de Sucesión en España (1700-1714) (Joaquim Albareda Salvadó)/1704: Gibraltar en el marco de un conflicto europeo (José Calvo Poyato en Almoraima. Revista de Estudios Campogibraltareños)/Yanitos. Viaje al corazón de Gibraltar (1713-2013) (Juan José Téllez)/Gibraltar. A modern history (Chris Grocott y Gareth Stockey)/Wikipedia


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