Hace tiempo publicamos un artículo en el que contábamos cómo la española Isabel de Barreto fue la primera mujer almirante de la historia. En realidad hubo al menos un precedente que, eso sí, tenía sobre ella la ventaja de ser reina y por tanto la potestad de ponerse personalmente al frente de una escuadra: Artemisia I, soberana caria de Halicarnaso, que dirigió los cinco barcos que su satrapía aportó a la flota del soberano persa Jerjes I para combatir contra los griegos en las batallas de Artemisio y Salamina.
A más de uno se le habrá venido a la cabeza un título cinematográfico del año 2014: 300, el origen de un imperio, secuela de la celebérrima y exitosa 300, una adaptación de la novela gráfica de Frank Miller.
En ella, la francesa Eva Green interpretaba a una Artemisia que no se conformaba con ostentar el mando naval sino que luchaba como una guerrera más. Pero no era la primera en asumir ese rol, puesto que en 1962 ya lo había hecho la británica Anne Wakefield en El león de Esparta, la película que, por cierto, inspiró a Frank Miller para hacer su cómic, según confesó él mismo.
La magia del cine seguramente habrá hecho crecer el interés por este personaje que producía admiración en la Antigüedad, entre ellos historiadores como el macedonio Polieno o el romano Justino, quien alabó la astucia y valentía demostrada por aquella mujer en un mundo -el de la guerra- esencialmente masculino.
El primero, por su parte, dejó testimonio de una audaz estratagema para tomar Heraclea de Latmo, organizando una fiesta extramuros que hizo salir a los defensores (un episodio que en realidad debió protagonizar Artemisia II, la constructora del famoso mausoleo de Halicarnaso, un siglo más tarde). Otro que la elogió fue su compatriota Heródoto, que además resaltó la influencia que Artemisia ejercía sobre Jerjes I.
En cambio, otros no dejaban de considerarla una enemiga al servicio del odiado Rey de Reyes y la criticaron por sus acciones igual que hubieran hecho de haberse tratado de un hombre.
Es el caso de Tésalo, un médico que, méritos propios aparte, fue célebre por ser hijo de Hipócrates y acusó a Artemisia de querer destruir la isla de Cos por su resistencia a aceptar la autoridad persa, aunque la intervención de los dioses hundió sus barcos y la hizo huir (eso sí, más tarde regresó y conquistó la isla). Al fin y al cabo, Artemisia era griega, de padre cario y madre cretense; por tanto, una traidora a sus ojos.
Halicarnaso, la ciudad donde ella nació en una fecha incierta del siglo V a.C., tenía origen heleno. Pero al estar situada en la costa sudoccidental de Caria, en Asia Menor, fue incorporada al Imperio Aqueménida por el general Harpago -en nombre de Ciro II- tras aplastar la rebelión del rey lidio Creso, allá por el año 545 a.C. Los persas concedieron a los carios cierta autonomía pero con la Rebelión Jónica, en la que las urbes griegas de Asia Menor se alzaron contra Darío I, éste decidió someterla y convertir Halicarnaso en una satrapía. De hecho, el padre de Artemisia fue el sátrapa Lígdamis I, que gobernó entre el 520 y el 484 a.C. fundando una dinastía de tiranos que controlaron el poder en la región.
De Artemisia, que sucedió a su progenitor cuando falleció dada la ausencia de un heredero varón (debería haberlo hecho su hijo Pisindelis, pero era menor de edad), no está claro el origen de su nombre, ni si éste es de procedencia frigia o persa (en cuyo caso la raíz arta, art o arte significaría grande o sagrado), aunque parece obvia la relación con Artemisa. Se trataba de la diosa de la fauna salvaje, la virginidad, los nacimientos y la caza, de ahí que algunos expertos se inclinen por una etimología referente a arquera, pura o doncella; como esa divinidad era de las más antiguas del panteón, es posible que su nombre sea pre-helénico.
El episodio que ha hecho entrar a Artemisia en la Historia por la puerta grande es su participación en la Segunda Guerra Médica y, más concretamente, en la campaña que Jerjes I desató contra la Grecia continental con el objetivo de invadirla y castigar el haber inducido a la insurrección a las ciudades-estado jonias. El plan inicial fue de su padre Darío, pero éste murió durante los preparativos y su hijo decidió continuarlo tras aplastar otra revuelta en Egipto. Los momentos más conocidos de las primeras operaciones fueron el paso del Helesponto mediante pontones y la excavación de un canal a través de la península del Monte Athos, en la región griega de la Calcídica, para evitar el rodeo que debería dar si no su flota y, así, no exponerla a la meteorología adversa.
Las polis griegas se unieron para hacer fente al peligro pero el ejército persa era tan colosal que la clave de la contienda no iba a estar en tierra sino en el mar, tal como preveía el ateniense Temístocles, que por eso había impulsado la construcción de una enorme flota de más de doscientos trirremes, cuyo mando asumió personalmente. El primer choque con la colosal armada persa fue en el cabo Artemisio. El navarca persa, Aquemenes, había visto cómo una fuerte tempestad que duró dos días le hacía perder un tercio de sus barcos, pero aún así triplicaba en número a los griegos, lo que le daba confianza para ir más allá del mero apoyo al ejército que avanzaba por tierra.
La batalla se dio frente al litoral de Eubea y duró tres jornadas. En la primera, los persas esperaban que el enemigo huyera y fueron desbaratados por sorpresa cuando en vez de eso atacó inesperadamente y les hizo perder una treintena de naves. La llegada de otra tormenta obligó a un aplazamiento y al día siguiente, mientras espartanos, focios, tebanos y tespios caían en las Termópilas, abrumados por la superioridad de efectivos del rival, Aquemenes empleó el tiempo en recomponer su flota mientras los griegos, reforzados por medio centenar de trirremes atenienses, acababan con los barcos que habían quedado aislados.
La tercera jornada fue la definitiva. Temístocles distribuyó sus barcos amparándose en el estrecho y bloqueándolo mientras los persas trataban de rodearlos. Combatieron durante horas y ya caía el sol cuando los griegos, habiendo recibido la noticia de la derrota de Leónidas y considerando que no podrían resistir mucho más, se retiraron hacia Atenas, donde parece ser que las tropas persas ya estaban ocupando la ciudad. Temístocles tenía en mente dónde se daría el que probablemente sería el enfrentamiento decisivo: la bahía de Salamina, idónea para la encerrona que estaba planeando.
Ello requería que la flota persa atacase precisamente en aquel escenario y no en mar abierto, así que, mediante un criado llamado Sicino, envió un mensaje a Jerjes I engañándole para atacar: le decía que en realidad Atenas estaba dispuesta a reconocer su autoridad, que los mandos griegos estaban enfrentados entre sí y los peloponesios iban a irse esa misma noche. Jerjes, que deseaba una victoria rápida y contundente, cayó en la trampa a despecho de Artemisia, que le desaconsejó entrar en aquella bahía tan estrecha, siendo al parecer la única de los comandantes que se atrevió a discutirle cuando les consultó a través del jefe de su ejército, Mardonio:
—«Harásme, oh Mardonio, la merced de decir al rey de mi parte, que yo, que no me porté enteramente mal en las refriegas pasadas, aquí cerca de Eubea, ni dejé de dar pruebas bastantes de mi valor, hablóle ahora por tu boca en estos términos: Señor, mi fidelidad en todo rigor de justicia me obliga a que os descubra ingenuamente lo que juzgue por más conveniente a vuestro servicio: hágolo, pues, diciéndoos que guardéis vuestras naves y no entréis con ellas en batalla, pues esos enemigos son una tropa tan superior en el mar a la vuestra, cuanto lo son los hombres en valor a las mujeres. Y ¿qué necesidad tenéis vos, ni poca ni mucha, de exponeros a una batalla naval? ¿No os veis dueño de Atenas, cuya venganza y conquista os movió a esta expedición? ¿No sois señor de la Grecia toda, no habiendo ya quien salga a detener el curso de la victoria? Los que hasta aquí se os han puesto delante, han llevado, y llevado bien, su merecido. Aun más, señor: quiero representaros el paradero que a mi juicio tendrán los asuntos del enemigo. Si no os apresuráis a dar la batalla por mar, antes bien continuáis en tener la armada en estas costas o la mandáis avanzar hacia el Peloponeso, no dudéis, señor, que veréiscumplidos, los designios que os han traído a la Grecia; porque no se hallarán los griegos en estado de resistiros largo tiempo, sino que les obligareis en breve a dividir sus fuerzas partiéndose hacia sus respectivas ciudades.
Heródoto, Historia VIII.68
Heródoto añade que los mandos persas temían que Jerjes castigase la osadía de Artemisia pero, en lugar de eso, no sólo apreció aquel consejo en su justa medida sino que «aunque ya antes la tenía por mujer de mérito, la estimó entonces mucho más». Sin embargo, no le hizo caso porque creía que el decepcionante resultado de la batalla anterior se debía a que él no estuvo presente; en esta ocasión sí presenciaría el enfrentamiento -desde el monte Egaleo- y se aseguraría de que sus capitanes estuvieran a la altura de las circunstancias. O eso pensaba porque, como sabemos, Salamina le supuso una derrota estrepitosa.
Lo cierto es que, tal como planeó Temístocles, la ingente cantidad de barcos persas hizo que se estorbasen unos a otros en las reducidas dimensiones de la bahía y anulasen su superioridad numérica; según las fuentes de la época, su flota sumaba mil doscientas siete naves (si bien los historiadores actuales rebajan esa cantidad a poco más de la mitad) frente a la griega, que no llegaba a cuatro centenares. De ellas, Artermisia estaba al mando de cinco de los setenta trirremes aportados por Caria: los de las ciudades de Halicarnaso y Calinda, y los de las islas de Cos y Nísiros; según Heródoto, «tenían fama de ser los mejores de toda la flota después de los de Sidón».
Un comentario significativo, teniendo en cuenta que los historiadores de la época adjudicaban a las embarcaciones y tripulaciones persas una calidad superior a la de sus adversarios. Pero no fue suficiente. Los griegos embistieron con sus espolones la primera línea enemiga, empujándola contra la segunda y a ésta contra la tercera. Eso sembró un caos en las filas de Jerjes que se acrecentó cuando su hermano Ariamenes, que estaba al mando, cayó mortalmente herido. La flota quedó partida en dos y la escuadra fenicia, considerada la élite, terminó embarrancando en la costa.
En medio de aquel pandemónium, tampoco Artemisia pudo hacer gran cosa salvo tratar de ponerse a salvo porque la perseguía un barco ateniense. Heródoto da cuenta del episodio:
Artemisia ejecutó una acción que la hizo aún más recomendable de lo que era ya para con el soberano, pues cuando la armada de éste se hallaba en mucho desorden y confusión, hallóse la galera de Artemisia muy perseguida por otra ateniense que le iba a los alcances. Viéndose ella en una apretura tal que no podía ya salvarse con la fuga, por cuanto su galera, hallándose puntualmente delante de los enemigos y la más próxima a ellos, encontraba a su frente con otras galeras amigas, determinóse a aventurar una acción que le salió oportuna y ventajosamente. Sucedió que al huir de la galera ática que le daba caza, topó con otra amiga de los Calcidenses, en que iba embarcado su rey Damasatimo, con quien, estando aun en el Helesponto, había tenido no sé qué pendencia. No me atrevo a definir si por esto la embistió entonces de propósito, o si fue una mera casualidad que se pusiese delante la dicha nave de los Calcidenses. Lo cierto es que con haberla acometido y echado a fondo, fueron dos las ventajas que para sí felizmente obtuvo: la una que como el capitán de la galera ática la viese arremeter contra otra nave de los bárbaros, persuadido de que o era una de las griegas la nave de Artemisia, o que desertando de la escuadra bárbara peleaba a favor de los griegos, volviendo la proa se echó sobre las otras galeras enemigas
Heródoto, Historia VIII.87
Heródoto opina que Ameinias, el capitán ateniense, ignoraba que Artemisia estuviera a bordo o no hubiera renunciado a su persecución, ya que había una recompensa de diez mil dracmas por capturarla viva, debido a que se consideraba una infamia que una mujer hiciera la guerra a Atenas. Polieno aporta una visión algo diferente, al afirmar que Artemisia mandó cambiar los estandartes persas de sus mástiles por otros griegos y atacar la embarcación de Calinda de forma deliberada. En cualquier caso, la confusión alcanzó al propio Jerjes, que contempló la acción desde su posición y, pensando que había hundido una embarcación enemiga, dejó una de esas frases que pasan a la Historia: «Mis hombres se han convertido en mujeres y mis mujeres en hombres».
Al enterarse luego de la verdad no alteró su convicción. Es más, según Polieno le regaló una armadura hoplítica completa, mientras al capitán del barco le daba un huso y una rueca, reconociendo de esa simbólica manera que ella se había distinguido por encima de los oficiales varones. De hecho, Jerjes le estaba especialmente agradecido porque, cuenta Plutarco, fue Artemisia la que rescató el cadáver de Ariamenes de entre las olas y se lo llevó a su hermano para que pudiera darle el funeral correspondiente. No extraña, pues, que el rey pidiera de nuevo su opinión sobre cómo actuar tras la derrota.
Bien difícil es, oh rey, que acierte yo con lo mejor, respondiendo a vuestra consulta; pero, con todo, mi parecer sería que en la presente situación de los negocios os volvieseis a vuestros estados, y que dejaseis aquí a Mardonio, ya que él así lo desea, ofreciéndose a salir con la empresa juntamente con las tropas que pide; porque si logra por una parte la conquista que promete y le sale bien la empresa que piensa acometer, vos, señor, vais a ganar mucho en añadir a vuestros dominios esos vasallos; por otra parte, si el negocio sale a Mardonio al contrario de lo que piensa, en ello no será la pérdida considerable para el estado quedando vos salvo, y bien constituidos los demás intereses de vuestra casa e imperio; pues como quedéis vos vivo y salvo, y vuestra casa y familia se mantengan en su primer estado, mala suerte les auguro a esos griegos; que no les faltarán por cierto ocasiones en que salir armados a la defensa de sus casas. Y si Mardonio sufriere alguna derrota, los griegos victoriosos no tendrán con toda victoria motivo de quedar muy ufanos por la muerte de uno de vuestros vasallos. Por lo demás, vos habéis logrado el fin de la jornada, habiendo entregado a las llamas la ciudad de Atenas
Heródoto, Historia VIII.102
A Jerjes le gustó la respuesta, elogió a Artemisia y la envió a Éfeso confiándole el cuidado de unos hijos bastardos que había llevado consigo a la campaña. O eso dice Heródoto, del que se burla Plutarco al considerar que el persa dispondría de mujeres de sobra para aquel cometido. El de Halicarnaso no podía ocultar cierta admiración por su compatriota, a pesar de que en el 461 a.C. el nieto de ésta, el sátrapa Lígdamis II, ejecutó a su tío, el poeta Paniasis, por instigar a un levantamiento contra él (el propio Heródoto tuvo que huir a Samos). Lígdamis era hijo de Pisindelis, del que desconocemos la identidad de su padre porque, vuelve a reseñar Heródoto, éste había fallecido cuando empezó la Segunda Guerra Médica.
Y es que no hay muchos datos sobre la vida personal de Artemisia. Focio el Grande, patriarca de Constantinopla, recogió en su obra Myrobiblion (una antología de relatos históricos) una leyenda según la cual ella se enamoró de Dárdano, un hombre de Abido (una ciudad del helesponto perteneciente a Misia, donde Jerjes I empezó a construir su puente para cruzar el estrecho). Pero él no atendió sus requiebros amorosos y Artemisia, desesperada, se arrancó los ojos, aunque eso no disipó su amor por él. Siguiendo el dictado de un oráculo, saltó desde un risco de la isla de Léucade que tenía fama de curar las afecciones sentimentales, matándose en la caída.
Ahora bien, esa historia es prácticamente igual que la de la poetisa Safo y además Focio vivió trece siglos más tarde, por lo que parece casi seguro que mezcló ambos personajes. Por tanto, no sabemos cuál fue el verdadero final de aquella mujer tan extraordinaria que su nombre ha perdurado milenios, bautizó a un buque de la armada iraní del Sha y es recordada en manifestaciones artítico- culturales diversas, tal como vimos al comienzo.
Fuentes
Los nueve libros de la historia (Heródoto)/Estratagemas (Polieno)/Myrobiblion (Focio)/Vidas paralelas. Temístocles (Plutarco)/Artemisia I. Ionian Greek queen (r.c. 480 B.C.E) (Caitlin Moriarty en The Wayback Machine)/Encyclopedia of women in the Ancient World (Joyce E. Salisbury)/The Greco-Persian wars (Peter Green)/Griegos y persas. El mundo mediterráneo en la Edad Antigua (Hermann Bengtson)/Wikipedia
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