«… Con la decisión de destruir a los marineros de Kronstadt y con la acción a sangre fría del gobierno para hacerlo, los líderes comunistas habían cambiado el movimiento del socialismo benevolente al fascismo maligno». Estas palabras las pronunció en 1939 Whittaker Chambers, un escritor estadounidense que fue miembro del CPUSA (Communist Party USA, Partido Comunista de EEUU) e incluso trabajó como espía para la URSS desde 1925 hasta que se fue desencantando de esa ideología a raíz de la Gran Purga. La cita era una referencia a un alzamiento de marineros soviéticos que se atrincheraron en una fortaleza de la isla de Kotlin en 1921, en demanda de cambios económicos y políticos. Lo que hoy se conoce como la Rebelión de Kronstadt.
Kotlin es una isla rusa arrebatada por el zar Pedro el Grande a Suecia en 1703. Situada en el mar Báltico, en el golfo de Finlandia, a una treintena de kilómetros de San Petersburgo, sirve a dicha ciudad de primera línea de defensa por vía marítima, ya que divide el acceso a ésta en dos canales, uno obstruido por bajíos y otro protegido por un dique. Pero, además, en su suelo se alza Kronstadt, una ciudad fortificada que hoy es la base de la Flota del Báltico y cuenta con cinco fuertes, construidos a lo largo del siglo XIX, que albergaban hasta once baterías pesadas.
En 1917, durante la Revolución de Febrero, los marineros destinados en Petrogrado se unieron a la insurgencia, ejecutaron a sus oficiales y se convirtieron en un modelo revolucionario, máxime cuando en la consiguiente guerra civil se mantuvieron en el bando rojo. Así, aportaron su granito de arena para que los blancos terminaran derrotados y por fin se pudiera abrir un período de paz. Sin embargo, tras años de muerte y destrucción, el estado del país era castastrófico: millones de muertos -en combate y de hambre-, los campos arrasados, la industria deshecha…
La Vesenkha (Soviet Supremo de Economía Nacional), entonces dirigida por el bolchevique Alexei Rykov (que luego sería primer ministro), afrontó la crítica situación con el llamado comunismo de guerra, un drástico programa político y económico que incluía medidas extremas para garantizar el suministro de alimentos a las dos grandes bases del poder de la Revolución: el Ejército Rojo (incluyendo la Armada) y las ciudades (donde los revolucionarios tenían su principal bastión, ya que el campo estaba más dividido). Eso supuso una mejora para las tropas, gracias a la cual pudieron imponerse al Ejército Blanco, pero un empeoramiento para la mayoría de la gente que devino en descontento, sobre todo en las dos grandes capitales, Moscú y Petrogrado.
Y es que en la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, como se denominaba entonces el país, se impusieron el racionamiento, la prodrazvyorstka (requisamiento de excedentes agrarios), la prohibición de las empresas privadas, la nacionalización de industrias con centralización de su gestión y el control del comercio exterior por el Estado. Todo ello, unido la escasez de combustible y el deterioro de la de por sí mala red viaria, dificultó aún más el abastecimiento y todo eclosionó el 22 de enero de 1921, al anunciarse la reducción de un tercio de la ya exigua ración de pan.
Los trabajadores emigraban al campo, deteriorando el comercio en las ciudades y provocando un éxodo urbano que llegó a alcanzar el setenta por ciento, mientras los campesinos se negaban a entregar sus cosechas y estallaban manifestaciones y huelgas, pese a estar prohibidas. Los bolcheviques no pudieron pararlas ni sacando a las calles al ejército, ni cerrando las fábricas donde más resistencia había, ni declarando la ley marcial. Tampoco la oleada de detenciones (obreros, intelectuales, estudiantes, mencheviques, anarquistas…) bastó para detener las protestas. Irónicamente, durante más de un mes la tensión fue similar a la que hubo en 1917.
La cosa logró reencauzarse un poco gracias a la mano izquierda demostrada por las autoridades al no reprimir con violencia las concentraciones y a la flexibilidad demostrada cediendo a varias demandas, tales como incrementar un poco las raciones de los obreros, reabrir las fábricas cerradas, revocar la incautación de cosechas, autorizar la adquisición directa de productos agrícolas y permitir la compra de carbón, todo ello acompañado de cierta tolerancia hacia la hasta entonces perseguidísima especulación. Pero a cambio floreció el mercado negro y el valor del rublo se hundió, quedando postergado por una economía de trueque; incluso los salarios se tenían que pagar con bienes en vez de dinero.
Y así, aunque la guerra civil estaba ya prácticamente ganada (no terminaría oficialmente hasta 1922 pero sólo pervivía en lugares aislados), las malas condiciones perduraron y el comunismo de guerra no sólo resultó incapaz de hacer remontar la crisis sino que desencadenó otra oleada de trágicos acontecimientos en forma de hambruna generalizada, nuevas huelgas en las ciudades y hasta rebeliones en el mundo campesino, siendo la bautizada como Antónovschina (por su líder, el eserista -social-revolucionario- Aleksander Antónov), la que en 1920 tomó el relevo en Tambov de otra anterior, la Majnóvschina de 1918, que tuvo lugar en el este de Ucrania.
La permisividad que se había adoptado en materia económica se trocó en dura represión en el ámbito político, acusándose a mencheviques y social-revolucionarios (socialdemócratas ambos) de dirigir todos esos movimientos en los ámbitos urbano y rural respectivamente y procediéndose a detenciones masivas.
De nuevo se encendió la chispa de la discordia, que esta vez provocó la explosión en el lugar más inesperado: Kronstadt, donde estaba la Flota del Báltico. Inesperado porque sus marineros estaban considerados «los más rojos entre los rojos» y los sóviets locales habían tomado parte en algunos de los episodios más destacados de la Revolución, como el golpe de mano bolchevique de octubre de 1917 o la disolución de la Asamblea Constituyente.
Pero esta vez eran los sóviets los que temían ser disueltos, dado el proceso centralizador, y ver sustituido su sistema por una dictadura. Asimismo, una cuarta parte de las tripulaciones, fundamentalmente veteranos bolcheviques, se había enviado a sofocar los focos de resistencia blanca, supliéndose sus efectivos con campesinos ucranianos que no tenían la misma fe en el gobierno.
Por tanto, los cerca de veintisiete mil militares acantonados en Kronstadt ya no constituían aquel núcleo fiable al cien por cien. Y a ellos había que sumar los veintitrés mil habitantes de la ciudad, azotados por el frío, el hambre y el escorbuto pero sin poder protestar, so pena de acabar en prisión; muchos de ellos, familiares de los marineros.
En el estamento naval, el enfado se ampliaba a otros motivos. Un Comité Militar Revolucionario había relevado a los comités de cada buque, imponiendo un comisario político en cada uno de ellos, aunque los barcos de la flota en condiciones de navegar se habían reducido en más de dos tercios ante la falta de mantenimiento y combustible.
Sumado a la falta de actividad y como tampoco había oficiales, desapareció la disciplina y, en paralelo a las crecientes deserciones, empezaron a formarse grupos de descontentos que criticaban el viraje autoritario del ejecutivo y exigían abrir un proceso de democratización.
Los acontecimientos se precipitaron después de que las tripulaciones de los acorazados Sevastópol y Petropávlovsk enviasen sendas comisiones a tierra, en Petrogrado, para informarse de la situación y se enterasen de las huelgas y movimientos de la población. A su vuelta, se decidió apoyar al pueblo, para lo cual fue redactado un documento el 28 de febrero de 1921 con quince reivindicaciones; entre ellas figuraban la libertad de expresión y reunión, liberación de presos políticos, igualdad de raciones para todos, libertad de trabajo para los campesinos, supresión de las guardias comunistas de fábricas y ejército, libertad de comercio y reelección de sóviets.
Quince mil personas se reunieron en asamblea en Kronstadt, aprobando aquella resolución que suponía acabar con la «comisarocracia»; enfrente tuvieron el voto en contra de los bolcheviques, cuyo líder, Mijaíl Kalinin, que era alcalde de Petrogrado, estuvo presente. Pero dos días después, mientras se estaban organizando las elecciones de sóviets, corrió el rumor de que el gobierno se disponía a intervenir y hubo fuertes discusiones entre marineros y comunistas. Estos últimos, temiendo por su seguridad al llegar noticias de que varios marinos habían sido fusilados en Oranienbaum, abandonaron la isla; tres centenares y medio fueron arrestados y el resto quedó en libertad vigilada, imponiéndose la autoridad de un Comité Revolucionario Temporal encabezado por el marino ucraniano Stepán Petrichenko, un anarco-sindicalista.
El gobierno respondió declarando la ley marcial en la provincia, mientras Trotski iniciaba una campaña de propaganda acusándoles de contrarrevolucionarios en connivencia con Francia. Las propuestas de Kalinin y el Sóviet de Petrogrado para intentar una solución negociada fueron desestimadas por Moscú, que prefería cortar por lo sano y por eso envió tropas; una parte de ellas terminó uniéndose a los marineros al descubrir que no eran blancos, como se les había dicho, así que al final fueron una vez más los cadetes quienes recibieron la misión de acabar con la rebelión. En Petrogrado, lo que se daba en llamar «tercera revolución» se recibió también con división de opiniones, colaborando los social-revolucionarios pero no los mencheviques.
Las potencias occidentales, salvo Francia, tampoco se implicaron porque los rebeldes mantenían la simbología revolucionaria para contrarrestar las acusaciones y manifestaban su deseo de retornar a la esencia de 1917, sin el sometimiento a los bolcheviques. Éstos, con Lenin a la cabeza, les consideraban demasiado cercanos al anarquismo y, dentro de su utópica visión, más peligrosos que los blancos -que sí ofrecieron su ayuda- porque podían llevar al país al desmembramiento en comunas. Efectivamente, el alma del movimiento era la Unión de Socialrevolucionarios Maximalistas, una escisión del Partido Social-Revolucionario que consideraba que se podía alcanzar el socialismo sin etapas intermedias.
Sin embargo, el intento de extender la rebelión a otras bases fracasó porque la Cheka tomó las medidas militares para aislarlos mientras que los marineros permanecieron estáticos, erróneamente convencidos de que el gobierno terminaría accediendo a sus demandas, lo que prueba el carácter espontáneo del movimiento.
En vez de eso, el Sóviet de Petrogrado les dio la espalda y recuperó la vieja táctica de Trotski de detener a sus familiares, algo que provocó tal indignación en Kronstadt que hizo fracasar la oferta paralela de negociación. El gobierno fijó el 7 de marzo como último día para volver a la normalidad mientras empezaba a acumular tropas -unos cuarenta y cinco mil hombres- bajo el mando de un joven y prometedor militar, Mijaíl Tujachevski.
A pesar de la superioridad numérica, el asalto no iba a ser fácil, pues los quince mil defensores de Kronstadt contaban con ciento veinticinco cañones y sesenta y ocho ametralladoras, además de la artillería del Sevastópol, el Petropávlovsk y otros barcos menores. Eso sí, para resistir un asedio largo estaban escasos de municiones, víveres, combustible y ropa de abrigo. Pero nada de eso impidió que el día fijado se iniciasen las hostilidades con un bombardeo gubernamental destinado a cubrir el asalto de la infantería. Fue un caos absoluto porque todo ocurrió en medio de una fuerte tormenta de nieve que apenas dejaba ver nada; se produjeron deserciones por ambos bandos y finalmente el ataque fracasó.
Después, a lo largo de los días siguientes y mientras se reclutaban refuerzos, se sucedieron incursiones menores, todas en vano. Los ataques aéreos, el desánimo al ver que nadie más se sumaba a la rebelión, la penosa carencia de casi todo y la noticia de que el ejecutivo sustituía la incautación de cosechas por un impuesto tranquilizando al mundo agrario, fueron haciendo mella en la moral de Kronstadt, cuyos defensores veían desde sus posiciones cómo el número de enemigos se doblaba. Por fin, el 16 de marzo cincuenta mil soldados se lanzaron contra las fortificaciones amparados en la oscuridad y la niebla nocturnas. Se acercaba el final.
Los cadetes tomaron a la bayoneta la primera línea sin escuchar las llamadas de sus adversarios a unírseles. Los combates fueron muy duros a lo largo de la jornada y al caer la tarde los rebeldes habían perdido la mayoría de los fuertes, al coste de un gran número de bajas para los otros. Los reductos que quedaban se tomaron el día 18 y la lucha continuó, paroxística, por las calles de la ciudad, ya que los civiles, mujeres incluidas, participaron en su defensa. Los bolcheviques encerrados fueron liberados y, ya de noche, los mandos rebeldes entendieron que habían perdido la partida , emprendiendo la huida con los suyos: ochocientas personas pasaron a Finlandia y al día siguiente se les sumaron otras ocho mil.
Atrás dejaron, según imprecisas estimaciones, unos seiscientos muertos, mil heridos y dos millares y medio de prisioneros; enfrente, se calcula que los atacantes sufrieron en total unas diez mil bajas. Por supuesto, el número de fallecidos se incrementó enseguida con la ejecución de cientos de rebeldes y colaboradores; el resto, incluyendo familiares, acabaron en campos de trabajo forzado -sobre todo en Solovki- y tuvieron un destino similar, sólo que más lento, por enfermedades, frío o hambre.
Los que lograron escapar al país vecino no lo pasaron mucho mejor y cuando pudieron regresar más tarde, acogidos a una amnistía, descubrieron que era un engaño y también acabaron presos en campos.
La rebelión de Kronstadt no consiguió, pues, sus objetivos políticos y todos los partidos opositores al bolchevique fueron reprimidos, acentuándose el autoritarismo y poniéndose fin al sueño de recobrar los ideales primigenios de la Revolución.
Sin embargo, irónicamente, sí logró que el gobierno asumiera que el comunismo de guerra no funcionaba y fuera sustituido por la llamada Nóvaya Ekonomícheskaya Polítika (Nueva Política Económica), una especie de sistema mixto que autorizaba el funcionamiento de pequeñas empresas privadas, la contratación de trabajadores por parte de los campesinos, la citada sustitución de los requisamientos por un impuesto fijo en especie y la conservación del excedente de producción a cambio de un porcentaje.
Fuentes
Kronstadt 1921 (Paul Avrich)/Los que dijeron «No». Historia del movimiento de los marinos antigolpistas de 1973 (Jorge Magasich A.)/Kronstadt 1917-1921. The fate of a Soviet democracy (Israel Getzler)/Russia’s last capitalists. The Nepmen, 1921-1929 (Alan M. Ball)/The economic organization of War Communism (Silvana Malle)/Wikipedia
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