En el otoño de 1925, el aventurero Byron Khun de Prorok y su equipo localizaron un enterramiento del siglo IV en el municipio de Abalessa, en el interior de la actual Argelia. Se trataba de la tumba de Tin Hinan, una reina guerrera matriarca de los tuareg de la que hablaban las leyendas sin que estuviese claro si se trataba de un personaje real o mítico. El hallazgo y su correspondiente excavación parecían demostrar su existencia y marcaron un nuevo hito de la arqueología, apenas tres años después de que Howard Carter hiciera historia al encontrar el hipogeo de Tutankamón.

Byron Khun de Prorok era un estadounidense nacido en Filadelfia en 1896, un tipo peculiar, sin demasiados escrúpulos, que se hacía llamar conde sin serlo, al igual que pasaba por arqueólogo a pesar de no tener estudios terminados. De hecho, se le acusaba de ser un vividor que organizaba expediciones sin valor científico, como la que hizo al norte de África en busca de la Atlántida, la tierra bíblica de Ofir o el templo donde Alejandro Magno se convirtió en dios, todas ellas con éxito según él mismo.

Asimismo, aseguraba ser miembro de la Orden del Santo Sepulcro, del Royal Archaeological Institute y de la Royal Geographic Society (de ésta sería expulsado en 1932 o eso decía), pero documentalmente sólo consta que perteneciera al Adventurer’s Club of New York.

El conde Byron Khun de Prorok / Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Es cierto que no todo en su vida es tan sospechoso, pues se sabe que estudió en la Universidad de Ginebra y que participó en las excavaciones de Cartago entre 1920 y 1925, actividad esta última que compaginó con su trabajo como lector para el Archaeological Institute of America de 1922 a 1923. No obstante, era valorado negativamente por todos sus colegas de profesión, que le consideraban un simple saqueador al interesarse únicamente por los tesoros que contenían, destrozando lo demás para conseguirlos. Pese a todo, logró financiación para la que sería la expedición que le haría entrar en la historia.

Tenía como objetivo el Sáhara argelino, donde esperaba encontrar a los habitantes de las montañas Ahaggar, un macizo orogénico ubicado en la provincia de Tamanrasset donde vivía «un pueblo misterioso, alto, recto y delgado, que se considera a sí mismos como la más grande de todas las razas y similar a los egipcios representados en las antiguas tumbas de los faraones». Se refería a los imuhagh, nombre que se dan a sí mismos los tuareg, integrantes de la Kel Ahaggar, una confederación de tribus que incluía a la kel rela, aït loaien, dag rali, kel silet, taituq y tégéhé millet, por citar las más importantes, bajo la dirección de un jefe común electo que llevaba el título de amenokal.

Dicha confederación existía desde su fundación oficial en 1750, si bien hundía sus raíces mucho más atrás en el tiempo, en la Antigüedad. De fondo en la cabeza de Prorok bullía la leyenda medieval del Preste Juan, un supuesto gobernante cristiano en tierra de paganos e infieles, descendiente de los Reyes Magos y cuyo reino era muy próspero, como posible origen de una civilización libio-fenicia de la que se suponía que habría restos y ruinas enterradas. Sus descendientes serían los tuareg, «pueblo extraño» en palabras del aventurero estadounidense, a quien llamaba la atención que se tratase de gentes de piel clara y muy celosas de sus dominios.

A priori suena disparatado y el elenco de colaboradores de que se rodeó era acorde a esa imagen. Había un arqueólogo del Logan Museum of Anthropology de Wisconsin, Alonzo W. Pond (con el que inevitablemente terminó chocando), pero los demás eran el administrador francés Maurice Reygasse, el cazador W. Bradley Tyrrell, un periodista de The New York Times llamado Harold Denny y el operador de cine y fotografía Henry Barth (Prorok fue pionero en usar películas, aunque lamentablemente no se ha conservado ninguna), además del guía Louis Chapuis, un intérprete, otros dos guías nativos y un cocinero también indígena. Todos ellos, junto con algunos auxiliares y la ayuda del ejército francés, partieron de Argel a bordo de tres vehículos motorizados Renault en octubre de 1925.

Localización de Abalessa, en la región argelina de Ahaggar/Imagen: Google Maps

Ese mismo mes alcanzaron Touggurt y se adentraron en lo desconocido por El Kantara, ciudad apodada la Boca del Desierto (los romanos lo llamaban Calceus Herculis, Zapato de Hércules), porque tiene un estrecho desfiladero de no más de cuarenta metros de ancho cuyas paredes se elevan hasta los ciento veinte metros y que, como indica su nombre, es la puerta que hay que atravesar para acceder al vasto territorio sahariano. Por delante les esperaban más de tres mil kilómetros de arena y calor sofocante. Toda una aventura, sin duda, al margen de la seriedad de los objetivos que tuviese. De hecho, hubo momentos difíciles, como cuando se perdieron entre las dunas una vez que dejaron atrás Ouargla y fue necesaria la ayuda de los franceses.

Así llegaron al oasis de In Salah, que era un cruce de caminos para las rutas caravaneras transaharianas y se consideraba la última estación de la civilización. La siguiente etapa fue hasta Tamanrasset, otro oasis que los tuareg argelinos consideraban como una especie de capital, donde fueron recibidos por el amenokal Akhamouk ag Ihemma, líder de todos los jefes tuareg de la región desde cinco años antes y enlace con la administración colonial gala. Allí se enteraron también de que una fuerza de quinientos rebeldes procedentes del sur de Marruecos se movía hacia las montañas Ahaggar y no se habían cruzado con ella por poco.

Prorok decidió dividir su grupo en dos: Pond, Reygasse y Akhamouk se dirigirían al norte para estudiar y documentar las costumbres de los tuareg, mientras él y los demás iban hacia el sur para buscar un vasto montículo piramidal que se decía que había en la cordillera, rodeado por picos de dos mil metros de altitud. Esperaba que se tratase del túmulo funerario de Tin Hinan, nombre traducible como Ella, la de las tiendas (inequívoca referencia a su nomadismo, como veremos) pero que luego se adaptó a Madre de todos porque habría sido ella la primera en impulsar la unión de las tribus tuareg, que luego se materializaría plenamente en la mencionada Kel Ahaggar.

El 18 de octubre de 1925 encontraron el sitio exacto en el pueblo de Abalessa, la antigua capital de Ahaggar. Según explicaría Prorok, el hallazgo requirió varios días porque los tuareg, sospechando cuál era el objetivo, se mostraron remisos a colaborar y trataron de desviar la atención. Sin embargo, parece ser que los subsaharianos sí se avinieron y fueron ellos quienes señalaron el punto donde excavar: una colina redondeada de unos treinta y ocho metros situada en el punto de unión de dos ramblas.

Área de distribución del pueblo tuareg / Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

La tumba, de planta en forma de pera y dividida en once cámaras que formaban una pequeña necrópolis de facto, se conservaba razonablemente por su parte septentrional, con un muro intacto de unos siete metros de altura que revelaba la técnica arquitectónica empleada; en cambio, el techo se había desmoronado. El conjunto medía unos dieciocho por veintisiete metros de superficie, con paredes de un metro de grosor salvo en las tumbas más pequeñas, donde no llegaban al medio metro. Algunos muros presentaban inscripciones en tifinag, un alfabeto consonántico de la lengua bereber que se usaba desde el siglo III a.C. en todo el norte de África, Canarias incluida.

Al poco de empezar los trabajos ocurrió una de esas cosas que parecen salidas de la mente de un escritor o un cineasta: se desató una fuerte tormenta de arena que aterró a los nativos y no sólo los hizo huir sino que se negaron a regresar, lo que obligó a contratar una plantilla nueva. Finalmente, tras dos semanas de desescombro, Prorok consiguió acceder al interior para encontrarse varios esqueletos de niños y uno más grande, femenino, reposando de espaldas en un sarcófago de madera, envuelta en vendas y con la cabeza mirando hacia el este. Tenía siete brazaletes de oro en su antebrazo derecho y siete de plata en el izquierdo, así como cinco collares de perlas y otras joyas (pulseras, anillos…) con piedras preciosas engarzadas.

Pero también había un ajuar que resultaba igual de asombroso o más: la estatuilla pétrea de una venus similar a las prehistóricas, una copa de vidrio, objetos funerarios diversos, un cuchillo y puntas de flecha de hierro. También una hoja hexagonal de oro con el sello de una moneda romana de Constantino el Grande, que por tanto habría sido acuñada entre los años 308 y 324 d.C. Esto último sirvió para datar el sepulcro, algo que luego se corroboraría con el análisis de carbono-14 de la madera del sarcófago y unos muebles extraídos de otras tumbas cercana; también coincidía con el estilo de las piezas de cerámica recuperadas, entre ellas una lucerna romana del siglo III d.C.

Maqueta del túmulo, expuesta en el Museo del Bardo de Argel / Imagen: Yelles en Wikimedia Commons

Faltaba analizar los huesos. Debido a los adornos, Prorok los identificó como de mujer y el rico ajuar indicaba además que era de clase alta, todo lo cual le emocionó porque apuntaba a Tin Hinan y así se demostraría su existencia histórica, superando su consideración de mera leyenda. Y es que la madre de todos nosotros, que es lo que más o menos significa su nombre debidamente adaptado, era originaria de una tribu bereber procedente de Tafilete, un oasis de las montañas del Atlas (en lo que hoy es Marruecos). Y, sí, vivió en el siglo IV d.C.

Se trataba de una princesa fugitiva de la que no se sabe si huía -en una camella blanca, según la tradición- de una razia que acabó con los suyos o de un matrimonio concertado. Acompañada de su hija (o nieta) Kella y de una sirvienta llamada Takamat, que también llevaba a dos hijas, lideró una caravana de fieles en un peregrinaje por aquellas difíciles tierras a lo largo de mil cuatrocientos kilómetros, aunque se ignora cuánto tardaron en recorrerlo. En cualquier caso, no debió de ser cómodo y estuvieron a punto de perecer de inanición y sed hasta que, por fin, en el valle de Abalessa, pudieron reponerse de una forma maravillosamente poética: comiendo el grano que las hormigas guardaban en sus enormes termiteros. A partir de ahí, se las arregló para unificar a los clanes sedentarios de la región y volverlos nómadas.

En realidad, como suele pasar, hay varias versiones del mito y en otra Tin Hinan engendraría tres vástagos más, cada uno con el nombre totémico de un animal del desierto (Tiner, Takenkor y Tamerouelt), que serían los fundadores de otras tantas tribus tuareg de Ahaggar (la descendencia allí se hace por vía matrilineal). Esa segunda versión convierte a Tin Hinan en musulmana, cosa imposible dado que Mahoma no nació hasta el siglo VI d.C. Claro que también Kella es anacrónica; hubo un personaje histórico con ese nombre pero vivió en el siglo XVII. Tres antes, el historiador tunecino Ibn Jaldún (cuya familia era andalusí, de Sevilla) recogió una leyenda más que para muchos investigadores se ajustaría mejor a la realidad al coincidir con el registro arqueológico: la de la reina coja Tiski, matriarca de las tribus de las montañas Ahaggar. Porque los estudios actuales parecen indicar que la tumba no es más que otro enterramiento como otros que hay en la región.

Prorok acumuló multitud de críticas, incluso de sus propios compañeros, a causa de su ansia por abrirse paso al interior del túmulo desde la parte de arriba, que Chapuis pudo impedirle convenciendole para hacerlo de forma canónica, mediante una trinchera transversal. También le acusaron de interesarse sólo por el tesoro, de dar una cronología fantasiosa (posteriormente resultó que había acertado) e incluso de falsear el descubrimiento añadiendo piezas que originariamente no estaban. Es difícil aclarar los hechos porque, a despecho de las protestas locales, la expedición trasladó todo lo encontrado al Museo Nacional de Prehistoria y Etnografía de Bardo, en Argel… salvo una parte que Prorok decidió llevarse consigo (un colgante de oro, varias piedras preciosas, la venus y el cráneo de Tin Hinan), provocando un escándalo internacional.

Fue duramente criticado por eso y porque se descubrió que las cuarenta y seis cajas de material que decía haber recogido, y que tardaban una eternidad en llegar a la capital argelina porque iban a lomos de camello, en realidad no existían; eran una exageración suya para llamar la atención de la prensa internacional. El descubrimiento del túmulo era un hito arqueológico pero arteramente magnificado. Inasequible al desaliento, Prorok volvería a las andadas poco después al embarcarse en una expedición a Abisinia (Etiopía) en busca de las minas del rey Salomón. Por supuesto, aseguró haber encontrado algunas de cuya existencia jamás presentó más prueba que su relato.

Maurice Reygasse volvió a Abalessa en 1933 para estudiar los restos del enterramiento y propuso que antes había sido un reducto de legionarios romanos -hasta pasó a denominarlo kasbah– reutilizado luego como tumba. Ahora bien, la cuestión de Tin Hinan no había terminado aún. Un estudio antropológico que se le practicó en 1935 confirmó que los restos correspondían a una fémina líbica de edad mediana y un metro setenta y cinco de estatura. Sin embargo, otro de 1968 concluía que era masculino. Todavía hoy continúa la polémica pero hay un dato unánime y significativo: la pelvis del esqueleto es demasiado pequeña, de ahí que hoy se atribuya a un hombre; y si fuera de mujer, nunca habría podido tener hijos. A los tuareg, claro, les da igual; siguen creyendo en su mito fundacional.


Fuentes

Regreso a la tumba de Tin Hinan: nuevas fuentes en torno a las excavaciones de Byron Khun de Prorok en Abalessa (Ahaggar, Argelia) (Jorge García Sánchez)/Tin Hinan, la viajera del desierto (Emma Lira en Sociedad Geográfica Española)/Burials, migration and identity in the Ancient Sahara and beyond (M. C. Gatto, D. J. Mattingly, N. Ray y M. Sterry, eds.)/Digging for lost African gods. The record of five years archaeological excavation in North Africa (Byron Khun de Prorok)/Wikipedia


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