Los enfrentamientos entre Saladino y Balduino IV durante el siglo XII, en los años que siguieron a la Segunda Cruzada, fueron un feroz intercambio de golpes en los que a cada victoria seguía una derrota y viceversa. El llamado Rey Leproso se apuntó un resonante triunfo en Montgisard que le permitió salvar in extremis el Reino de Jerusalén, pero su rival tendría ocasión de tomarse la revancha año y medio después, en la Batalla de Marjayoun (o Marj-Ayyun), que cambiaría las tornas sentando las bases para la Tercera Cruzada.

Jerusalén precisamente era el objetivo de la campaña en la que se enmarcaba la guerra, iniciada por Saladino al frente de su ejército ayubí (la dinastía que fundó al proclamarse sultán de Egipto en el año 1171, aunque al depender aún del de Siria hay quien retrasa la fecha una década). Había sustituido al fallecido el califa fatimí Al Adid, al que el sultán sirio Nur al-Din había ordenado derrocar por tratarse de un hereje (era chiíta y él sunita), y desde esa favorable posición conquistó el norte de áfrica y la península arábiga, volviéndose tan poderoso que desató la alarma en Nur al-Din.

La muerte de este último en el año 1174, cuando se disponía a combatir a Saladino, significó la caída de Damasco, ya que su sucesor sólo era un niño. Saladino no quiso actuar contra él porque jurídicamente era su superior pero, en prevención de que otros lo hicieran, pasó a ser regente. Desde ese cargo actuó contra todo posible enemigo, empezando por los zanguíes y siguiendo por los famosos hashasin, que trataron de atentar contra su vida. Tres años más tarde sus dominios se habían extendido a casi todo Oriente Próximo y Medio, pero había una isla en medio de ellos que rompía la continuidad: el Reino de Jerusalén.

Oriente Próximo en el período entre las dos primeras cruzadas / Imagen: Dr. Doofenshmirtz en Wikimedia Commons

Se trataba de un estado cristiano creado en el año 1099, tras el éxito de la Primera Cruzada, cuyo territorio se extendía por parte de las actuales Israel, Palestina, Jordania y Líbano. En el 1174 subió a su trono Balduino IV, al heredarlo de su padre Amalarico I. Sólo tenía trece años -edad por entonces considerada entrada en la adultez- y encima se descubrió que padecía lepra, razón por la cual tenía que ocultar su rostro tras una máscara y se suponía que no viviría mucho. Eso, sumado a que el grueso de las tropas cruzadas había marchado al norte para sitiar Harem, incitó a Saladino a intentar adueñarse de toda la región; al fin y al cabo, ya había saqueado Jerusalén en una rápida incursión en 1170.

Como decíamos al principio, se estrelló inesperadamente en la batalla de Montgisard cuando Balduino, que parecía retirarse y contaba con exiguos efectivos, aprovechó que los ayubíes habían disgregado a los suyos en busca de provisiones para caer sobre ellos mientras vadeaban un río. El desastre fue de tal dimensión que Saladino tuvo que huir apurada y penosamente a Egipto a lomos de camello, con un noventa por ciento de bajas entre los suyos. Era su primera derrota en batalla campal hasta el momento, pero logró salvar la vida y así pudo preparar una segunda invasión.

La inició en 1179, esta vez centrada en someter a Balduino, quien pese a los augurios y a que su enfermedad le dificultaba cada vez más poder liderar personalmente al ejército -apenas podía sostener las armas con sus manos llagadas-, no sólo seguía vivo sino que su prestigio se había incrementado al considerarse que, pese a todo, Dios le concedía su favor ante los infieles. Éstos avanzaron en dirección a Damasco acampando en Banias, un oasis de los altos del Golán que en la Antigüedad se usaba como santuario del dios Pan. Desde allí se realizaron razias contra las localidades del litoral que tenían la finalidad de arrasar los campos y debilitar el aprovisionamiento de las fuerzas cristianas.

Balduino IV en Montgisard rodeado de su guardia lazarista /Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

De hecho, había otro objetivo más, que era eliminar una fortaleza situada en el Vado de Jacob y denominada Le Chatellet (Beit el-Ahzan, para los árabes). Un sitio de gran valor estratégico porque dominaba un cruce de caminos y el único punto factible para cruzar el río Jordán; como además estaba sólo a un día de marcha de Damasco, era otro de esos obstáculos que socavaban la autoridad del sultán. Y eso que no dio tiempo a terminarlo porque los planes originales le otorgaban un tamaño similar al del Crac de los Caballeros; en cambio, únicamente se había podido construir una torre y las almenas se quedaron a diez metros de altura.

Desde Le Chatellet, los templarios realizaban incursiones periódicas que devastaban las poblaciones musulmanas, acciones que ocasionalmente degeneraban en escaramuzas menores. De todos modos, una molestia que Saladino había intentado zanjar negociando con los cristianos el abandono de la fortaleza; les llegó a ofrecer hasta cien mil dinares si desmantelaban el lugar y ponían fin a las correrías pero sus interlocutores eran las órdenes militares, que se negaban a cualquier pacto. Así que, tras reforzarse durante año y medio, decidió recurrir a las armas.

Consciente del peligro, Balduino movilizó a los suyos y marchó hasta Tiberíades, la ciudad más grande de Galilea (en el norte del actual Israel), continuando luego hacia Safed y Torón. Ésta última era una ciudad ya libanesa, cercana a Tiro, donde se reunió con el contingente templario del gran maestre Eudes de Saint Amand, el hospitalario de Roger de Moulins y el ejército de Raimundo III, conde de Trípoli. El 10 de junio de 1179, el rey pudo contemplar desde las lomas el campamento de su enemigo, cuyos efectivos estaban confiados porque regresaban, agotados, de una razia. Recordando que la victoria de Montgisard llegó en circunstancias parecidas, decidió atacar inmediatamente.

Escudos de armas de Eudes de Sint Amand y Raimundo III / Imagen 1: Odejea en Wikimedia Commons – Imagen 2: Odejea en Wikimedia Commons

El descenso por las laderas fue vertiginoso. La caballería, llevada por su impulso, dejó atrás a la infantería y cayó sobre la hueste mahometana derrotándola con facilidad. Demasiada, de hecho, porque eso llevó a los soldados cristianos a confiarse; y a tomarse el resto de la jornada para descansar y saquear a los muertos. Los hombres de Raimundo III y los templarios se situaron en una pequeña elevación orográfica entre la localidad de Marjayoun y el río Litani (el más largo del Líbano, que discurre paralelo a la costa). Y así estaban las cosas, disfrutando de lo que se pensaba un gran éxito, cuando de pronto apareció el grueso del ejército ayubí al mando de Saladino. El triunfo había sido sobre una pequeña parte solamente, la vanguardia, y ahora llegaba el resto.

En general, las fuentes documentales sobre la batalla culpan a Eudes de Saint Amand de la catástrofe que sobrevino, debido a que pese a descubrir a los musulmanes con algo más de tiempo gracias a la colina que ocupaba, rehusó replegarse para advertir a Balduino y, por contra, se empeñó en hacer frente al enemigo. No debe resultar extraño, por otra parte, ya que la Orden del Temple era independiente y no estaba sometida al monarca; se trataba de una relación entre iguales -aliados pero iguales-, cada uno con sus intereses estratégicos aún cuando tuvieran un enemigo común. En cualquier caso, el gran maestre pagó personalmente por su error porque no sólo vio como sus tropas eran masacradas sino que él mismo cayó prisionero y moriría cautivo en 1180, sin que hubiera tiempo de concretar las negociaciones para intercambiarlo por unos sobrinos del propio Saladino.

Ruinas del castillo de Beaufort / Imagen: David Germain-Robin en Wikimedia Commons

Raimundo III, que estaba acampado en la misma loma y también mandó a los suyos al choque, pudo escapar y refugiarse en Tiro pero uno de sus hijastros, Hugo de Saint Omer, fue capturado. Balduino lo pasó mal porque su deterioro físico le impedía montar y tuvo que ser puesto a salvo por un caballero que le llevó en su caballo mientras su guardia personal les abría paso a espadazos a través del caos de soldados en liza. No se sabe cuántas bajas hubo por ninguno de los dos bandos, aunque más de un centenar y medio de ilustres cristianos fueron apresados. Pero fue un desastre para éstos porque la derrota supuso la primera de la larga serie de victorias de Saladino sobre los cristianos, y le abría las puertas para adueñarse de toda la franja sirio-palestina.

Y es que, mientras los supervivientes se guarecían ocho kilómetros más allá, en el castillo de Beaufort (un bastión arrebatado en 1139 a los sarracenos, quienes lo llamaban Apamea-Shaqif, es decir, castillo de la roca alta, porque coronaba un risco), el rey de Jerusalén debió de comprender con amargura que ya no estaba en condiciones de seguir liderando a los suyos en campaña. De hecho, aún quedaban momentos difíciles por delante porque, en agosto, el enemigo se sintió lo suficientemente capaz como para atacar directamente El Chatellet. Balduino tuvo que sacar fuerzas de flaqueza y ponerse en marcha hacia allí para socorrerlo.

Mientras él avanzaba penosamente bajo el implacable calor estival, agravado por una pertinaz sequía, las catapultas de Saladino bombardeaban el castillo y los zapadores excavaron un túnel que al cabo de cinco días hizo derrumbarse la muralla y abrir una brecha por la que penetraron los musulmanes. Ochocientos defensores fueron pasados a cuchillo y los setecientos que se rindieron sufrirían el mismo final, empleándose los cuerpos para contaminar los pozos de agua e impedir así que los cristianos volvieran a instalarse allí. Curiosamente, ese brutal trato contrastó con el que había dispensado el médico Soleim Al-Razi a los heridos de ambos bandos de Marjayoun.

Restos de las murallas de Le Chatellet / Imagen: Bukvoed en Wikimedia Commons

A continuación se demolió cuanto pudo de las defensas de El Chatellet y se abandonó el sitio precipitadamente por dos razones: la primera fue que una epidemia empezó a diezmar las filas y mató a una decena de mandos; la segunda, que Balduino se aproximaba. Llegó seis horas tarde pero, como compensación, en 1183 lograría evitar la caída del Kerak y conquistaría Eliat, justo un año antes de que la lepra le venciera definitivamente; por suerte, se libró de ver cómo caía su reino dos años más tarde a manos de Saladino, quien por todo ello y pese a ser enemigos, le admiraba y respetaba.


Fuentes

A history of the Crusades. The Kingdom of Jerusalem and the Frankish East 1100-1187 (Steve Runciman)/Crusading Warfare 1097–1193 (R. C. Smail)/The Crusaders in the East: a brief history of the wars of Islam with the Latins in Syria during the twelfth and thirteenth centuries (W. B. Stevenson)/The Leper King and his Heirs: Baldwin IV and the Crusader Kingdom of Jerusalem (Bernard Hamilton)/Battle of Marj Ayyun, 1179 CE (Amin Nasr en Ancient History Encyclopedia)/Wikipedia


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