La Île de la Tortue o Isla de la Tortuga es una masa de tierra ubicada al noroeste de la República de Haití. Su nombre no se debe a que sea pródiga en quelonios sino a la forma de una de sus montañas, que inspiró pareidólicamente a Colón para bautizarla así cuando la encontró durante su primer viaje. Lo que no imaginaba era que en siglo y medio se iba a convertir en refugio y base de operaciones para una de las plagas que asolaron el Caribe a lo largo de toda la Edad Moderna: la piratería, que hasta hizo del un lugar un bastión de una insólita asociación denominada Cofradía de los Hermanos de la Costa.
Piratas los hay desde la Antigüedad y, de hecho, la palabra es de origen griego. Probablemente sea uno de los primeros oficios que se practicaron y pervivieron a través de la historia, una vez que se difundió la navegación, pero al Nuevo Mundo no llegó hasta el siglo XVI, cuando las riquezas que se enviaban a España y la celosa exclusión que ésta imponía en el litoral americano a los demás países europeos despertaron la codicia de éstos.
Si al principio fueron ataques corsarios franceses e ingleses los que intentaron sacar su tajada, proporcionando la correspondiente parte a sus respectivas coronas, con el tiempo se sumaron toda clase de delincuentes y marginados que terminaron por infestar el Caribe; incluso hubo algunos españoles.

Precisamente para protegerse de esos asaltos se creó el sistema de flotas y galeones en 1561, resultando tan eficaz que los asaltantes tuvieron que centrar su atención en barcos menores, particulares y localidades costeras, que a su vez tuvieron que fortificarse. No obstante, el negocio resultaba lo suficientemente rentable como para atraer a multitud de buscavidas: a los que actuaban con patente de corso se sumaron bucaneros (originalmente proveedores de carne ahumada a los barcos) y filibusteros (piratas, fundamentalmente de origen francés, que trabajaban por cuenta propia en vez de a sueldo de su país), atraídos por el despoblamiento decretado en 1605 por el gobernador Antonio de Osorio para restringir el comercio interior y garantizar el monopolio con la metrópoli.
En la primera década del siglo XVII las aguas caribeñas ya hervían de piratas de todas las nacionalidades y España aprovechó el insólito período de paz que disfrutaba en Europa (fin de la guerra con Inglaterra, Tregua de los Doce Años en Flandes) para aparcar la política defensiva que había practicado hasta entonces, pasando a la ofensiva; la costa oriental de La Española (Santo Domingo) se había convertido en una auténtica base desde la que la piratería operaba en aquella especie de hábitat establecido, que se extendía desde Cuba a la costa venezolana pasando por las Antillas y Nueva España. Por tanto, en 1620 se enviaron tropas a desalojar a los fuera de la ley; cientos de ellos murieron y otros muchos tuvieron que escapar en dirección noroeste, donde encontraron un refugio natural en la citada Isla de la Tortuga.

Mide unos ciento ochenta kilómetros cuadrados de superficie, con treinta y siete de longitud por siete de anchura. A pesar de estar bastante cerca del actual Haití es de difícil accesibilidad, por lo que constituía un buen sitio donde esconderse; es más, ya había bucaneros instalados allí, traficando con tabaco y cuero. Siendo tantos en tan limitado espacio, se hacía necesario organizarse para poder convivir, sin contar el hecho de que seguían sometidos al peligro de que los españoles les persiguieran, así que organizar una defensa entre todos resultaba más que conveniente. Así fue cómo nació la Cofradía de Hermanos de la Costa, una especie de hermandad pirata de la que se desconoce al autor de la idea.

Y es que, evidentemente, no tratándose de un estado y careciendo de instituciones, la documentación primaria que hay al respecto es prácticamente inexistente y lo que ha pervivido ha sido a través de la tradición oral o del relato que dejó Alexandre Olivier Exquemelin. Era éste fue un ciudadano francés desterrado -probablemente por hugonote-, que trabajando para la Compagnie des Îles de l’Amérique fue capturado en 1666 por piratas y enrolado, no se sabe si a la fuerza o con acuerdo tácito. Aprendió el oficio de cirujano y navegó con algunos de los capitanes más famosos, caso del Olonés, Henry Morgan y Bertrand d’Oregon, tomando parte en asaltos tan sonados como los de Maracaibo o Panamá.
En 1674, tras una derrota, abandonó esa vida y escribió una obra titulada Histoire d’avanturiers qui se sont signalez dans les Indes; en su versión española, Los bucaneros de América: el relato verdadero de los más destacados asaltos cometidos en los últimos años en las costas de las Indias Occidentales por los bucaneros de Jamaica y la Tortuga. Por lo tanto, un valioso testimonio de primera mano -si se hace una criba de lo considerado más fantasioso- para conocer no sólo la historia sino también las costumbres de los piratas en su vida cotidiana y, como se puede deducir del encabezado, de la etapa de la cofradía en la Isla de la Tortuga primero y Jamaica después.
Gracias a él sabemos que esa peculiar hermandad del crimen se autodotó de un gobernador (luego almirante) y un consejo de ancianos que ejercían el gobierno, contando para ello con la anuencia implícita de las autoridades de los diversos poblamientos franceses de la parte oeste de Santo Domingo, que miraban hacia otro lado porque las actividades de aquella gente estimulaban la precaria economía de esa región insular. Además, la cofradía elaboró un sucinto corpus normativo, una especie de constitución elemental cuya autoría parece ser que correspondió a Bartolomeu Português, pirata luso que llegó a alcanzar cierto estatus. Es lo que se conoce como código de la piratería y estaba imbuido de un claro espíritu libertario.

Así, su primera ley excluía cualquier prejuicio por nacionalidad, raza o religión, pues todos eran hermanos. La segunda proscribía la propiedad privada, entendiendo por tal la inmobiliaria, ya que la isla se consideraba comunitaria. La tercera garantizaba la libertad individual, sin impuestos ni castigos -salvo que afectasen al interés común-, de manera que las diferencias deberían arreglarlas los interesados entre sí; asimismo, no era obligatorio enrolarse en ningún barco y se podía dejar la cofradía cuando se quisiese. La cuarta excluía a las mujeres, una forma de evitar conflictos y que los miembros continuaran con su modo de vida; eso sí, esto no afectaba a las esclavas. También se estipulaban detalladas indemnizaciones para heridos o tullidos en combate, dado que las mutilaciones resultaban frecuentes, de ahí la iconografía clásica de la pata de palo, el parche o el garfio (en realidad, algo común a todo el mundo naval).
Otros piratas fueron añadiendo más normas para la estancia a bordo, como el reparto del botín por méritos y jerarquía (la llamada chasse-partie), la prohibición de apostar dinero en los juegos de naipes, la obligación de mantener las armas en buen estado, la proscripción de mujeres y niños a bordo (aunque hubo excepciones con algunas féminas dedicadas a la piratería), la aportación personal en metálico a un fondo común y otros que atañían al comportamiento, tanto en combate como fuera de él. Pero en tierra regían las reglas principales, cuya observancia se ocupaba de vigilar el mencionado consejo de ancianos, que también se encargaba de admitir o rechazar a los nuevos miembros, quienes debían pasar un tiempo a prueba -un par de años aproximadamente- como criados, siendo su comportamiento sometido a observación.

En eso hubo un cambio porque inicialmente el acceso era libre; quizá se quiso hacer una selección para asegurarse de que únicamente se incorporaban los adecuados. En cualquier caso, a éstos aprendices se les llamaba matelots (marineros, en francés) y a su etapa de aprendizaje, matelotage. No obstante, con el tiempo se fue relajando el cumplimiento de las leyes y, por ejemplo, la prohibición primigenia de violar a las rehenes (establecida para no estropear las negociaciones sobre su rescate), terminaría cayendo en saco roto, sobre todo en tiempos del Olonés y Morgan. En ese mismo sentido, no tardaron en asentarse en Tortuga prostitutas blancas que se sumaron a las únicas permitidas, negras y mulatas. Y abundaban los duelos y peleas, por lo que en la práctica sólo se evitó que los altercados degenerasen en batallas campales.
La cofradía de los Hermanos de la Costa empezó a funcionar de verdad hacia 1630. Al año siguiente llegaron los primeros ingleses, que poco a poco fueron creciendo hasta elegir gobernador a uno de los suyos, Anthony Hilton. Entonces le cambiaron el nombre a su escondite, que pasó a ser Isla de la Asociación, y sustituyeron las pequeñas embarcaciones costeras de mástil abatible -incluso canoas- que se usaban hasta entonces por barcos más grandes, que permitían asaltar sitios más lejanos. La población local creció hasta los seiscientos europeos (no hay cifras de nativos, mujeres ni esclavos), lo que el gobernador de La Española, Alonso de Cereceda, consideró un riesgo, organizando una expedición contra ellos.
Embarcó doscientos hombres en cinco naves y asaltó la isla, matando a casi dos centenares de filibusteros y apresando varias decenas, quemando dos de sus barcos y logrando un considerable botín. Los Hermanos de la Costa huyeron como pudieron hacia el interior de La Española, pero regresaron pronto porque la escasez de soldados obligó a Alonso de Cereceda a retornar sin dejar una guarnición. Los piratas designaron nuevo gobernador, Nicholas Riskinner -otro inglés- y retomaron su actividad, algo mermada, eso sí. Sin embargo, en 1637 los ingleses abandonaron Tortuga y el mando lo asumieron otra vez los franceses. Duró poco, pues al año siguiente se presentó allí una escuadra al mando de Carlos de Ibarra que barrió la isla.

Mas, de nuevo no se dejó guarnición y los piratas, inasequibles al desaliento, volvieron ayudados por los gobernadores de Martinica y Guadalupe, donde Francia había establecido colonias ante el abandono español, pues siempre se consideró inútiles esas islas. Para entonces, España ya había tenido que retomar las armas en Europa, lo que la obligó a redestinar al viejo continente buena parte de los buques y galeras que tenía en el Caribe, quedándose sin flota permanente. Fue necesario construir una ex profeso, la conocida como Armada de Barlovento, terminada en 1643 pero absorbida cuatro años más tarde por la Armada del Océano; como tampoco se quiso aprobar el corso para las costas americanas, por el eterno miedo a que los corsarios se dedicasen paralelamente al comercio y rompieran el monopolio, la indefensión quedó patente.
En 1640, Lonvilliers de Poincy, lugarteniente general del Rey de Francia para las islas francesas de América, decidió anexionarse Tortuga, para lo cual nombró gobernador a un marino llamado Olivier Levasseur. Pero éste, sorprendentemente, se sumó a la hermandad y pasó a ser pirata. Su administración, tiránica, irritó a todos tanto como a De Poincy, pero los galos no hicieron nada contra él porque al fin y al cabo atacaba intereses españoles. No obstante, Levasseur acabó asesinado y en 1653 le sustituyó otro hombre enviado por De Poincy: Timoleón Hotman de Fontenay, que también se dejó fascinar por aquel oficio.
Con él, la cofradía llegó a disponer de una treintena de barcos y volvieron a saltar las alarmas en Santo Domingo, por lo que otra vez se envió una flota de cinco naves y unos 7setecientos soldados al mando de Gabriel de Rojas y Figueroa. Tras una auténtica batalla, los españoles aplastaron al enemigo y -ahora sí- dejaron una guarnición de centenar y medio de efectivos. Los filibusteros supervivientes, a los que se dejó marchar en libertad con la promesa de abandonar América, no respetaron la palabra dada y organizaron una flota en las Antillas francesas para reconquistar la Tortuga. Pero de camino a la isla se toparon con una escuadra española y no sólo fracasaron sino que acabaron ahorcados.
Parecía el fin de la Cofradía, pero la conquista de Jamaica por los ingleses cambió totalmente la situación, ya que Santo Domingo quedaba amenazada y necesitaba todas las fuerzas disponibles; por tanto, la guarnición de Isla Tortuga tuvo que irse y en menos de seis meses ya estaban allí los filibusteros. Corría el año 1655 y comenzaba la conocida como Edad de Oro de la Piratería, que ahora se caracterizaba por tener dos bases de operaciones: la tradicional tortuguera y la capital jamaicana, Port Royal, declarada puerto franco por Cromwell. La primera fue perdiendo paulatinamente su espíritu libertario para ir transformándose de facto en una colonia gala, sobre todo desde el mandato del gobernador Bertrand d’Ogeron, que duraría once años y estimularía el desarrollo introduciendo familias de colonos, negocios, vida sedentaria…

Algo similar ocurría en Jamaica merced a la política de su gobernador, Edward Doyley, y de su sucesor, Lord Wilson. Ambos concedían patentes de corso cuyos titulares actuaban en alianza con los piratas. Cuando en 1662 se firmó la paz entre Inglaterra y España, Wilson hizo caso omiso y autorizó una incursión contra Santiago de Cuba, manteniendo esa tónica pese a las protestas de Madrid y las advertencias de Londres, que terminó sustituyéndole por otros: Charles Lytelton, Thomas Modyford… Nada cambió porque todos los que llegaban continuaban la línea de actuación de sus predecesores.
En 1666 arribó a Tortuga el mencionado Exquemelin, que reseñó el rosario de capitanes piratas que vivieron allí esos años: Jean Legrand, Pierre Franc, el Holandés, Monbart el Exterminador, Alejandro Brazo de Hierro, Rock Brasiliano, Edward Mansvelt… Muchos de ellos alcanzaron fama y algunos hasta honores; a despecho de la realidad, su imagen ha sido a menudo idealizada por la literatura y el cine, ya que por lo general se trataba de bandidos salvajes y despiadados. Si casi todos eran así, cabe imaginarse la catadura de los peores, caso del Olonés y Henry Morgan.

Morgan fue un caso curioso porque a pesar de recibir órdenes expresas del ejecutivo inglés de combatir la piratería, lo que hacía era practicarla y con escaso recato. Su asalto a Panamá en 1671 fue la gota que colmó el vaso y se cursó su destitución junto con la de Modyford, así como el traslado a Inglaterra de ambos para ser procesados. El juicio fue una farsa porque salieron indemnes, de manera que Morgan sería uno de los poquísimos piratas que morirían en su cama, rodeado de riquezas e incluso nombrado caballero (también sería gobernador interino de Jamaica). Ahora bien, irónicamente, lo de Panamá sería el punto de inflexión que marcó el inicio del fin del filibusterismo.
Y es que España puso fin al monopolio comercial y las hasta entonces modestas colonias extranjeras vieron en ello la oportunidad de prosperar, mercadeando con las pujantes localidades españolas de ultramar. En tal contexto, los piratas perdían la estratégica utilidad que tenían hasta entonces para pasar a ser un obstáculo a su economía. No desaparecieron de golpe, pues aún se mantendrían una veintena de años hasta que en el primer cuarto del siglo XVIII resurgieron en una Edad de Plata (la de Kidd, Barbanegra, Roberts, Rackham, Vane, Bonnet…), fundando una auténtica república en Nassau; pero sí fueron declinando, debilitados por las muertes de D’Ogeron (1676) y Morgan (1688), por el terremoto que destruyó Port Royal en 1692 y por la persecución a que les sometieron las armadas española e inglesa, ahora aliadas contra Francia.
En 1697, por el Tratado de Ryswick, España cedía a los franceses la mitad occidental de Santo Domingo (el futuro Haití). La Isla de la Tortuga fue abandonada definitivamente y los filibusteros se dispersaron. Los ingleses decidieron probar suerte en otras aguas, como las del Pacífico; los demás se quedaron en las Antillas, actuando con mucha menor intensidad en espera de tiempos mejores. Pero ni unos ni otros conservaron la vieja organización; la Cofradía de los Hermanos de la Costa había llegado a su fin.
Fuentes
Piratas en América. Testimonio de un filibustero francés (Alexandre Olivier Exquemelin)/Historia de la piratería en América española (Carlos Saiz Cidoncha)/El combate a la piratería en Indias, 1555-1700 (Oscar Cruz Barney)/Breve historia de los piratas (Silvia Miguens Narvaiz)/Brethren of the Coast: The British and French Buccaneers of the South Sea (Peter Kemp y Christopher Lloyd)
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