Si hacemos caso a lo que cuenta Claudio Namaciano (un poeta galo-romano del siglo V d.C.) en su obra De reditu suo libri duo, el famoso general Flavio Estilicón ordenó quemar los Libros Sibilinos para acallar así el uso que de ellos hacían los opositores contra su gobierno. En principio no parece nada extraño, puesto que Estilicón se convirtió en regente del imperio al morir el emperador pese a la oposición del prefecto del Pretorio, Rufino. Pero es que, además trataba de combatir el paganismo en favor del cristianismo niceno oficial y esos libros eran uno de los últimos vestigios de la tradicional fe romana.

El emperador Honorio (Jean-Paul Laurens)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Pese a ser de origen vándalo, Estilicón fue uno de los principales militares de Teodosio I (incluso estaba casado con su sobrina), hasta el punto de que al morir el emperador recibió el doble nombramiento de magister militum y regente, este último debido a que el heredero, Honorio, contaba sólo nueve años. Aunque en realidad éste tenía un hermano mayor, Arcadio, que era a quien apoyaba el citado Rufino. Para prevenir disputas, el testamento de Teodosio recuperaba la división del imperio en dos partes, de modo que a Honorio le tocaba la occidental y al otro la oriental. Nunca más volvieron a juntarse.

Honorio reinó a la sombra de Estilicón, quien le casó con su hija María para estrechar el vínculo, como demuestra que al fallecer ella pronto la sustituyó su hermana Termancia. Esa unión era necesaria porque al peligro exterior, en forma de invasiones bárbaras, se sumaba uno interior, el de los intentos de golpe de estado o rebelión. Hasta nueve insurrecciones se registraron, declarándose emperadores varios generales como Marco, Graciano y Constantino III. Estilicón fue capaz de sortearlas a la vez que aplacaba a los bárbaros negociando merced a su propio origen germánico, dado que no tenía fuerza suficiente para enfrentarse con ellos.

Lamentablemente, eso era un arma de doble filo y, debidamente azuzado por los opositores, hacía que arreciasen las críticas contra él sin importar que consiguiese rechazar la invasión de los visigodos de Alarico entre los años 401-405 d.C., al igual que la posterior del ostrogodo Radagaiso entre el 405-406 d.C. (formada por una coalición de godos, vándalos, suevos, burgundios y alanos). El hecho de que él mismo no fuera romano de nacimiento era motivo de rechazo y se le acusaba de «enriquecer y agitar a los bárbaros», en un contexto de legislación y disturbios xenófobos.

Díptico de marfil con los retratos de Estilicón, su mujer Serena y su hijo Euquerio/Imagen: Bullenwächter en Wikimedia Commons

Todo ello le volvió muy impopular, agravado por el hecho de que se rumoreaba que era arriano. No parece probable y si no fuera bastante evidencia que su propia esposa, Flavia Serena, era una fervorosa cristiana nicena enemiga de herejías, la política religiosa que aplicó debería bastar para desmentirlo, siempre en defensa de la rama oficial: Agustín de Hipona (San Agustín) le convenció para que persiguiese el donatismo y hasta se prohibieron los ludi gladiatorii (combates de gladiadores) por considerarlos un espectáculo imcompatible con la doctrina de Cristo.

Sin embargo, Estilicón tenía una concepción personal de la fe menos extrema que la mayoría y, dentro de la línea de proscripciones que decretó, seguía cierta laxitud: por ejemplo, se negó a derribar los templos paganos para mantener la imagen clásica de las ciudades romanas, manifestaba un respeto hacia el Senado insólito en la época (abundaban los senadores aferrados a la vieja religión) y hasta contó con colaboradores no cristianos, como su discípulo Claudiano, poeta greco-egipcio cuya especialidad era escribir panegíricos de su maestro y que se negaba a abrazar las nuevas creencias.

Partición del imperio de Teodosio en dos, para Arcadio y Honorio/Imagen: Geuiwogbil en Wikimedia Commons

La destrucción de los Libros Sibilinos (que no deben confundirse con los Oráculos Sibilinos, muy posteriores) obedecería así al doble objetivo de acallar a la oposición y demostrar la firmeza de sus creencias, ya que se decía que auguraban un hipotético plan suyo para tomar el poder. Más aún, en ellos habría una profecía, que se remontaba a la fundación de Roma, según la cual Rómulo observó el vuelo de doce buitres sobre la colina Palatina, deduciendo que el poder romano se limitaría a doce siglos. Acabando con ese oráculo, Estilicón pretendería hacer olvidar que estaba a punto de concluir ese período y con él Roma misma.

Eso suponiendo que sea cierto lo que cuenta Rutilio Claudio Namaciano, quien al fin y al cabo vivió en la misma época y además era un personaje de cierta alcurnia: hijo de un prefecto de Roma, él mismo llegó a ocupar ese puesto y el de magister officiorum (una especie de secretario de estado) en el año 414 d.C. Lo que pasa es que Namaciano permanecía fiel a la antigua religión y encima formaba parte del grupo de críticos con la política de alianzas con los bárbaros.

Dicho de otra manera, era uno de esos opositores que se enfrentaban a Estilicón, por lo que no resulta raro que en el reseñado poema De Reditu Suo, una visión del pasado glorioso de Roma (el título mismo significa «Sobre su regreso») contada en forma de viaje por la Galia en tono melancólico pero esperanzador, no sólo incluyera mordaces sátiras del cristianismo acusándolo del declive (lo que hizo que San Agustín lo rebatiera en su Civitate Dei) sino que también hiciera responsable al odiado regente de la quema de los Libros Sibilinos.

«El traidor no se contentó con atacar [a Roma] con las armas de los godos. Ha aniquilado, con los Libros Sibilinos, el futuro revelado en Roma. […] ¡Que se suspendan los tormentos del infernal Nerón! Una sombra más culpable debe invocar las antorchas de las Furias. Nerón sólo golpeó a un mortal. Es a un inmortal al que Estilicón ha golpeado: uno ha matado a su madre, el otro a la madre del mundo.»

¿Y qué eran los Libros Sibilinos? Se trataba de una colección de textos mitológicos, proféticos, que los romanos consultaban como posible guía para saber de qué manera actuar cada vez que pasaban por un acontecimiento histórico trascendental. De hecho, su nombre derivaba de las sibilas o profetisas, para los griegos aquellas mujeres que, inspiradas por Apolo, tenían el don de la clarividencia. Más en concreto, de la sibila cumana (aunque otras versiones hablan de las sibilas helespontina y eritrea), a la que se consideraba la más importante de las diez conocidas. Cumas era una ciudad de la Magna Grecia (en lo que hoy es la región de Campania, en el sur de Italia),

La sibila de Cumas pintada por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Considerada hija de un humano y una ninfa, Virgilio la saca en la Eneida guiando a Eneas por el Hades y, según otro mito, Apolo accedió a concederle el deseo que le pidió: vivir tantos años como granos de arena había cogido en su puño; sólo que lo hizo literalmente, sin tener en cuenta el proporcionarle también la eterna juventud, de modo que ella llegó a sumar casi un milenio tan envejecida que tuvieron que meterla en una jaula colgada del templo del dios. Pero el episodio que más directamente nos atañe es aquel que la relaciona con Tarquinio el Soberbio, último rey de Roma.

El monarca rechazó comprar los nueve libros de profecías que ella le ofrecía, una recopilación de oráculos hecha en el siglo VI a.C., al considerarlos demasiado caros. La sibila destruyó tres y le pidió el mismo precio por los otros seis; obviamente, él volvió a decir que no y entonces otros tres fueron quemados. Temiendo que no quedara ninguno, Tarquinio aceptó comprar los restantes pero tuvo que pagar el importe inicial. Ésos fueron los que se guardaron en el templo de Júpiter Capitolino y que se incorporaron a la religión romana como elemento sagrado importante, tal como testimonian autores como Marco Terencio Varrón (citado por Lactancio en Institutiones divinae) o Aulo Gelio (en sus Noctes atticae) .

Tarquinio el Soberbio rechaza los libros que le ofrece la sibila (Mary MacGregor)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El Soberbio reinó entre los años 534 y 509 a.C., así que los Libros Sibilinos formaron parte de la mayoría de la historia de Roma. Habría que hacer una matización, eso sí: a partir del año 83 a.C. ya no eran los originales, pues éstos resultaron consumidos por el incendio que devoró el edificio y el Senado tuvo que enviar delegados a diversas ciudades para realizar una nueva compilación a partir de copias. Se depositaron en el nuevo templo reconstruido pero en el 12 a.C. Augusto los mandó trasladar a otro, el de Apolo Patroos que había en el Palatino.

Podía hacerlo porque, además de emperador, tenía el cargo de pontifex maximus o sumo sacerdote del colegio de pontífices. Al respecto, cabe decir que el collegium pontificum, institución que agrupaba a todos los sacerdotes de la religión romana, estaba compuesto además por otros seis colegios. De ellos, había tres mayores, por encima del resto en importancia (junto al del pontifex maximus, evidentemente): el de las vestales (representado por la Virgo Vestalis Maxima), el del Rex Sacrorum (sumo sacerdote de los patricios) y el de los flamines (los sacerdotes de mayor prestigio). Otros dos eran el de augures (adivinos) y el de epulones o septenviros (los siete encargados de organizar fiestas y juegos).

Faltaría uno que aquí nos interesa especialmente, el de quindecimviri sacris faciundis. Los quindecenviros, como indica su nombre, eran quince varones con dos tareas principales. Una consistía en supervisar, y aprobar en su caso, la instauración del culto a nuevos dioses, pues en el ámbito de las creencias Roma resultaba bastante abierta. La otra era custodiar los Libros Sibilinos. Al principio no había quince integrantes sino dos (duunviros) y ambos tenían que ser patricios, pero a mediados del siglo IV a.C., por las leyes Licinio-Sextias que impulsaron los tribunos de la plebe, se amplió su número y se estableció que la mitad fueran plebeyos.

El templo de Júpiter Capitolino en una maqueta de Roma/Imagen: Jean-Pierre Dalbéra en Wikimedia Commons

Posteriormente, los quindecenviros pasaron a incorporarse recurriendo a la cooptación (cubrir las vacantes mediante los votos del resto) y, ya en el siglo III a.C., se encargaban de su elección los comicios tribunados (asamblea de ciudadanos reunidos por tribus).

En cualquier caso, ellos tenían la misión de guardar los Libros Sibilinos y abrirlos públicamente cuando el Senado lo ordenaba, cosa que, como decíamos, solía ocurrir en situaciones especiales, difíciles o confusas, para ver si había escrita alguna profecía al respecto y, con ella, una posible solución.

Los historiadores romanos dieron cuenta de algunas: la epidemia de peste del año 399 a.C. que originó la institución del lectisternium (un banquete votivo que organizaban los quindecenviros hasta que se creó el colegio de epulones); la amenaza de Aníbal tras su victoria en Cannas en el 216 a.C. (que se quiso solventar enterrando vivos a dos griegos y dos romanos); la Segunda Guerra Púnica misma, que seguía, entre el 205-204 a. C. (que supuso la importación de una estatua de Cibeles desde Pérgamo, además de hacerse otro lectisterium y un festival llamado Megalesia, con teatro, carreras de carros y exaltación de la mencionada Cibeles); el famoso incendio de Roma en tiempos de Nerón (64 d.C.); etc.

Sacerdotes romanos oficiando una ceremonia (ilustración del libro Les décades de Tite Live)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

No obstante, consultar los libros era algo que quedaba a elección de las autoridades, el Senado durante la república, el emperador más tarde. Tiberio, por ejemplo, se negó a hacerlo cuando el Tíber se desbordó e inundó Roma en el 15 d.C. aduciendo que las cosas relacionadas con lo divino debían permanecer en secreto. De todos modos no siempre resultaba satisfactoria la consulta: Majencio recurrió a ellos en el 312 d.C., antes de enfrentarse a Constantino en la batalla del Puente Milvio, y no le sirvieron para nada.

La importancia de los Libros Sibilinos estriba también en que constituyen una prueba patente de la creciente influencia que iba ejerciendo la religión griega en la romana, hasta su adopción basada -o inspirada en buena medida- en la etrusca. No dejaba de tener una parte irónica, puesto que, como vimos antes, se relacionaban bastante con Cibeles, una diosa de origen frigio; claro que la propia sibila, pese a vivir en Cumas, había nacido en Eritras, ciudad jonia (en la costa occidental de lo que hoy es Turquía, país donde también se ubicaba Frigia). De hecho, los libros estaban escritos en hexámetros griegos y precisaban de un traductor para su lectura.

Estatua de Cibeles (Francisco Gutiérrez, Roberto Michel y Miguel Ximénez)/Imagen: Carlos Delgado en Wikimedia Commons

Según Cicerón, que tuvo acceso a ellos, las iniciales de los versos formaban acrósticos, algo que corrobora San Agustín aunque retorciendo probablemente su interpretación: asegura que uno de esos acrósticos daba la improbable expresión Jesucristo hijo de Dios, salvador.

Es imposible saberlo porque ya vimos que los libros no sobrevivieron, salvo que sea cierto que unos setenta hexámetros del Memorabilia o Libro de las maravillas, del historiador heleno Flegón de Trailes (que vivió en el siglo II d.C.), correspondan a oráculos originales; no hay unanimidad al respecto.

Lo cierto es que, si aquella nefasta profecía sobre la visión de Rómulo existió de verdad, los Libros Sibilinos acertaron en lo básico; al menos según la historiografía tradicional (hoy muy matizada): en el 476 d.C., es decir, antes de que terminase el siglo, se produjo la caída del Imperio Romano de Occidente cuando el caudillo hérulo Odoacro depuso y sustituyó al último emperador, Rómulo Augústulo.


Fuentes

De Reditu Suo (Rutilio Claudio Namatiano-IntraText)/Temples, religion, and politics in the Roman Republic (Eric M. Orlin)/Religions of Rome (Mary Beard, John North y Simon Price)/Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/Historia de Roma (Francisco Javier Lomas Salmonte y Pedro López Barja de Quiroga)/The last pagans of Rome (Alan Cameron)/Wikipedia


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