Uno de los rincones más iconográficos del Foro romano es un fragmento del muro de una cella rodeado por cinco columnas corintias que, apoyadas sobre un podio, sostienen los restos de un entablamento adintelado con friso y arquitrabe.

Es lo que queda del antiguo templo de Vesta, que custodiaba el fuego sagrado y fue clausurado en el año 391 por el emperador Teodosio I cuando prohibió definitivamente la antigua religión. También en ese momento finalizaron definitivamente las funciones que desempeñaba Celia Concordia, la última vestal.

El templo de Vesta está bajo la colina Palatina, en el extremo este del Foro, ante la Regia (residencia del pontífice máximo) y cerca del de Cástor y Pólux; en suma, el corazón de lo que antaño era el barrio de las vestales. Vesta, hija de Saturno y Ops (diosa sabina de la fertilidad y la tierra, equivalente a la Rea griega), hermana por tanto de Júpiter, Neptuno, Plutón, Juno y Ceres, era la diosa del hogar y la fidelidad, una asimilación de la Hestia helena pero con mayor importancia.

Ruinas del templo de Vesta y reconstrucción digital/Imagen 1: Tobias Helfrich en Wikimedia Commons – Imagen 2: Lasha Tskhondia en Wikimedia Commons

La tradición dice que su culto fue establecido por el rey Numa Pompilio en agradecimiento por su intercesión para que su abuelo Numitor no matase a su hija Rea Silvia, que había quedado embarazada de los gemelos que luego serían Rómulo y Remo; el primero sería precisamente el padre de Numa, así que se explica la iniciativa de su vástago. Como el culto precisaba de un clero, se instituyó una clase sacerdotal exclusivamente femenina -cosa insólita en Roma- cuya misión principal era mantener encendido el fuego sagrado.

Esa llama constituía la única representación de la diosa, al carecer de iconografía humana específica, por lo que nunca debía apagarse, ya que ello supondría un augurio de desastre para la ciudad. De ahí la leyenda de la vestal Emilia, que al quedarse dormida y extinguirse el fuego imploró a Vesta que lo reviviera y ella accedió: un extremo de la túnica de Emilia había quedado sobre los rescoldos, quemándose aún, por lo que pudo reactivarse. De lo contrario, la habrían azotado y hubieran tenido que prender el fuego otra vez, previa autorización del Senado, utilizando un espejo para reflejar los rayos del sol.

Las vestales (José Rico Cejudo)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ahora bien, mantener el fuego era su función más importante pero no la única; había otras, como preparar la mola salsa, unas gachas de pan ácimo (sin levadura) y salado que la gente ofrendaba ceremonialmente a los dioses en el lararium (altar doméstico) durante la celebración de fiestas como las Vestales, las Matralia, las Fornacalia y las Lupercalia, además de en todas aquellas que se hicieran en honor de Júpiter. Asimismo, cuidaban del Palladium, una estatua de Atenea (Minerva) que según la tradición había sido llevada a Roma por Eneas al escapar de Troya. También custodiaban los testamentos de romanos ilustres, caso de Julio César.

Las vestales eran dos al principio pero fueron aumentando su número, primero a cuatro y luego hasta seis. Debían tener padres patricios, ser hermosas y vírgenes, jurando mantener su castidad so pena de muerte. Vestían una palla (chal) sobre la túnica y se tocaban con una característica y exclusiva vitta (cinta que anudaba sus seis trenzas reglamentarias), un sufíbulo (velo blanco, de lana) y una ínfula (cintas colgantes de color rojo).

Cuando tenían entre seis y diez años, el pontifex maximus, director de su collegium, las seleccionaba para un cometido al que dedicarían treinta años de su vida (diez de aprendizaje, diez de servicio y diez de enseñanza a sus sucesoras); el rito iniciático consistía en cortarles el cabello y suspenderlas de un árbol para simbolizar su independencia. Residían en comunidad, en un edificio situado detrás del templo que les fue cedido en el siglo II a.C. y se conocía como Atrium Vestae. La pregunta que muchos se harán es: ¿merecía la pena tanto sacrificio?

En cierto modo sí y lo demuestra que muchas eligieran quedarse en el seno del collegium al terminar su servicio. Al fin y al cabo, aparte de garantizar la continuidad de Roma, las vestales gozaban de unas prerrogativas superiores a las de la mayoría de las mujeres romanas: tenían plena potestad sobre sus bienes y personas, sin necesidad de someterse a la autoridad de un curator (tutor), podían hacer testamento, estaban autorizadas a decidir la libertad de un reo durante su camino al cadalso si el encuentro era casual (también de un gladiador derrotado) y cualquier atentado contra ellas, ya fuera de acción o de palabra, se castigaba con la pena capital.

Reconstrucción de la Casa de las Vestales (Christian Huelsen)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Al mando de las vestales estaba una Virgo Vestalis Maxima o Suma Vestal que las representaba en el collegium pontificum, un colegio de pontífices (la jerarquía sacerdotal más alta), compuesto además por el Pontifex Maximus, el Rex Sacrorum (sumo sacerdote de los patricios) y los flamines (los sacerdotes de mayor prestigio). Conviene aclarar que había otros tres colegios, el de augures (adivinos), el de quindecimviri sacris faciundis (los quince custodios de los Libros Sibilinos y de los dioses extranjeros) y el de epulones o septenviros (los siete que debían organizar fiestas y juegos).

Vierges antiques (Jean Raoux)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La Vestalis Maxima destacaba sobre las otras dos sumas sacerdotisas romanas, la Flaminica Dialis y la Regina Sacrorum, en que éstas ejercían su labor junto a sus homólogos masculinos, mientras que ella tenía la responsabilidad absoluta. Y la última en ejercer ese prestigioso cargo fue Máxima Celia Concordia, que accedió a él en el año 384 d.C. Si alguna vez imaginó que pasaría a la posteridad no sería por eso ni por lo que lo hicieran otras, unas ejecutadas por violar su celibato (veintidós en toda su historia), otras por su heroico sacrificio ante el peligro (Tarpeya) y algunas por su intervención más o menos directa en la política (Claudia).

No, si Celia Concordia aspiraba a inmortalizar su nombre más bien sería, acaso, por intentar superar los cincuenta y siete años que ocupó el puesto una predecesora suya, Occia, que lo asumió en el 38 a.C. y lo mantuvo hasta su fallecimiento en el 19 d.C. sin que desde entonces nadie pudiera acercarse a ese récord. Pero le tocó pasar por algo mucho más amargo para ella y para todos los devotos: el fin de la religión romana politeísta y su sustitución por otra monoteísta que hacía ya tiempo que se había extendido hasta prácticamente desplazar a la primera: el cristianismo.

Nacido tres siglos antes, había crecido para constituir una fe estructurada que se fue divulgando entre los romanos, a despecho de las persecuciones desatadas en su contra por algunos emperadores. Hacia el año 300 d.C. ya estaba arraigado, tanto entre las clases populares como las acomodadas, de manera que algunos autores creen que podía alcanzar hasta una cuarta parte de la población total del imperio. Una realidad insoslayable que llevó a Constantino el Grande a permitir su culto junto a las demás religiones en el 313 d.C. e incluso a bautizarse poco antes de morir, veinticuatro años más tarde.

Visión de la Cruz por Constantino (Giulio Romano, Giovanni Francesco Penni y Raffaellino del Colle)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El paso definitivo lo dio Teodosio en el 380 d.C. con el Edicto de Tesalónica, por el que el cristianismo se convertía en la religión oficial del Imperio Romano. Las demás creencias seguían permitidas y ello incluía la tradicional romana, sólo que desplazada a un lugar secundario porque ya no representaba al estado en sus ceremonias ni recibía financiación. A falta de solucionar el problema de las diversas corrientes doctrinales, la jugada de Teodosio fue astuta porque se constituía como máxima autoridad de los cristianos, sacerdotes incluidos. No obstante, eso le enfrentó a la jerarquía y en el 390 incluso fue excomulgado por el obispo Ambrosio, debido a que había ordenado la muerte de miles de personas en Tesalónica como represalia por la muerte del gobernador militar de la ciudad.

Estatua del emperador Teodosio I el Grande/Imagen: Benjamín Núñez González en Wikimedia Commons

Para congraciarse tuvo que mostrar arrepentimiento y cambiar su política de tolerancia hacia los paganos por otra de signo contrario. Así, prohibió los sacrificios de sangre, suprimió las asignaciones económicas a los cultos y decretó el cierre de templos y santuarios, muchos de los cuales fueron demolidos para erigir sobre las ruinas iglesias cristianas; en ese contexto se produjo la destrucción del Serapeum de Alejandría y con él, probablemente, la famosa biblioteca. Todo aquel que practicase otra religión sería procesado y se abolieron los Juegos Olímpicos.

Como cabe imaginar, en tal situación Vesta quedaba proscrita y con ella las vestales. El canto del cisne de Celia Concordia como Vestalis Maxima tuvo lugar en el 391, cuando Teodosio cerró el templo de Vesta; ella y sus sacerdotisas tuvieron que abandonar la casa que ocupaban, construida por Septimio Severo en el 191 d.C. al haber ardido la anterior en un incendio, para reconvertirla en residencia de funcionarios (y luego, corte del Papa). Celia Concordia conservó el cargo tres años pero, obviamente, estaba abocado a desaparecer y los acontecimientos políticos lo precipitaron.

Invocación, una vestal vista por Frederic Leighton/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En el 392 d.C., el emperador de occidente Valentiniano II se quitó la vida o fue asesinado por su magister militum, el general de origen franco Arbogastes. Teodosio le acusó del crimen y cuando vio que aupaba al trono a un pagano, Eugenio, le declaró la guerra.

Ésta se dirimió en la batalla del Frígido, donde Teodosio obtuvo la victoria, logrando reunificar el imperio por última vez. Era el año 394 d.C. y Celia Concordia entendió que se había acabado su época, renunciando a ser Vestalis Maxima.

¿Qué fue de ella a continuación? La tradición dice que vivió doce años más y poco antes de fallecer, terminó por convertirse al cristianismo, quizá sinceramente, quizá forzada. En el 384 d.C., a la muerte de Vetio Agorio Pretextato, un patricio romano que se distinguió en la oposición al cristianismo, ella había mandado levantar una estatua en su honor y la viuda de éste correspondió aquella atención poniendo otra de Celia en su jardín.

Ésta escultura se encontró durante el Renacimiento pero volvió a perderse posteriormente; una pena porque era el testimonio póstumo de la última vestal.


Fuentes

The History of the Vestal Virgins of Rome (T. Cato Worsfold)/Rome’s Vestal Virgins. A study of Rome’s Vestal Priestesses in the Late Republic and Early Empire (Robin Lorsch Wildfang)/From Good Goddess to vestal virgins. Sex and category in Roman religion (Ariadne Staples)/Vestal Virgins, Sibyls, and Matrons. Women in Roman Religion (Sarolta A. Takács)/La religión romana. Historia, política y psicología (Jean Bayet).


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