Si alguien cree que la corrupción es un fenómeno exclusivo de nuestros días se equivoca de medio a medio; estafadores, aprovechados y oportunistas los ha habido siempre y en la Historia hay unos cuantos sobradamente acreditados, ya desde el principio de los tiempos. Y, claro, la antigua Roma no iba a ser una excepción. De los varios ejemplos que se podrían citar, vamos a echar un sucinto vistazo a un par de ellos que montaron un fraude a finales del siglo III a.C. a base de falsos naufragios para cobrar el seguro: Marco Postumio Pirgense y Tito Pomponio Veyentano.

No tratándose de personajes heroicos ni realmente trascendentes, es muy poco lo que sabemos de ellos y limitado a las actividades ilícitas que desarrollaron, siendo Tito Livio la única fuente documental para conocerlas. Todo ocurrió en un contexto tan propicio como suele ser siempre el bélico: la Segunda Guerra Púnica.

Esta contienda volvía a enfrentar a romanos y cartagineses por el control del Mediterráneo occidental tras otra anterior que había tenido lugar entre el 264 y el 241 a.C. y que terminó con la victoria de los primeros, que lograron su objetivo de arrebatar Sicilia a sus enemigos (excepto Siracusa) y, aprovechando un conflicto interno que éstos sufrieron a continuación con los mercenarios que tenían contratados, expoliarles también Córcega y Cerdeña.

El Mediterráneo occidental al comienzo de la Segunda Guerra Púnica/Imagen: Rowanwindwhistler en Wikimedia Commons

Veintitrés años más tarde esa rivalidad volvió a eclosionar cuando el clan púnico de los Barca, encabezado por Amílcar y su yerno Asdrúbal, encontraron en la explotación de las riquezas de Hispania la solución al maltrecho estado en que había quedado la economía de su república. Tras ellos, el hijo del primero, Aníbal, tomó el relevo y fue expandiendo los dominios cartagineses a costa de otras ciudades ibéricas. Como algunas estaban bajo la órbita romana, era inevitable un nuevo choque entre ambas potencias y Aníbal decidió adelantarse, tomando la iniciativa de encabezar personalmente su famosa expedición a Italia, donde aplastó a sus adversarios en las célebres batallas de Trebia, Trasimeno y Cannas.

Con ellas se atrajo la alianza de multitud de pueblos itálicos, además de la de Macedonia. Quinto Fabio Máximo había ido retrasando el progreso cartaginés con astutas tácticas dilatorias que, sin embargo, no gustaban a los romanos, por lo que terminó siendo desplazado. Así estaban las cosas para los romanos, con el peligro a las puertas de su capital, algunas poblaciones uniéndose al invasor y las legiones medio deshechas, cuando todo empeoró al llegar la noticia de que el prefecto Tito Pomponio Veyentano, no sólo había sido derrotado por Hannón, el lugarteniente de Aníbal, sino que había caído prisionero, con la consiguiente mala prensa que ello suponía. Tito Livio le describe en términos nada favorables:

«La perdida menos importante fue la captura, entre los demás, del propio prefecto, responsable entonces del aventurado combate y anteriormente recaudador de impuestos con toda clase de malas artes, poco de fiar y ruinoso, tanto para sus colegas como para el Estado».

Posilbe busto de Escipión encontrado en el mausoleo de su familia/Imagen: Carole Raddato en Wikimedia Commons

La situación se acercaba al límite y toda Roma temblaba ante la llegada de Aníbal, desatándose cierta histeria entre la gente. Los campesinos abandonaron sus campos y corrieron a refugiarse tras las murallas, el pueblo dejó de practicar el culto religioso y, en cambio, se practicaron tradiciones poco habituales, exclusivas de momentos de excepción, como el Ver sacrum o Primavera Sagrada, en la que se inmolaba todo lo nacido durante esa estación (incluyendo niños, según algunos autores, aunque otros creen que sólo animales y los humanos eran enviados a una peregrinación al cumplir la mayoría de edad), o el Mundus (antiguo templo etrusco donde se celebraba un ritual que regaba la tierra con la sangre de las víctimas).

El caos afectó también a la política. Para no desviar a los cónsules de sus deberes militares se eligió dictador a Cayo Claudio Centón, aunque luego se escogió para el consulado a Quinto Fulvio Flaco y Apio Claudio Pulcro, tras lo cual Centón dejó su cargo. Cabe decir, a modo de curiosidad, que uno de los ediles curules elegidos fue un personaje que luego resultaría decisivo: Publio Cornelio Escipión, antes de ganarse el agnomen de Africano y a quien se oponían los tribunos de la plebe porque no tenía aún la edad reglamentaria («Si todos los ciudadanos quieren elegirme edil, tengo años bastantes» fue su respuesta).

Los nuevos cónsules recibieron dos legiones cada uno para enfrentarse a los cartagineses pero no era suficiente y tuvieron que reclutar otras por su cuenta, sumando al final un total de veintitrés. No resultó nada fácil porque las derrotas, el abandono de los campos y los obstáculos sufridos por el comercio se habían plasmado en una acuciante escasez de recursos. Quinto Fulvio Flaco convocó entonces una contio o asamblea, en la que informó que se sacaría a subasta pública el equipamiento de todas esas fuerzas. Los beneficiarios, eso sí, tendrían que comprometerse a esperar a cobrar hasta que las finanzas lo permitiesen. A cambio, se les compensaría eximiéndoles de incorporarse a filas; asimismo, se les garantizaba el cobro del seguro previsto para el transporte de esos suministros.

El seguro se convirtió en el principal fraude. En realidad no era algo nuevo, pues Tito Pomponio Veyentano ya lo había practicado en el pasado, antes de ser capturado por Hannón, pero ahora se le sumó Marco Póstumo Pirgense, un publicano (recaudador de impuestos) del que Tito Livio dice que «obstaculizó el reclutamiento de los cónsules y estuvo a punto de provocar disturbios graves» y «cuyas trampas y codicia durante muchos años ningún ciudadano había igualado, si exceptuamos a Tito Pomponio Veyentano». ¿En qué consistían sus tejemanejes? El propio Livio lo explica con claridad:

“Estos dos, como los riesgos del trasporte de material para el ejército corrían a cargo del estado en caso de temporal, se habían inventado naufragios inexistentes, y en el caso de los que eran reales, no eran fortuitos, sino provocados por ellos fraudulentamente. Cargaban en barcos viejos y averiados unos cuantos suministros de escaso valor, lo echaban a pique en alta mar después de recoger a la tripulación en lanchas preparadas a tal efecto, y presentaban un informe falso, exagerando el valor de la mercancía». 

Es decir, fletaban barcos que estaban en malas condiciones, guardaban en sus bodegas pequeñas cargas de cosas de escasa utilidad, falseaban los albaranes reseñando que las naves iban llenas y finalmente las hundían deliberadamente en alta mar como si hubieran naufragado por un temporal. A continuación, presentaban el correspondiente parte de siniestro al Estado, que era el que tenía que hacerse cargo de pagar la póliza del seguro acordado en el contrato de adjudicación. A veces ni siquiera se tomaban la molestia de usar barcos reales, limitándose a consignar su pérdida.

El truco era tan evidente que no faltaron denuncias. El pretor Marco Emilio Lépido, por ejemplo, lo hizo en 213 a.C. ante el Senado; pero inútilmente porque éste no quería incomodar a los publicanos y arriesgarse a entorpecer el suministro militar en aquellas graves circunstancias. Sin embargo, existía la sospecha de que los senadores se llevaban un porcentaje por mirar hacia otro lado y el escándalo fue creciendo como una bola de nieve rodante hasta poner en riesgo la seguridad misma de Roma: ante aquel abuso, la gente empezó a mostrarse remisa a un reclutamiento del que se libraban los corruptos.

Un as con la imagen de Jano de mediados del siglo III a. C/Imagen: Grupo Numismático Clásico en Wikimedia Commons

Al año siguiente, dos tribunos de la plebe, Espurio Carvilio y Lucio Carvilio -quizá hermanos-, propusieron procesar a Marco Postumio y multarlo con doscientos mil ases (de origen etrusco, el as de bronce fue la moneda preponderante en Roma hasta la reforma de Augusto). Se fijó una fecha para ello pero Postumio no se quedó de brazos cruzados; se guardaba, como as en la manga, el apoyo de otro tribuno llamado Cayo Servilio Casca, pariente suyo, cuyo veto bastaría para poner fin a la votación. O eso pensaba él porque cuando llegó el día del debate, con asistencia masiva de la plebe en el Capitolio, las cosas transcurrieron de forma distinta. Recurramos de nuevo a Tito Livio:

«Nombrados interventores, los tribunos retiraron al pueblo y se trajo una urna para que sortearan dónde votarían los latinos. Entretanto los publicanos instaban a Casca para que retrasase la fecha de la asamblea; el pueblo protestaba; por otra parte, Casca casualmente ocupaba un asiento en primera fila, en un extremo; lo agitaban sentimientos encontrados de temor y vergüenza al mismo tiempo. En vista de que no podían confiar demasiado en su apoyo, los publicanos, con el objeto de sembrar la confusión, irrumpieron en cuña en el espacio que había quedado libre al retirarse el público, discutiendo a la vez con el pueblo y con los tribunos».

Es decir, había una polarización de posturas que además estaban totalmente enfrentadas: la de las clases acomodadas, en la que los publicanos empezaban a constituir el nuevo estamento ecuestre, y la de la plebe. Y ese choque social, prolongación del ancestral entre patricios y plebeyos, no era sólo verbal sino también físico; de hecho, hubo un conato de pelea que obligó a intervenir personalmente al cónsul Fulvio. Dirigiéndose a los tribunos, les instó a disolver la asamblea so pena de que aquello desembocara en una insurrección. Le hicieron caso y fue convocado el Senado, a quien se informó de que los publicanos habían reventado la asamblea con su osadía y violencia.

Se comparó la empecinada actitud de Postumio con la ejemplar de Marco Furio Camilo y otros personajes de la historia romana, que habían aceptado ser condenados y desterrados antes que traer la ruina de Roma. En efecto, eran actitudees muy diferentes. Así lo explica Livio:

«Postumio Pirgense le había quitado por la fuerza el derecho al voto al pueblo romano, había suprimido una asamblea de la plebe, había desautorizado a los tribunos, había presentado batalla al pueblo romano, había tomado una posición para cortar el contacto entre los tribunos y la plebe y para impedir que se llamase a las tribus a votar. Lo único que había contenido a la gente de entablar una lucha sangrienta era la flexibilidad de los magistrados, que en vista de las circunstancias habían cedido ante el desvarío y la osadía de unos pocos y se habían dejado vencer ellos y el pueblo romano disolviendo voluntariamente una asamblea que el acusado iba a impedir por la fuerza de las armas, para no dar un pretexto a los que buscaban pelea».

El Senado concluyó que se trataba de un acto de violencia contra el Estado que podía sentar un peligroso precedente, por lo que los dos tribunos retiraron la propuesta de multa para pedir una pena mayor: si no satisfacía el importe exigido debería ser encarcelado. Postumio cedió y depositó la fianza pero no se presentó; los tribunos exigieron que compareciera antes de las calendas de mayo o sería condenado a destierro y sus bienes incautados, moción que aprobó la plebe. Finalmente optó por exiliarse con algunos fieles mientras la acción de la justicia se extendía a sus partidarios:

«Después, a todos los que habían instigado a la masa y promovido los disturbios les señalaron día los tribunos para responder a una acusación capital y les exigieron fianzas. Primero metían en la cárcel a los que no depositaban la fianza y después incluso a los que estaban en disposición de depositarla. Para eludir ese riesgo la mayoría se exiliaron. Así fue el desenlace del fraude de los publicanos y la osadía con que después trataron de taparlo».


Fuentes

Ab urbe condita (Tito Livio)/Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/Corrvpta Roma (Pedro Ángel Fernández Vega)/La caída de Cartago. Las Guerras Púnicas, 265-146 a.C. (Adrian Goldwsoworthy)/Wikipedia


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