En el siglo XVII fueron famosos los enfrentamientos intelectuales entre defensores de estilos diferentes. En España tenemos el caso de los culteranistas y los conceptistas, cuyas antitéticas posiciones literarias encarnaron Góngora y Quevedo respectivamente, llegando a lo personal. Pero también ocurrió en otras especialidades y países.
Uno de los ejemplos más curiosos fue lo que se bautizó como el Debate del color. Tuvo lugar en Francia con la contraposición entre poussinistas y rubenistas, defendiendo los primeros que en pintura tenía mayor importancia el dibujo que el color, mientras que los segundos sostenían la tesis contraria. Lo gracioso es que los dos artistas que usaban de referencia, Poussin y Rubens, hacía mucho que habían muerto.
Nicolas Poussin nació en Normandía en 1594 y aprendió el oficio en París, de la mano de maestros flamencos. Era habitual entonces que los artistas viajaran a Roma para conocer de cerca a los grandes y en 1624 se estableció en la Ciudad eterna, donde se empapó del clasicismo y lo trasladó a su arte, trabajando para el cardenal Barberini y el Papa.
Eso llamó la atención de Richelieu, que le ofreció ser el pintor de la corte de Luis XIII. Él aceptó y regresó, pues, en 1640, aunque sólo por dos años porque las intrigas de aquel entorno le desagradaban y volvió a irse a Roma, donde murió en 1665. Consecuentemente, este pintor desdeñó el gusto que se había impuesto en Francia por lo decorativo para adoptar los cánones clásicos, que primaban el disegno o dibujo sobre el color.
En eso se diferenciaba del famoso Pieter Paul Rubens, nacido en 1577 en Siegen (Alemania) pero en el seno de una familia flamenca -convertida luego al catolicismo- que tuvo que huir a Flandes a causa de las persecuciones religiosas. Rubens recibió una esmerada formación y tuvo varios maestros de pintura. En 1600 hizo el consabido viaje a Italia, donde conoció a otros maestros de la época como Tiziano, Veronés, Tintoretto, Carracci o Caravaggio. En suelo italiano estableció relación con nobles españoles, merced a los cuales se trasladó a España en 1603; aunque lo hacía como diplomático, su arte fue muy apreciado y recibió varios encargos.
Al año siguiente regresó al país transalpino hasta 1608, en que se fue a Amberes. Para entonces ya había desarrollado un estilo muy personal que le hizo popular en todas las cortes europeas, algo reforzado por su trabajo como diplomático para España, pues estaba entre los artistas favoritos de Felipe IV. Además, se metió de lleno también en el grabado. Murió en 1640 dejando un taller -del que salió Van Dyck- que seguía fielmente su estilo de vivos colores y dinámicos escorzos (y causando problemas a los investigadores actuales para determinar qué cuadros son suyos y cuáles de discípulos).
Rubens y Poussin, decíamos, se convirtieron en protagonistas póstumos del debate que surgió décadas después, en el último cuarto del siglo XVII. Se enfrentaban dos conceptos distintos, casi opuestos: por un lado, el enfoque clásico en el que predominaban las proporciones matemáticas y la perspectiva del dibujo; por otro, el enfoque más moderno que se centraba sobre todo en la aplicación del color como vía para alcanzar la expresividad de la pintura. No fue flor de un día porque se prolongó nada menos que cuarenta años con los miembros de la Académie royale de peinture et de sculpture (recientemente constituida, en 1648) polarizados entre ambos bandos; tampoco era una controversia ajena a otros factores, como el nacionalismo, ya que Poussin era francés y el otro flamenco.
En 1671, durante una conferencia, Philippe de Champaigne, uno de los fundadores de la academia y profesor en ella, fue de los primeros en plantear el asunto a propósito del uso del dibujo y el color por su admirado Tiziano, inclinándose por la segunda opción aunque sin entrar en detalles. Unas semanas después el pintor Gabriel Blanchard le hizo algunas objeciones, que a su vez fueron contestadas por el sobrino de Champaigne, el también pintor Jean-Baptiste, secundando a su tío. La bola empezaba a rodar y crecía por momentos.
André Félibien, arquitecto e historiógrafo, determinó la posición oficial de la academia al respecto apoyando al fallecido Poussin, del que había sido amigo. Charles de Brun, director de la institución, creyó zanjarlo todo al año siguiente, cuando declaró que «la función del color es satisfacer los ojos, mientras que el dibujo satisface la mente». Pero la puerta estaba abierta y todos los artistas y teóricos se vieron arrastrados a esa liza, a menudo en defensa de una posición u otra según el grado de relación o amistad con los defensores de cada una. En eso llevaba ventaja Poussin, no sólo por ser francés sino también por pertenecer a una generación más cercana y haber fallecido recientemente.
Roger de Piles, que también era artista pero sobre todo crítico y árbitro de las ideas estéticas del Barroco galo, tuvo parte de la responsabilidad en esa prolongación de la discusión, ya que sus escritos tenían bastante difusión y en Dialogue sur le coloris (Diálogos sobre el colorido), publicado en 1673, retomó el argumento formulado dos años antes por Champaigne inclinándose por Rubens. En 1677, publicó Conversations sur la connoissance de la peinture, que trataba explícitamente aquel debate que empezaba a apasionar en Francia. El texto, en forma de diálogo entre dos personajes llamados Pamphile -rubenista- y Damos -poussinista-, va desgranando los argumentos de uno y otro, dejando claro cuál es la postura del autor. Fue tan convincente que Armand-Jean de Vignerot du Plessis, sobrino del cardenal Richelieu, vendió los cuadros que tenía de Poussin, sustituyéndolos por otros de Rubens.
Esos argumentos que esgrimían las dos partes alcanzaban una complejidad mayor de lo que pudiera parecer a priori porque había toda una filosofía detrás de cada uno de ellos. Los rubenistas opinaban que el color resultaba más fiel a lo que es la naturaleza y el objetivo del pintor debía ser engañar al ojo representando una imitación de ésta a través del color. ¿Por qué? Porque el colorido de una obra, sostenían, tiene la capacidad de poder ser apreciado por todos, mientras que al dibujo, basado en la razón pero demasiado sujeto a los cánones clasicistas, sólo pueden entenderlo los expertos.
Frente a ello, los poussinistas recogían la idea del realismo platónico, según la cual los universales u objetos abstractos existen objetivamente pero en un orden diferente al de la realidad física, fuera de la mente humana. No obstante, pueden reconstruirse seleccionando elementos procedentes de la naturaleza mediante la razón. Consecuentemente, el color no era más que un aditamento decorativo de lo previamente dibujado y en el uso de la línea estaba la clave del arte plástico. Esto significaba que para poder apreciar el arte era necesario educar antes la mente, tal como se había concebido en el Renacimiento.
Es decir, estaba por determinar si la pintura era una actividad racional, fruto del cerebro debidamente preparado del artista y plasmada en la matemática del dibujo, o por el contrario se fundamentaba en la influencia sensual que ejercía su contemplación en el espectador a través del color. En suma, aquel período a caballo entre los siglos XVII y XVIII suponía el choque entre cierto elitismo y la iniciativa individualista popular; entre el academicismo imperante y la innovación rupturista; entre la escuela romana que representaban Rafael, los Carracci o el hombre que involuntariamente dio nombre al movimiento, Poussin, y la de la escuela flamenca, encarnada por Rubens y Van Dyck, a la que se sumaba la veneciana de Tiziano y Veronés.
Pero había más. La controversia, que ya había tenido una incipiente versión en la Italia del siglo XV, adquirió tintes nacionales debido a que el dibujo era uno de los principios básicos de la Académie royale de peinture et de sculpture y, por tanto, despreciarlo significa un ataque a la institución y a Francia misma.
Y puesto que sus miembros tenían el monopolio de los encargos reales, al estar la academia bajo patrocinio de la corona, los que no formaban parte de ella tendieron a posicionarse, efectivamente, en contra. Así, del debate puramente teórico se pasó a otro mucho más visceral, con ataques personales y publicación de panfletos acusatorios de defender intereses espurios. No obstante, algunos más templados intentaban mediar, aunque infructuosamente.
Fue el caso del abad Du Bos, que en 1719, en sus Reflexiones, tituló un capítulo de forma bien expresiva: Es inútil discutir si el dibujo y la expresión son preferibles al colorido; según explicaba, todo depende de la sensibilidad de cada uno y lo que verdaderamente importa es que la obra proporcione placer a quien la contempla.
Ese intento de conciliación cayó en saco roto. Incluso años después de terminada la polémica, quedaron rescoldos. Winckelmann diría que «el dibujo es para un pintor lo mismo que la acción para el orador Demóstenes: la primera, la segunda y la tercera cosa», añadiendo que el color «contribuye a la belleza, pero no es belleza».
En el lado opuesto, Diderot sentenciaría que «no hay nada más eficaz en el cuadro que la verdad del color: habla tanto a los ignorantes como a los ilustrados». Y completaría así su punto de vista: «Si bien lo que da forma a los seres es el dibujo, lo que les da la vida es el color -es el soplo divino que los anima-«.
Ahora bien, no se podía detener la evolución del arte, que es cíclica, y si inicialmente los poussinistas tomaron ventaja, los rubenistas empezaron a imponerse de facto gracias a un hecho poco común: que en 1699 Roger de Piles fuera admitido en la academia siendo, como era, un simple aficionado. Esa victoria se refrendó en 1717 cuando Jean-Antoine Watteau presentó la obra Peregrinación a la isla de Citera (la vemos en la imagen de cabecera) como ejercicio de ingreso en la academia y fue aceptado. El tema, pese a la referencia mitológica, era nuevo; una escena cortesana en un ambiente rural idealizado, siendo descrito con una expresión que originó una nueva categoría académica: fête galante (fiesta galante). Hecho con pinceladas rápidas que no siguen líneas y colores hábilmente administrados para representar la tarde, se conserva en el Louvre.
Paradójicamente, la temática histórica conservaba una consideración de prestigio superior, por lo que Watteau fue admitido, sí, pero sin poder evitar cierta condescencencia hacia él: «Las encantadoras pinturas de este amable pintor serían una mala guía para quien quisiera pintar los Hechos de los Apóstoles» dijo Charles-Antoine Coypel, pintor y descendiente de una familia de artistas (era sobrino de Nöel-Nicolas Coypel y su padre, Antoine, estaba al frente de la dirección de la academia). Lo cierto es que Watteau encabezaba la generación de rubenistas que traía un nuevo orden e integraban también Fragonard, Boucher y Chardin.
Y es que, aunque resulte raro a ojos actuales, la pintura rococó fue vista entonces como renovadora, casi revolucionaria, acorde con los tiempos que se vivían. En breve, cambiarían y la llegada de la Ilustración supondría un golpe de timón en lo cultural, lo social, lo científico y, lógicamente, también en lo artístico. La política no sería ajena y la Revolución Francesa supondría la eclosión del movimiento, pero ésa es otra historia.
Fuentes
Estética de la pintura (Andrea Pinotti)/El Barroco en Flandes y Francia (Ernesto Ballesteros Arranz)/Historia general del arte (Ana Mercedes González Kreysa)/El arte del fragmento (Verónica Uribe)/El Barroco (Fernando Checa Cremades y José Miguel Morán Turina)/Dialogue sur le coloris (Roger de Piles)/Conversations sur la connoissance de la peinture (Roger de Piles)/Painting and sculpture in France 1700-1789 (Michael Levey)
Descubre más desde La Brújula Verde
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.