De vez en cuando todavía se encuentran en España proyectiles de la Guerra Civil o aparecen construcciones defensivas cuyo recuerdo había quedado sepultado. Tampoco resulta raro que en otros rincones del mundo aparezcan de la Segunda Guerra Mundial, a pesar del tiempo transcurrido. Pero eso no es nada comparado con la llamada Cosecha de Hierro, nombre que se da a la recogida que se hace cada año de equipamiento bélico enterrado (munición sin explotar, alambradas, armas diversas…) desde la Primera Guerra Mundial, que en determinadas zonas de Europa sigue siendo extraordinariamente abundante y se cuenta por miles de toneladas.
Tendemos a ver la Gran Guerra como algo que ha quedado muy lejano en el tiempo y, ciertamente, ya se ha sobrepasado el siglo de su finalización. Al contrario que la contienda global que la siguió veintiún años después y de la que algunas fotos y el cine se han encargado de colorear incipientemente, la desarrollada entre 1914 y 1918 permanece en nuestra mente en blanco y negro integral y con un aire tan vintage que no extraña que se la considere el inicio real del siglo XX, más allá del corsé de las fechas. Pero la distancia cronológica no impide que sigan aflorando siniestros recuerdos materiales con una frecuencia que asombra en la misma medida que nos da una idea de las dimensiones destructoras que llegó a tener.
Porque los datos resultan escalofriantes: se calcula que durante el conflicto, se llegó a disparar una tonelada de explosivos por metro cuadrado en el Frente Occidental, dato impresionante que resulta más grave si se tiene en cuenta que uno de cada tres no llegó a detonar. O dicho de otra forma, dos tercios de los proyectiles quedaron intactos, enterrados en lo que entonces eran barrizales del frente o simplemente ocultos de la vista de las brigadas que al finalizar la guerra se dedicaron a limpiar los campos de batalla. Y el problema es que, después, dichos campos retornaron a su uso tradicional: la agricultura.
Eso ha provocado -y ocasionalmente sigue haciéndolo- un más que considerable número de víctimas, tanto militares (artificieros fallecidos cuando intentaban desarmar los artefactos) como civiles, sobre todo campesinos que al trabajar se toparon con una inesperada y mortal sorpresa pero también turistas e incluso coleccionistas de recuerdos bélicos. Algo que ocurre de forma especial en algunas regiones que durante la guerra se convirtieron en escenarios destacados de cruentas batallas.
En otro artículo vimos un ejemplo de esto en lo que se denomina Zona Roja, un triángulo formado por las localidades de Lille, Compiègne y Verdún en el que la cantidad de explosivos, proyectiles y gases no sólo alteraron el paisaje dándole una característica imagen horadada (por los cráteres de las explosiones) sino que también contaminaron el subsuelo con plomo, cloro, arsénico y ácidos de tal manera que, junto con los restos biológicos (cadáveres de humanos y animales), se prefirió no limpiarlo después de la guerra. Había razones poderosas, pues los cálculos estimaban que serían necesarios siete siglos para completar ese trabajo.
Baste decir que entre 2005 y 2006 se hallaron hasta tres centenares de proyectiles por cada 10.000 metros cuadrados, solo a 15 centímetros de profundidad. Así que, en vez de ello, se declaró al lugar inhabitable y se acotó. Pero es que en 2015, por ejemplo, siete granjas de los fértiles campos de la región gala de Meuse fueron obligadas por las autoridades a destruir sus cosechas de cereal al haberse detectado en ellas elevados índices de contaminación por metales procedentes de municiones de la Primera Guerra Mundial.
No son los únicos sitios con características de ese tipo; hay otros, sobre todo en Bélgica y Alemania. En todos ellos se lleva a cabo cada año la mencionada Cosecha de Hierro, generalmente al llegar la primavera y el otoño porque es cuando los agricultores proceden a labrar y sembrar sus campos, y cuando suelen encontrar restos de la contienda. Hay que tener en cuenta que las tierras del norte de Francia y la región de Flandes, donde se llevaron a cabo duros combates, están tapizadas hoy por amplios campos de cultivo en los que a la recolección normal se suma la de balas y obuses.
Tan abundantes son esas piezas que, por ejemplo, según las van encontrando en su jornada laboral, los campesinos belgas las colocan alineadas en los lindes de sus parcelas o en los huecos de los postes de telégrafos para que luego pasen efectivos del ejército a llevárselas y detonarlas en un centro construido ad hoc en 1980 en el municipio de Langemark-Poelkapelle. Reciben dos millares de llamadas cada año y requieren que 72 hombres salgan cada día a recopilar ese material; se da la circunstancia de que el gobierno ha incentivado el blindaje de la parte inferior de los tractores para reducir el pago de indemnizaciones. En Francia, el encargado de recoger esa peculiar cosecha es el Département du Déminage, que suma una media de 900 toneladas anuales.
Uno de los puntos calientes es precisamente una ciudad de Langemark-Poelkapell, pues no eligieron el sitio al azar. Se trata de Ypres, la mayor urbe flamenca, tristemente célebre porque allí fue donde, en abril de 1915, se usó por primera vez gas venenoso como arma: una serie de compuestos de los que destaca el elaborado a base de dicloro, que por su color se llamó popularmente gas mostaza, aunque también le quedó el nombre de iperita por el lugar de su estreno. Podían lanzarse en proyectiles especiales de artillería o simplemente liberarse desde los cilindros contenedores, dejando que el viento, previamente sondeado, empujase la nube en dirección al enemigo.
De sus terribles efectos, tanto en el ser humano como en el medio ambiente, ya hablamos en el artículo dedicado al Ataque de los Hombres Muertos: actúa al contacto de la piel, corroyéndola y tiñéndola de tono verdoso, además de consumir las mucosas y tejidos blandos húmedos, por lo que pulmones y otros órganos internos se queman desde dentro al respirar; algo parecido pasa con los ojos, de ahí que la ceguera fuera frecuente entre las víctimas de gas mostaza.
Sobre Ypres cayeron unos 300 millones de proyectiles de ambos bandos durante la Gran Guerra. Poco a poco van saliendo de nuevo a la superficie al remover las tierras para labranza o construcción; sólo en 2013 se recogieron 160 toneladas y se localizan entre 200 y 250.000 proyectiles de ese tipo al año. Ese peligroso material se almacena en el bosque Houthulst, cerca de la frontera con Holanda, bajo unos tendejones sorprendentemente abiertos, a falta de instalaciones mejores. Son nada menos que 18.000 proyectiles -, unos 300.000 kilos- que se acumulan sobre pallets o directamente en el suelo, a pesar de su alarmante estado de deterioro.
Pero hay que añadir que el 5% de los usados en aquella contienda contenían gas y los que no estallaron -un 30% decíamos- tienden a degradarse con el paso del tiempo, con el peligro de liberar su siniestra carga sobre quienes intenten moverlos, ya sean civiles o militares. De hecho, se han dado casos de personas que sufrieron quemaduras químicas por ello y se sumaron así a la larga lista de bajas registrada por la cosecha de hierro desde 1945: nada menos que 630 zapadores franceses han muerto al retirar municiones, a los que hay que añadir otros 260 (más 535 heridos) en el entorno de Ypres.
Extrapolemos esta situación a otras guerras que hoy en día arrasan otros países, con el agravante de que a menudo pertenecen al Tercer Mundo y los planes de limpieza posteriores no disponen ni de los fondos que hay en Europa ni de una preocupación expresa por parte de sus inestables gobiernos. Todos recordamos esos reportajes de civiles mutilados -a menudo niños- por pisar minas antipersonas ignotas. Hagan un repaso a los conflictos que ha habido por todo el mundo en el último medio siglo, pongamos por caso, y no sabrán dónde poner los pies.
Fuentes
Aftermath: The Remnants of War (Donovan Webster)/Cleanup of chemical and explosive munitions. Location, identification and environmental remediation (Richard Albright)/The abomination of Houthulst (Bob Ruggenberg)/Wikipedia
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