Cuando visité las islas Orcadas años atrás, una de las cosas que llevaba en mente era ver de cerca la bahía de Scapa Flow. Es un lugar que tiene la desolada tranquilidad propia del pequeño archipiélago donde se ubica, casi siempre con la luz tamizada por el mismo cielo encapotado que suele producir varias lluvias diarias.
Echando un vistazo a sus grises aguas, extrañamente plácidas al estar protegidas por unos diques que mandó construir Churchill, nadie diría que hubo un tiempo en que fue uno de los mayores cementerios submarinos del mundo, con más de medio centenar de barcos hundidos en su fondo. La mayoría formaban parte de la Hochseeflotte (Flota de Alta Mar) del Imperio Alemán, recluida allí al término de la Primera Guerra Mundial pero cuyas tripulaciones los enviaron a pique para evitar que se los repartieran los vencedores.
El 11 de noviembre de 1918 se firmó en la localidad francesa de Compiègne el armisticio que ponía final a cuatro años de sangrienta contienda global. Los términos del acuerdo estipulaban la entrega sin condiciones de la flota de submarinos alemanes a los aliados, pero determinar qué hacer con los buques de superficie fue otro cantar. Eran el resultado del proyecto de construcción naval que desde 1898 dirigió el secretario de Marina, el almirante Alfred von Tirpitz, con el objetivo de garantizar la integridad del imperio colonial y expandirlo, además de conseguir superioridad numérica y técnica sobre la Royal Navy. Esto último no lo consiguió porque los británicos, para contrarrestarlo, también se lanzaron a ampliar su propia flota.
Aquella carrera armamentística desembocó en guerra en 1914 y aunque una de sus primeras batallas, la de Jutlandia, terminó en tablas, lo cierto es que benefició más a su Graciosa Majestad al mandar al dique seco para el resto del conflicto a buena parte de la Hochseeflotte, desplazando el protagonismo a submarinos y corsarios. Terminadas las hostilidades y dado que las neutrales Noruega y España rechazaron la propuesta de acoger en sus puertos a las unidades alemanas, el almirante Rosslyn Wemyss sugirió internarlas en Scapa Flow, mantenidas por el mínimo personal germano y bajo custodia de la Grand Fleet, la gran flota británica resultante de la fusión entre la Home Fleet y la First Fleet, que precisamente tenía su base en ese rincón del norte de Escocia y dirigía el almirante David Beatty.
Mientras los ciento setenta y seis submarinos en activo se iban reuniendo en Harwich, los setenta buques de la Hochseeflotte, bajo el mando del contraalmirante Ludwig von Reuter, pusieron proa al fiordo de Forth, en el estuario del río escocés homónimo, donde les esperaba la Gran Flota británica -reforzada por las de sus aliados- para escoltarlos hasta las Orcadas. Llegaron a finales de noviembre y, una vez inutilizados sus cañones, se distribuyeron por el lugar según su tamaño: los acorazados y cruceros fondearon al norte y oeste de Cava, una isla deshabitada de apenas ciento siete hectáreas, mientras que los destructores lo hicieron en Gutter Sound, entre dicha isla, la de Fara y la de Hoy.
La operación no fue fácil para los alemanes, pues algunos barcos -como el acorazado SMS Köenig y el crucero SMS Dresden– tenían problemas con sus máquinas y no podían seguir el ritmo de los demás; encima, un destructor se hundió al chocar con una mina. Por tanto, inicialmente había allí setenta unidades, aunque luego llegaron las dos retrasadas y otro par más. No fueron las únicas dificultades a salvar, ya que a partir de 1917 las tripulaciones de la Hochseeflotte habían empezado a mostrar signos de descontento con la eternización de la guerra, cristalizando primero en forma de pequeños actos de resistencia pasiva (huelgas de hambre, negarse a trabajar…) y luego en abiertas protestas y manifestaciones antibelicistas.
Las cortes marciales condenaron a muerte a nueve marineros (aunque sólo dos acabaron ejecutados) mientras mandaban a prisión a docenas más, pero eso no detuvo el movimiento, que eclosionó el 3 de noviembre de 1918. Ese día, al recibir la orden de zarpar hacia el Canal de la Mancha para una batalla contra la Royal Navy en una guerra que ya se sabía perdida, las tripulaciones del SMS Thüringen y SMS Helgoland, apoyadas por los sindicatos y el USPD (Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania) de Kiel, protagonizaron el motín homónimo, apoderándose de dicha ciudad. Eso supuso la caída del régimen y el final de la contienda, pero los marineros designados como retén de los barcos germanos en Scapa Flow -doscientos por unidad, oficiales incluidos- no tenían un estado de ánimo mucho mejor.
En efecto, la comida era mala, se encontraban aislados del resto del mundo y pasaban el día sin nada que hacer, lo que inevitablemente repercutía en la disciplina. A tal grado llegaba la cosa que se organizaron en comités, que debían aprobar las órdenes que les daban los oficiales; uno de ellos se hacía llamar la Guardia Roja y se mostraba claramente hostil a obedecer. Los hombres, en suma, estaban tan abandonados como sus naves. Tenían servicio médico pero no dentista, recibían correo con mucho retraso -siempre con censura- y no podían ni bajar a tierra ni pasar a otros barcos. Así las cosas, no es de extrañar que se decidiera ir repatriando progresivamente el número de marinos germanos de Scapa Flow, de modo que los veinte mil iniciales se quedaron en menos de cinco mil y la cifra siguió bajando.
Y mientras languidecían en aquel recóndito paraje durante siete meses, las potencias aliadas continuaban discutiendo, no sólo con los alemanes sino entre ellas, cada una exigiendo quedarse con un número de buques para reforzar sus respectivas armadas. Por supuesto, la intención de Ludwig von Reuter desde el primer momento era evitarlo, haciendo caso omiso de una cláusula del armisticio que prohibía hundir las naves, pero prefirió esperar el resultado de las negociaciones, quizá esperando una orden taxativa de su propio gobierno. Sin embargo, empezaron a circular rumores sobre las leoninas condiciones que se iban a imponer a Alemania en el tratado definitivo, previsto para firmar en Versalles el 21 de junio de 1919, y el almirante germano tomo la drástica decisión de echar a pique la Hochseeflotte.
No puede decirse que sus guardianes no lo esperasen porque entraba dentro de lo previsible y además habían oído algo al respecto entre los marinos teutones. De hecho, el almirante británico Sydney Fremantle, que estaba al mando de Scapa Flow, remitió a sus superiores un plan para hacerse con el control directo de los navíos alemanes la noche del 21, nada más firmarse el tratado. Pero se le informó de que dicha rúbrica se iba a retrasar dos días, así que consideró que no había prisa y en vez de eso aprovechó la buena meteorología para realizar un ejercicio antitorpedos, dejando en Scapa Flow únicamente tres destructores y unos cuantos pesqueros armados. Programó la ocupación de los barcos germanos para el 23; no le daría tiempo.
A media mañana del 21 de junio y usando banderas de señales, von Reuter dio la orden de hundir los barcos. Los marinos alemanes abrieron los grifos y ojos de buey de sus naves; en algunos, incluso se practicaron boquetes en los mamparos para acelerar el proceso. Durante media hora los británicos no apreciaron nada anómalo pero hacia las doce se percataron de que el acorazado SMS Friedrich der Grosse se escoraba a babor y que todas las tripulaciones subían a los botes, dejando izadas sus banderas. Rápidamente se avisó a Fremantle, que mandó regresar a las Orcadas a toda máquina. Pero era tarde; llegó dos horas y media después, cuando la mayoría de los buques ya se habían ido al fondo.
Básicamente, sólo los importantes seguían a flote debido a su tamaño y se dispuso a salvarlos. Para ello, ordenó a sus hombres subir y embarrancarlos. No obstante, la operación únicamente salió bien con dieciocho destructores y tres cruceros ligeros; de los grandes, únicamente se salvó el acorazado SMS Baden, sumando en total una veintena. El resto, más de medio centenar, quedó bajo las aguas de la bahía, siendo el último en perderse el crucero SMS Hindenburg, a las cinco de la tarde. Con ellos murieron nueve marineros -incluido el capitán del acorazado SMS Markgraf-, tiroteados por los británicos cuando trataron de impedirles subir a bordo. A los demás hombres, menos de dos millares, ya no tenía sentido mantenerlos allí y los trasladaron a la base naval de Invergordon, cerca de Inverness, de donde pasaron al campo de prisioneros de Nigg (Aberdeen).
Ludwig von Reuter fue llevado con sus oficiales al HMS Revenge, donde Fremantle le recriminó con dureza su violación de las condiciones del armisticio, a lo que el teutón replicó que «cualquier oficial británico hubiera actuado de la misma manera». Efectivamente, en Alemania lo consideraron un héroe, algo que no impidió que pasara un tiempo como prisionero de guerra junto a sus hombres. Eso sí, a ellos los repatriaron pronto mientras que él debió permanecer en suelo británico hasta finales de enero de 1920. Cinco meses después de volver a su país, siguiendo los términos del Tratado de Versalles que mandaba reducir drásticamente la marina, se le solicitó la renuncia; pasaría al Consejo de Estado y, ya en tiempos del nazismo, le concedieron el ascenso a almirante, falleciendo a mediados de la Segunda Guerra Mundial de un ataque al corazón.
Pese a todo, los británicos vieron con cierto alivio aquel desastre que privaba a sus aliados de refuerzos para sus flotas y garantizaba la prevalencia de la superioridad de la Royal Navy en los mares. Aún así, se repartieron los buques encallados, dejándose los demás donde estaban porque reflotarlos era caro e innecesario; si algo sobraba en la posguerra era la chatarra. Únicamente se sacaron a la superficie cuatro destructores cuya ubicación amenazaba la navegación local. A mediados de los años veinte, un empresario compró los veintiséis destructores restantes, reflotando veinticuatro y pasando a continuación a hacer lo mismo con cinco acorazados y dos cruceros. Luego vendió los derechos a una compañía que rescató unos cuantos buques grandes más.
Todos fueron al desguace, lógicamente, convirtiéndose tiempo después en una de las principales fuentes mundiales de acero de bajo fondo (el fabricado antes de la era nuclear). Lo irónico es que parte de ese metal lo compró Alemania y serviría para construir los submarinos de la Kriegsmarine que lucharían en la Segunda Guerra Mundial. En octubre de 1939, uno de ellos, el U-47 del comandante Günther Prienn, penetró en Scapa Flow esquivando las defensas y torpedeó al acorazado HMS Royal Oak, que se fue también al fondo arrastrando a más de ochocientos marineros. Allí descansa hoy, junto a los siete pecios alemanes que no se reflotaron por estar a mayor profundidad (hasta cuarenta y siete metros) y, por tanto, requerir mayor dificultad técnica.
Durante un tiempo sí se les retiraron piezas sueltas, pero desde 1979 están protegidos como monumentos y áreas arqueológicas… lo que no ha impedido que tres de ellos muy próximos entre sí, el Markgraf, el König y el Kronprinz Wilhelm, fueran vendidos por eBay en 2019; el Karlsruhe había sido subastado con anterioridad.
Fuentes
Scapa 1919. The archaeology of a scuttled fleet (Innes McCartney)/The great scuttle. The end of the German High Seas Fleet (David Meara)/The grand scuttle. The sinking of the German Fleet at Scapa Flow in 1919 (Dan Van Der Vat)/From the Dreadnought to Scapa Flow. Victory and aftermath (Arthur J Marder)/«Luxury» Fleet. The Imperial German Navy 1888–1918 (Holger H. Herwig)/Wikipedia
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