A partir del siglo III a.C., enfrentarse a las legiones romanas era sinónimo de suicidio y no se trata sólo de una expresión. Fueron varios los casos en los que quienes lo hicieron y salieron derrotados optaron por quitarse de en medio ante el negro futuro que les esperaba; todos recordamos Numancia, evidentemente, o, en época posterior, Masada. A finales del siglo II hubo otro episodio de ese tipo, cuando tres centenares de mujeres teutonas prefirieron quitarse la vida (y las de sus hijos) antes que ser entregadas al enemigo. Lo curioso es que, antes, muchos guerreros ambrones que huían desesperadamente de los legionarios sufrieron los insultos de sus esposas, que les consideraban unos cobardes. Fue la batalla de Aquae Sextiae.
Todo empezó en el año 107 a.C., cuando las noticias de que una gran masa de germanos viajaba hacia el sur de Europa arrasando todo a su camino llevó a Cayo Mario a conseguir su segundo consulado, un tanto inesperado porque se encontraba en África como procónsul esperando ser llamado a Roma para celebrar su triunfo ante los númidas. Sus partidarios en la metrópoli intentaban conseguir un nuevo mandato, pero legalmente no podía porque aún no habían pasado los diez años preceptivos desde el anterior. Sin embargo, ese creciente peligro exterior traía a la memoria la invasión gala sufrida en el 390 a.C., una experiencia que nadie quería repetir.
Por tanto, empezó a postularse la candidatura de Mario, que ante el pueblo tenía un doble aval: por un lado, la eficacia demostrada durante el primer consulado; por otro, su origen plebeyo le había hecho ganar los galones militares por experiencia, no como los generales patricios. Que estuviera ausente no constituía mayor problema para la elección, pues había varios precedentes, y como en circunstancias extremas «la ley cedía ante el interés común» (Plutarco dixit), Cayo Mario volvió al consulado a los cincuenta y dos años de edad como el hombre designado para salvar a Roma una vez más. Su desfile triunfal, exhibiendo al rey númida Yugurta encadenado, sirvió para calmar el temor popular que se había extendido ante el peligro inminente.
Ese peligro estaba formado por tres pueblos germánicos: cimbrios, teutones y ambrones, que habían cruzado los Alpes y marchaban sobre Roma tras aplastar en Arausio al cónsul Cneo Malio Máximo. Los primeros, que llegaban por el centro, procedían de lo que Tácito describió como «seno de Germania, cercano al océano» y Plutarco un «territorio umbroso y boscoso, en el que no penetran en absoluto los rayos del sol» (hablaban de lo que hoy es Schleswig-Holstein), mientras que los segundos venían del territorio que hay entre la desembocadura del Elba y las playas bálticas, y los terceros lo hacían del entorno costero del Rin y las islas Frisias, en la parte septentrional de Holanda.
Si los cimbrios avanzaban por el centro, a través de los Alpes, teutones y ambrones lo hacían por el oeste y a todos ellos se unieron los helvecios tigurinos y toygenos desde la actual Suiza, por el este. Pero no eran sólo sus ejércitos los que viajaban sino también sus familias, ya que no se trataba de una campaña de conquista exactamente sino de una migración masiva, como explica otra vez Plutarco:
… llegaba a los trescientos mil el número de hombres armados que avanzaban , así como una multitud todavía más numerosa -según dicen- de mujeres y niños que les acompañaban en búsqueda de tierra que alimentara una masa de gente tal y ciudades en las que establecerse y vivir.
Tito Livio los consideraba nómadas pero en realidad habían alcanzado cierto sedentarismo, tal como muestra el registro arqueológico, y si decidieron emprender la marcha fue por razones naturales: el cambio climático que desde el siglo V a.C. había enfriado el norte de Europa conjugado con una subida del nivel del mar -originada por fuertes tormentas-, lo que produjo graves inundaciones de las tierras de cultivo, tal como luego reseñaría Estrabón. En cualquier caso, aquel éxodo masivo alteraba los sitios por donde pasaba, produciendo un efecto dominó que tenía en Roma la última ficha.
Los bárbaros marchaban hacia la península itálica tras haber arrasado la Galia e Hispani; que el citado cónsul Máximo y su procónsul Quinto Servilio Cepión fueran aplastados en Arausia en el 105 no hizo sino agravar la situación. No es de extrañar que cundiera el pánico entre los romanos, hasta el punto de que se volvieron a realizar sacrificios humanos -la última vez que se harían- para atraer el favor de los dioses. Asimismo, mientras llegaba Mario, se reclutó a todos los menores de veinticinco años y se ofreció enrolarse a los capiti censi (ciudadanos libres sin propiedades, pobres, que a partir de ahí serían la base del ejército), sometiéndolos a un intenso entrenamiento por parte de preparadores de gladiadores cedidos por los lanistas. Asimismo, se cerraron los puertos para evitar huidas y se liberaron esclavos con la condición de alistarse, además de traerse tropas destinadas en el exterior.
Cuando por fin arribó el cónsul, estuvo dos años entrenando concienzudamente a sus legionarios individual y tácticamente, transformando el ejército en uno profesional. En el 102, reelegido para su cuarto mandato, partió hacia la Galia Narbonense obligando a la tropa a hacer largas marchas cargando con su equipo en silencio -de ahí que se los apodara las mulas de Mario-, para llegar con tiempo de buscar un sitio propicio donde frenar a sus enemigos, aprovechando que habían cometido el error de dividir sus fuerzas. Ahora bien, los germanos seguían siendo muy numerosos y Mario sólo contaba con unas seis legiones, es decir, en torno a treinta o treinta y cinco mil hombres (lo de «sólo» es en comparación, pues se trataba de una cifra estimable para la época), así que eligió cuidadosamente el terreno donde presentaría batalla.
Levantó el castrum en las colinas de Montagnette, cerca de Aviñón, dotándolo de profusos sistemas de defensa: campos sembrados de abrojos y estacas, fosos, terraplenes, empalizada. Asimismo, ordenó a los legionarios excavar un canal para recibir suministros por vía fluvial y de ese modo logró que tuvieran ocupados tanto los músculos como la mente. Esto último era indispensable por el temor que les producía el aspecto de los bárbaros, pese a que muchos eran veteranos de la guerra de Numidia. Y es que el enemigo ya estaba frente a ellos, retándoles, pero Mario prohibió tajantemente abandonar el recinto, so pena de duros castigos; incluso él mismo rechazó un desafío personal. Ese impasse duró tres días.
Los teutones intentaron asaltar el campamento, pero fueron rechazados contundentemente y desistieron; no podían esperar más tiempo porque, al contrario que los romanos, que estaban bien provistos, carecían de víveres. Así pues, abandonaron el lugar siguiendo su camino hacia la península itálica. Para entonces, tal como había calculado Mario, los legionarios habían perdido el miedo y consideraban aquello una huida, por lo que suspiraban por salir a rematar la faena. Las legiones dejaron entonces su campamento y siguieron al enemigo, manteniendo la distancia hasta que se acercaron a un manantial de aguas termales llamado Aquae Sextiae. Nombre debido al próconsul Sextio Calvino, fundador de una colonia, se encontraba cerca de la ciudad de Massilia (Marsella).
Aquel era el punto elegido por Mario para el enfrentamiento. Allí, en lo alto de una colina, levantó un nuevo castrum mientras los galearii (esclavos armados) tenían un primer choque con la retaguardia enemiga por el control del río. Eran los ambrones los que estaban allí y fueron cogidos por sorpresa, mientras comían y se bañaban, así que la suerte les fue adversa, máxime cuando llegó un contingente de auxiliares ligures en apoyo de los esclavos. Pero, a su vez, también aparecieron refuerzos ambrones y como eso ponía en peligro a sus sirvientes, los romanos se lanzaron al ataque sin que su jefe fuera capaz de contenerlos. De esa curiosa manera, lo que en principio era una simple escaramuza devino en batalla campal.
Pese a sus temibles gritos de «¡Ambrones! ¡Ambrones!», que los ligures replicaron en un duelo de voces, los germanos no pudieron ordenar sus filas y sufrieron una escabechina, viéndose obligados a cruzar el río y emprender la huida hacia su campamento para protegerse tras los carros donde trasladaban sus enseres y que les servían también de casa. Fue durante ese sálvese quien pueda cuando sus mujeres se armaron con espadas y hachas, protegiendo su huida mientras les insultaban por cobardes y «arrancaban los escudos a los romanos con sus brazos desnudos y se agarraban a las espadas, aguantando los golpes y los tajos de su cuerpo con un coraje inquebrantable hasta el final», según explica Plutarco.
Los victoriosos legionarios retornaron a la seguridad de su colina tras haber infligido miles de bajas al adversario, pero la cosa todavía no había terminado aún; faltaban los teutones. Eso sí, los romanos estaban pletóricos por su triunfo, que confirmaba lo que habían predicho los augurios, de ahí que las tácticas psicológicas de los germanos (se pasaron la noche entonando lúgubres cantos) hicieran cada vez menos mella en ellos. Además, debían reunir sus dispersas fuerzas, lo que dio tiempo a Mario no sólo para reforzar las defensas de su posición en la ladera de Sainte-Victoire sino también para enviar esa noche un destacamento que asustó a los otros, impidiéndoles dormir. Asimismo, escondió en la retaguardia del adversario una pequeña fuerza de tres mil hombres, al mando de Marco Claudio Marcelo, para que su ataque sorpresivo sembrase confusión llegado el momento.
Al amanecer, el cónsul formó a los suyos en la ladera con la orden de aguantar «a pie firme». Provocados por la caballería, los teutones se lanzaron a la carga cuesta arriba y se estrellaron contra el muro de escudos y pila de los romanos. En aquel adverso terreno no pudieron aprovechar su superioridad numérica y el fallido ataque los obligó a bajar a la llanura, donde sí pudieron organizarse mejor y resistir las acometidas de las legiones. No obstante, hubo dos factores que determinaron su derrota final: por un lado, tras varias horas bajo el sol, la sed hacía estragos y no tenían agua; por otro, la prevista intervención de Marcelo les hizo creer que llegaba otro ejército y, presa del pánico, rompieron sus filas escapando en todas direcciones.
Se calcula en decenas de miles las bajas que sufrieron, sin contar el número de prisioneros, estimado en unos diecisiete mil. En su Epítome, Lucio Aneo Floro cuenta que, en aquellos dramáticos momentos, trescientas mujeres casadas solicitaron ser eximidas de la esclavitud a cambio de profesar como vírgenes vestales, pero la propuesta fue rechazada y entonces prefirieron suicidarse junto con sus hijos. El caudillo teutón, Teutobod, fue enviado cautivo a Roma con los otros y Mario donó el beneficio de las venta de los esclavos a sus soldados. Antes, en honor de la diosa Victoria, había mandado quemar en una pira las armas y escudos de los guerreros germanos, encendiendo el fuego él mismo.
Durante esa ceremonia, le llegó la noticia de que le habían elegido cónsul por quinta vez y marchó a Roma para tomar posesión, aunque apenas dispuso tiempo para disfrutar del momento porque se negó a hacer un desfile sin sus hombres y porque tuvo que partir en ayuda del general Quinto Lutacio Cátulo, derrotado por los cimbrios. El asunto quedó zanjado definitivamente en Vercellae al año siguiente. Según se contaba, aquellos campos de Aquae Sextiae dieron excelentes cosechas tiempo después, fertilizados por la descomposición de la gran cantidad de cuerpos de los caídos.
Fuentes
Cayo Mario. El tercer fundador de Roma (Francisco García Campa)/Vidas paralelas. Cayo Mario (Plutarco)/Epítome de la historia (Lucio Anneo Floro)/Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/En el nombre de Roma. Los hombres que forjaron el imperio (Adam Goldsworthy)/Historia de Roma (Theodor Mommsen)/La guerra cimbria (Enaitz Jar García de Andoín en Revista Ejército)/Wikipedia
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