«Y cuando por fin se puso el sol que había alumbrado Tenochtitlán, Pavía, San Quintín, Lepanto y Breda, el ocaso se tiñó de rojo con nuestra sangre, pero también con la de nuestros enemigos; como el día, en Rocroi…» En su saga de novelas de El capitán Alatriste, Arturo Pérez-Reverte establece un paralelismo entre el final de su protagonista y el de los Tercios españoles, situando a ambos en la ciudad francesa donde se libró una de esas batallas que marcan la historia. Pero la derrota hispana no supuso el final de esa unidad militar, como se cree, sino de su supremacía, afectada ya por la pérdida de la que se había tenido en el mar y del Camino Español.

La batalla de Rocroi se sitúa en el contexto de la Guerra de los Treinta Años, una serie de conflictos que asolaron Europa entre 1618 y 1648, inicialmente originados por la insurgencia protestante de Bohemia contra el catolicismo pero luego ampliados cuando las grandes potencias fueron interviniendo en cascada para debilitar el dominio de los Habsburgo, que ocupaban el trono del Sacro Imperio Romano Germánico desde 1438.

Una de esas potencias fue Francia, que desde la muerte de Francisco I había pasado por un período de retraimiento debido a sus problemas religiosos internos, pero que a partir de 1624, con la subida al poder del cardenal Richelieu, se embarcó en restituir su poder anterior con el objetivo de romper el cerco a que la tenían sometida España y sus aliados.

La Guerra de los Treinta Años/Imagen: Wikimedia Commons

Para ello, Francia invirtió una suma fabulosa en reunir un potente ejército que, sin embargo, tardaría en conseguir resultados; de hecho, el cardenal-infante Fernando de Austria, hermano del rey español Felipe IV, incluso invadió el país en 1636 mientras la flota gala era vapuleada por los corsarios españoles y flamencos.

No fue hasta el año siguiente, con la reconquista de Breda, que las cosas empezaron a cambiar, favorecidas por el cansancio hispano al tener que atender múltiples frentes, incluyendo las rebeliones de Cataluña y Portugal (la primera quedaría bajo la autoridad de Luis XIII durante más de una década y la segunda conseguiría su independencia).

Francisco de Melo en un grabado que glorifica su triunfo en Honnecourt/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La viruela dio otro duro golpe a Felipe IV al provocar el fallecimiento del cardenal infante en 1641 y ser sustituido por el portugués Francisco de Melo, al que el conde-duque de Olivares ordenó iniciar una campaña en Flandes para entretener a los franceses mientras se intentaba recuperar Cataluña.

Melo tuvo éxito al principio, imponiéndose brillantemente en la batalla de Honnecourt; pero no supo sacarle partido a esa victoria y luego la suerte se tornó adversa con la pérdida de Perpiñán y el fracaso en la toma de Lérida. El valido cayó en 1643, irónicamente poco después de que muriera Richelieu; sin embargo, a pesar de que la actuación de Melo había sido irregular, no sólo continuó al mando sino que en la primavera de ese año volvió a invadir Francia desde los Países Bajos para obligar a los franceses a desviar tropas de territorio catalán.

Los galos le opusieron tres ejércitos, estando el primero destacado en Picardía y dirigido por Luis II de Borbón-Condé, duque de Enghien, un noble que pese a su juventud -veintiún años- no sólo demostraba tener carácter sino que atesoraba experiencia en combate; aún así, se le puso como segundo a un veterano, el mariscal François de L’Hospital.

Entre ambos pudieron recomponer una tropa maltrecha y desmoralizada, que contaba con 18 regimientos de infantería, 32 escuadrones de caballería y diversas unidades suizas y escocesas; en total, unos 17.000 infantes y entre 6.000 y 8.000 jinetes, además de 14 cañones.

Luis II de Borbón-Condé, duque de Enghien, durante la batalla (François-Joseph Heim)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Enfrente estaba el citado Francisco de Melo, que tomó la iniciativa de la invasión sin tener en cuenta las limitaciones de recursos, quizá con la idea de congraciarse con el rey ahora que ya no tenía valedor. Estaba al mando de un heterogéneo ejército, compuesto por tropas españolas, valonas, alemanas, italianas, borgoñonas e irlandesas que, al contrario que en tiempos pasados, no tenían demasiada armonía entre sí por privilegiarse a los españoles en los mandos (aunque también se situaban siempre en primera línea); algo que se explicaba por la nueva política gubernamental de repartir dichos mandos entre los nobles, rompiendo con la tradición de los ascensos por méritos.

Los soldados de Melo sumaban una cantidad similar a la francesa pero con mucha menos caballería, aunque a cambio tenían 10 cañones más. No obstante, el portugués esperaba recibir refuerzos de su colaborador Jean de Beck: un millar de jinetes y 3.000 infantes, incluido el Tercio de Ávila. Entretanto, a mediados de mayo, puso sitio a la plaza de Rocroi, en el valle del Mosa, importante fortaleza fronteriza cuya caída permitiría avanzar sobre Reims y desde allí tener París al alcance de la mano. Melo, que apenas llevaba consigo zapadores, esperaba que la débil guarnición capitulase en un par de días, antes de que los defensores recibieran ayuda de Enghien, que estaba a una treintena de kilómetros.

Disposición de los dos ejércitos en un grabado de François Colignon/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Entre los franceses había discrepancias sobre cómo enfocar la batalla. Los veteranos recomendaban evitar el choque directo, pero al final se impuso la impetuosa jerarquía del joven duque, acaso afectado por la noticia de la muerte de Luis XIII (que ordenó mantener en secreto). En la mañana del 18 de mayo, ambos ejércitos se desplegaron frente a frente después de que los galos pudieran atravesar sin obstáculos un desfiladero que Melo, incomprensiblemente, no mandó guarnecer. Ello provocó que sus tropas quedaran entre la espada (los soldados del duque) y la pared (las murallas de Rocroi), separadas del enemigo por unos 900 metros de terreno y extendiéndose cada bando a lo largo de dos kilómetros.

El duque de Enghien distribuyó a sus hombres en dos líneas de infantería en el centro, la caballería en los flancos y la artillería por delante. Melo, que creía que el adversario sólo buscaba socorrer la plaza y no presentar batalla formal (algo erróneo, puesto que un desertor les había informado de la inminente llegada de Jean de Beck), adoptó la misma disposición táctica, colocando en primera línea los cinco Tercios Viejos más los tres italianos y uno borgoñón, dejando en retaguardia a los cinco batallones valones y en reserva a cuatro alemanes. El ala derecha fue cubierta con la caballería alsaciana y la izquierda con la flamenca; y, al contrario que Enghien, que había previsto cuatro escuadrones de jinetes y tres batallones de infantes, apenas había reserva; sólo un trozo de caballería.

El flanco izquierdo colindaba con un bosquecillo, donde los hispanos situaron medio millar de mosqueteros. La artillería española abrió fuego hacia las cuatro de la tarde, provocando numerosas víctimas entre los contrarios, cuya respuesta no fue tan diestra. Así pasaron un tiempo hasta que la caballería francesa se lanzó al ataque, posiblemente intentando introducir refuerzos en Rocroi, pero fue interceptada y castigada por la de Flandes. Enghien tuvo que interrumpir el avance que había ordenado para cubrir su retirada y cayó la noche, dejando las cosas para su resolución al día siguiente.

Otra visión del duque de Enghien en la batalla de Rocroi (Sauveur Le Conte)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Éste comenzó temprano, pues un mensajero confirmó la presencia de tropas españolas procedentes de Luxemburgo a una veintena de kilómetros. El francés ordenó entonces zafarrancho de combate y su primer movimiento fue encabezar personalmente a sus jinetes -presuntamente, dragones mercenarios croatas- para eliminar a los mosqueteros del bosquecillo. Lo consiguieron, pero cuando se disponían a retornar a sus posiciones apareció la caballería de Flandes, que los puso en fuga. Paralelamente, en el otro ala, el resto de la caballería gala cargó imprudente y defectuosamente -dio un rodeo para evitar unas marismas- contra la alsaciana, que no sólo la rechazó sino que se lanzó en su persecución, alcanzando la primera línea enemiga y capturando siete cañones.

Los galos iniciaron un desesperado repliegue bajo el fuego de su propia artillería arrebatada y sin que su jefe estuviera presente, ya que aún luchaba en el bosquecillo. En ese momento, los españoles consideraron ganada la batalla y levantaron sus sombreros para celebrarlo; sólo faltaba que la infantería avanzase para poner en fuga a las maltrechas filas enemigas… pero no lo hizo. Ésa fue la clave de la batalla porque dio oxígeno a los jinetes franceses, que pudieron reagruparse en retaguardia junto a su reserva y contraatacar, aprovechando que Enghien, por fin, se reunió con ellos. Los alsacianos fueron sorprendidos desmontados y desperdigados, en pleno saqueo del campamento, resultando masacrados y permitiendo que los cañones volvieran a manos de sus dueños.

Los supervivientes huyeron a buscar refugio entre los suyos. La masa de franceses que les perseguía rodeó en su ímpetu las posiciones de Melo, que había salido en su ayuda, las rebasó por el flanco y llegó a la retaguardia donde, apoyada por mosqueteros en orden abierto (lo que se llamaba enfants perdus), destrozó a los valones y alemanes. A la vez, el propio Enghien presionó de tal forma sobre el centro que no sólo murió el maestre de campo (el tullido conde de Fontaine, que era transportado en una silla de manos), sino que los tercios italianos, separados de los demás por una hábil maniobra personal de Enghien y sin apenas combatir, procedieron a retirarse, no se sabe si por flaquear al haber perdido a sus comandantes o para vengar el descontento que tenían por haber sido relegados a una posición secundaria (rivalizaban con los españoles por estar en primera línea). Con ellos se marchó también el batallón borgoñón.

Los felices comienzos del reinado de Luis XIV bajo la generosa guía del duque de Enghien (anónimo)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Dado que Melo se había quedado sin caballería, únicamente podía contar ya con los tercios españoles, que quedaron solos en el campo de batalla rechazando firmemente los ataques del adversario. Con la amenaza presente de la llegada de refuerzos y pensando que el enemigo cedería, Enghien ordenó atacar. Pero las líneas hispanas se abrieron mostrando 18 amenazadores cañones, cuyos disparos frenaron la carga. Luego hubo una segunda que terminó exactamente igual y entonces el comandante galo mandó concentrar su fuego artillero sobre los cuadros. Las bajas fueron multiplicándose con cada andanada, pero las veteranas formaciones españolas continuaron resistiendo. Como glosó Jacques-Bénigne Lignel Bossuet cuatro décadas después, durante el funeral de Enghien:

Restaba esa temible infantería del ejército de España, cuyos grandes batallones cerrados, semejantes a torres, mas torres capaces de cerrar sus brechas, permanecían inconmovibles en medio de la derrota y abrían fuego en todas direcciones.

Las cosas fueron poniéndose peores. Viendo desechos tres de sus tercios, los españoles se reagruparon para formar dos de tamaño superior al normal con los restos de los demás, que rechazaron hasta seis cargas francesas. Para entonces ya habían agotado las municiones y únicamente podían aguantar con las picas. Dos horas después nada había cambiado excepto la muerte de muchos oficiales, las heridas que casi todos habían recibido y la testarudez estoica de no ceder el terreno, emulando cómo los tercios habían desesperado a los suecos en Nördlingen diez años antes. El duque de Enghien entendió entonces la situación: había vencido pero necesitaría de mucho tiempo y más cañones para doblegar al enemigo, no contando con ninguna de las dos cosas, pues tenía en cuenta que Jean de Beck marchaba hacia allí y, de hecho, había tenido que enviar un contingente a interceptarlo.

Así pues, se imponía ser práctico y despachó un parlamentario a ofrecer una rendición honrosa. El batallón del conde de Garcíez aceptó las extraordinarias condiciones, normalmente aplicadas sólo a asedios: ser repatriados a Fuenterrabía conservando armas y banderas. El otro, mandado por el duque de Alburquerque (que tenía varias heridas y había perdido la nariz), se negó a capitular y continuó combatiendo, de ahí que se ganara el apodo de le petit château (el pequeño castillo). Recibió el fuego de dos cañones durante un tiempo hasta que, quedando patente que no tenía sentido empecinarse en resistir porque los refuerzos ya no solucionarían nada, también aceptó rendirse; en este caso con condiciones menos favorables (sólo respetar la vida y pertenencias de los prisioneros).

La capitulación en Rocroi vista por Víctor Morelli y Sánchez Gil/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Jean de Beck logró acercarse hasta ocho kilómetros, recogiendo a supervivientes dispersos. Entre ellos figuraban parte de la caballería y Francisco de Melo, que al quedar aislado del grueso del ejército había estado a punto de ser capturado pero pudo refugiarse en uno de los tercios italianos. Aún tenía el mando tres meses más tarde, cuando perdió la ciudad de Thionville a manos también del duque de Enghien, lo que le hizo presentar su dimisión; al año siguiente fue nombrado virrey de Cataluña, pero de nuevo sería relevado, pasando a formar parte del Consejo de Estado. En cuanto al duque, dueño ya del terreno, comunicó a los suyos el fallecimiento del rey y todos se unieron en una oración de agradecimiento a Dios por compensar esa pérdida con una victoria.

Cuenta la improbable leyenda -no consta en ningún sitio- que cuando Enghien le preguntó a un soldado español cuántos efectivos tenían antes de la batalla, éste le respondió lacónicamente «contad los muertos». Es una frase que se repite en la Historia demasiado a menudo como para creerla pero, ciertamente, las bajas fueron importantes. Se saben por quedar reflejadas parcialmente en el documento de rendición: los Tercios Viejos sufrieron un millar de muertos y 2.000 heridos, pero el total sumó 7.300, a los que hubo que añadir 3.826 prisioneros. Las pérdidas materiales también fueron notables: todos los cañones, 170 banderas, el tren de bagaje y los 40.688 escudos que llevaba el pagador del ejército. Por su parte, los franceses declararon 2.000 heridos y otros tantos fallecidos… que hoy se estiman el doble porque no se contabilizaron los provocados por el cañoneo inicial.

Los franceses en general y Enghien en particular magnificaron las consecuencias de la batalla, los primeros por iniciativa del cardenal Mazarino, deseoso de congraciarse con Luis XIV atrayendo a su partido al duque. Porque la guerra contra España seguía (aun se prolongaría 16 años) y el duque también tenía razones para la propaganda: hacer olvidar la pobre imagen militar que había dejado su padre. Paradójicamente, seis años más tarde él mismo se pondría al servicio de Felipe IV, al apoyar el levantamiento de la Fronda contra Mazarino; con la Paz de los Pirineos se ganó el perdón de Luis XIV y terminó laureado por éste.

Se dijo que Rocroi fue el origen de la decadencia de los tercios, pero, siendo verdad que no volvieron a ganar una batalla campal, en realidad ese declive obedecía a causas distintas y más profundas, relacionadas con la situación socioeconómica de España y los cambios en el mundo militar, aunque sí constituyó un punto de inflexión, moral sobre todo. Pese a que la documentación de la época apenas presta atención a aquel episodio, las pocas referencias que hay lo tildan de grave. En cualquier caso, esa pérdida de supremacía quedó de manifiesto con nuevos duros golpes en Gravelinas, Hulst, Villaviciosa o Las Dunas, que continuaban toda una tendencia iniciada en 1600 en Nieuport, aunque todavía hubo momentos de gloria postrera como en Tuttlingen, Valenciennes… o la propia Rocroi, recuperada en 1653.


Fuentes

Rocroi, 16 de mayo de 1643 (Julio Albi de la Cuesta en Desperta Ferro)/Tercios de España. La infantería legendaria (Fernando Martínez Laínez y José María Sánchez de Toca)/Rocroi, 1643. El ocaso de los tercios (Mario Díaz Gavier y Ángel García Pinto)/De Pavía a Rocroi. Los tercios de infantería española en los siglos XVI y XVII (Julio Albi de la Cuesta)/El ejército de Flandes y el camino español, 1567-1659 (Geoffrey Parker)/Rocroi y la pérdida del Rosellón. Ocaso y gloria de los Tercios (Álex Claramunt Soto y Tomás San Clemente de Mingo)/Wikipedia


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