La caída de Constantinopla el 29 de mayo de 1453 se considera uno de los episodios de referencia (el otro es el descubrimiento de América el 12 de octubre de 1492) para establecer el final de la Edad Media y el inicio de la Moderna. También supuso el final del Imperio Bizantino y la confirmación de la hegemonía otomana, cuyo imperio había empezado a expandirse dos siglos antes bajo Osmán I y con Mehmed II logró el ansiado sueño de conquistar la última capital romana. Y ello fue posible gracias a los colosales cañones que permitieron abrir brecha en las murallas de la ciudad y que, irónicamente, no fueron construidos por un armero musulmán sino cristiano: el prestigioso Orbón.

Mehmed II, nacido en Edirne (antigua Adrianópolis, en la actual Turquía) en 1432 era el séptimo sultán de la dinastía osmaní y tercer hijo de Murad II, al que sucedió en el trono. El progenitor se había pasado la vida guerreando en Anatolia y los Balcanes, y aunque su vástago no era el primogénito, pues tenía dos hermanos mayores, éstos fallecieron antes que el propio sultán.

Mehmed, aclamado por el ejército, se convirtió así en la cabeza de la Sublime Puerta. De niño había sido indisciplinado y poco aplicado pero el oficio de su maestro, el mulá Gurani, terminó por enderezarlo y transformarlo en un hombre de gran cultura, tanto islámica como grecolatina.

Mehmed el Conquistador / foto dominio público en Wikimedia Commons

Mehmed cogió el testigo de su padre en 1444, tras la abdicación de éste y aprovechando la favorable situación que se presentaba, solventada una rebelión de los jenízaros con una subida de sueldo y derrotado el regente hungaro Janos Hunyadi, que lideraba la cruzada convocada por el papa Eugenio IV, decidió cumplir el viejo sueño otomano de conquistar Constantinopla. Hacía ya siglos que el Imperio Bizantino se batía en retirada ante el empuje de los sultanes, viendo menguar progresiva e inexorablemente su territorio hasta el punto de que sólo el pago de elevados tributos había conseguido aplacar esa expansión. Pero apoderarse de la capital eran palabras mayores.

Y lo eran porque, lógicamente, allí se concentraban importantes fuerzas militares pero, sobre todo, porque contaban con la ventaja de un recio sistema defensivo formado por una triple muralla -custodiada por trescientos torreones y un foso de veinte metros de ancho- que recorría todo el perímetro terrestre a lo largo de media docena de kilómetros, de ahí que el gran visir Halil Pashá tuviera que emplearse a fondo para convencer a Mehmed de que aquello era una temeridad. No sólo eso sino que, juzgando que el joven sultán parecía estar inmaduro para el cargo (tenía trece años), pidió y consiguió que Murad retomara el puesto. Tres años después, ambos se enfrentaron de nuevo a Hunyadi y esta vez el joven heredero se lució en la batalla de Kosovo, demostrando que ya estaba listo para asumir su destino como gobernante.

El Mediterráneo oriental en 1450/Imagen: Anonimo en Wikimedia Commons

Éste se hizo efectivo en 1451, cuando falleció Murad. Siguiendo una tradición no escrita, lo primero que hizo fue mandar asesinar a su hermano pequeño para evitar rivales al trono y luego prescindió de los servicios de Halil Pashá, de quien no olvidaba la humillación que le hizo pasar. Y así, al año siguiente, decidió recuperar su ansiado plan de tomar Constantinopla, empezando por bloquearla por mar mediante la construcción en el lado occidental del Bósforo de la Rumeli Hisan (actual Rumelia), una fortaleza que servía de base a una flota de cientos de barcos que cerraban el paso a la navegación y privaban a la ciudad de aprovisionamiento por esa vía.

Todos los intentos de negociar que hizo el basileus Rhomaíōn Constantino XI fueron rechazados; al fin y al cabo, él mismo había encendido la chispa de la guerra al exigir el pago de una renta anual para mantener a un príncipe otomano que tenía como rehén, lo que fue considerado un insulto por Mehmed. Éste encontró en ello un casus belli perfecto para justificar lo que en realidad deseaba desde siempre y en la primavera de 1453 los bizantinos se quedaron espantados al ver llegar un formidable ejército otomano de más de ciento cincuenta mil hombres. El temor era doblemente explicable porque apenas había disponibles siete mil efectivos (la población no pasaba de cincuenta mil, muestra de la decadencia que atravesaba una ciudad que en otros tiempos alcanzó el medio millón) y una treintena de naves para enfrentarse a ellos.

Únicamente quedaba, como frágil esperanza, la llegada de ayuda exterior, prometida por el Papa, Nápoles, Venecia y Génova al ver peligrar sus posesiones en el Mediterráneo oriental. Entretanto, habría que confiar en la proverbial solidez de las murallas (excepto en los trece kilómetros litorales, más débiles y confiados al refuerzo de una gran cadena que impedía el acceso al Cuerno de Oro), cuyos ocho metros de altura y dos de grosor ya habían demostrado su eficacia contra germanos, hunos, ávaros, búlgaros y rusos, soportando un total de veintidós asedios desde su construcción por Teodosio II en el siglo V; solamente habían cedido ante los cruzados en 1204 pero eso sirvió precisamente para reforzar aún más la defensas.

Esquema del asedio/Imagen: Wikimedia Commons

De hecho, también habían resistido tres ataques otomanos en 1391, 1396 y 1422, el último a cargo de Murad II, el padre de Mehmed, que ahora levantó su campamento enfrente dispuesto a triunfar donde había fracasado su progenitor; la diferencia estaba en que ahora sus fuerzas contaban con ciento cuarenta mil soldados más que antaño. Lo cierto es que había otra novedad. Si la Rumeli Hisan fue dotada de tres cañones, para demoler las murallas de Constantinopla se colocaron varios más, uno de ellos de dimensiones gigantescas. La artillería se comenzó a emplear un siglo antes pero desde principios del XV se había ido difundiendo por Europa el uso de bombardas de asedio y en 1453 Mehmed decidió incorporarlas también a sus fuerzas.

Las cañas de las bombardas, de escasa longitud, se componían de varias duelas y aros de hierro forjado más una recámara, disparando bolaños de piedra en una trayectoria parabólica. No habían demostrado demasiada efectividad hasta la fecha debido a su escasa precisión pero Mehmed II creyó en sus posibilidades. No se sabe con seguridad si la pieza instalada por los otomanos ante la ciudad era de ese tipo o un cañón convencional pero sí hay una pista: el llamado Cañón de los Dardanelos o Gran Bombarda Turca, que es posterior (de 1464) pero se considera una copia de los utilizados en Constantinopla. Su fabricante fue el ingeniero y fundidor Orbón.

A Orbón, cuyo nombre original en húngaro era Orbán (Urbano, al cambio) se le supone natural de Brassó (hoy Brasov, Rumanía), una ciudad de Transilvania, región que servía de tapón entre el principado de Valaquia y el Reino de Hungría, en la que habitaba numerosa población de origen alemán, de ahí que algunos consideren que el personaje también lo era; otros lo consideran valaco. Esto se une a la incertidumbre sobre su fecha de nacimiento y a buena parte de su vida. Porque Orbón entra en la historia en 1452, cuando, consciente de la inminente guerra entre bizantinos y otomanos, ofrece sus servicios a Constantino XI. Los elevados emolumentos exigidos y la escasez de materia prima llevaron al emperador a rechazar su oferta, por lo que el maestro se dirigió al otro contendiente. Y éste aceptó encantado.

No era para menos, teniendo en cuenta que Orbón le prometió fabricarle un arma capaz de demoler los muros de la misma Babilonia. El sultán no tenía los problemas de fondos y materiales de su enemigo, así que no sólo puso al servicio del fabricante todo lo que necesitaba sino que le pagó un sueldo cuatro veces mayor de lo estipulado. Orbón, que era un converso al Islam (aunque se ignora en qué momento abrazó la nueva fe) hizo varios cañones para el ejército pero su obra maestra era una pieza colosal que fundió en bronce en Adrianópolis, desde donde fue trasladada a la Rumeli Hisan tirada, según fuentes algo fantasiosas, por setenta parejas de bueyes; una muestra, en cualquier caso, del esfuerzo que suponía mover sus dieciocho toneladas de peso.

Antes, se había realizado una prueba de disparo junto al propio palacio del sultán: el proyectil, de unos seiscientos ochenta kilos, alcanzó más de kilómetro y medio, hundiéndose luego casi dos metros en la tierra. La detonación se oyó en quince kilómetros a la redonda. Si realmente se trataba del original que luego copió la Gran Bombarda Turca, medía ocho metros de longitud y sus paredes de bronce tenían un espesor de veinte centímetros, estando compuesto por dos piezas (caña y recámara) unidas por un sistema de tornillo. Hacían falta, decían, dos centenares de artilleros para manejarlo, lo que implicaba tardar casi tres horas para cargarlo y, consecuentemente, el número de disparos diarios se quedaba en siete u ocho.

El sultán Mehmed II entra en Constantinopla (Fausto Zonaro)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

La instalación de los cañones ante Constantinopla, en el sector denominado Mesoteichion -el más débil del perímetro-, llevó una semana. Allí levantó el sultán su tienda, pues no quería perderse el espectáculo. Apoyados en plataformas de piedra y tierra, el 7 de abril de 1453 comenzaron sus andanadas contra la Puerta Militar de San Romano y a partir del día 12 ya no pararon, tirando en series verticales que buscaban provocar el derrumbe. Las murallas, en ese tramo más bajas y menos gruesas, sufrieron desperfectos serios que, sin embargo, reparaban de noche los defensores. Por eso los otomanos redirigieron los tiros hacia dos bastiones exteriores que, una vez reducidos y empalados sus ocupantes, sirvieron de base para colocar los proyectiles dentro del casco urbano; los consiguientes incendios desataron tanto el pánico como la desmoralización general.

En mayo hubo un pequeño respiro durante unos días, cuando el cañón tuvo que ser reparado por el exceso de uso. Pero luego volvió a bramar y eso, combinado con la noticia de que nadie vendría en ayuda de Constantinopla y otros presagios (como la caída al suelo de un icono durante una procesión o un eclipse lunar que confirmaba la profecía de que la ciudad caería el día que no brillase la Luna) provocó el hundimiento definitivo. La mañana del 29 de mayo Mehmed ordenó asaltar las brechas abiertas en las murallas; las dos primeras oleadas fracasaron pero la tercera, realizada por los jenízaros, logró abrirse paso a través de la Kerkoporta. El genovés Giovanni Giustiniani Longo, del que hablamos en otro artículo, cayó en esa línea y los otomanos se desplegaron por las calles.

Otro que cayó en esos momentos fue el propio Constantino XI, aunque según algunas versiones lo hizo aplastado por la multitud en fuga cuando intentaba alcanzar un barco para huir; también lo contamos en otro artículo. Y hubo una tercera muerte, esta vez en el otro bando: la de Orbón, que habría fallecido junto a sus ayudantes cuando uno de los cañones que manejaban falló y explotó, algo frecuente en aquellos tiempos pioneros. Le sobrevivió su obra, que sin embargo había sufrido en exceso durante la batalla y era recomendable no seguir usándola, así que fue fundida al terminar la campaña para fabricar cuarenta y dos cañones de menor tamaño que equiparon al ejército del sultán. Alguno llegó a usarse todavía en 1807, en la guerra entre los imperios Otomano y Británico y otro se exhibe hoy en Inglaterra, después de que se lo regalara el sultán Abdülâziz I a la reina Victoria.


Fuentes

Breve historia del Imperio Bizantino (David Barreras y Cristina Durán)/Historia del Estado Bizantino (Georg Ostrogorsky)/Constantinopla 1453: mitos y realidades (Pedro Bádenas de la Peña e Inmaculada Pérez Martín, eds)/The fall of Constantinople 1453 (Steve Runciman)/Breve historia del Imperio otomano (Eladio Romero García e Iván Romero)/Mehmed the Conqueror and his time (Franz Babinger)/Guns for the Sultan. Military power and the weapons industry in the Ottoman Empire (Gábor Ágoston)/The siege and the fall of Constantinople in 1453. Historiography, topography and military studies (Marios Philippides y Walter K. Hanak)/Wikipedia


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