Está claro que las diferencias étnicas, como las religiosas, han sido el origen de infinidad de conflictos a lo largo y ancho del mundo desde la Antigüedad hasta nuestros días. No tiene que resultar extraño, pues, que eso ocurriera también cuando el Viejo y el Nuevo Mundo establecieron el contacto definitivo desde la llegada de Colón en 1492. Esas diferencias se manifestaron en la América hispana a través de un sistema de castas que servía para estratificar racial y jerárquicamente la sociedad, al traspasar al otro lado del Atlántico el concepto de limpieza de sangre que se aplicaba en España. Ahora bien ¿cómo se originó en la América anglosajona? Paradójicamente, todo empezó por una revuelta de los colonos de Virginia contra su gobernador: la llamada Rebelión de Bacon.
El nombre es una referencia a Nathaniel Bacon, que fue quien la organizó en 1676. Era un colono natural de Friston Hall, Suffolk (Inglaterra), donde había nacido en 1647, en el seno de una familia de ricos comerciantes que le proporcionó incluso educación jurídica en la Universidad de Cambridge. Su matrimonio sin permiso con Elizabeth Duke, la hija de un notable, provocó el enfado de éste, así que el padre de Nathaniel creyó conveniente que su hijo se quitara de en medio, para lo cual le hizo entrega de una suma considerable y le consiguió un pasaje a Virginia. Allí, en la zona fronteriza, el recién llegado compró un par de plantaciones y luego se estableció en la capital, Jamestown, donde no tardó en incorporarse al consejo del gobernador, William Berkeley, ya que la esposa de éste era pariente de Nathaniel.
Berkeley, uno de los grandes propietarios coloniales, era partidario de diversificar los cultivos en las colonias americanas y dio ejemplo impulsando el de los gusanos de seda y el tabaco, pero incentivando también el de muchos más (cereales, frutas, azúcar…). Pensaba que la prosperidad económica era lo que aseguraba el desarrollo colonial, pues Inglaterra había fracasado reiteradas veces en conseguir un asentamiento estable y Jamestown, que sería el primero en lograrlo, se había fundado poco antes -en 1607- a costa de enormes penalidades (que incluyeron el canibalismo en un período de hambruna). Pero para ello, opinaba, era necesario llevarse bien con los indios.

No se trataba de una opinión gratuita. En 1622, un ataque por sorpresa de la Confederación Powhatan -la de la famosa Pocahontas- exterminó a un tercio de la población de Virginia (unas cuatrocientas personas) después de que un colono asesinara a un jefe. Jamestown pudo defenderse y resistir gracias al oportuno aviso de un joven indio que trabajaba allí, pero una treintena de granjas y localidades menores diseminadas por el territorio fueron masacradas y sus cosechas incendiadas. Los indios, según su costumbre, creyeron que eso bastaría para dejar claro quién mandaba; sin embargo, los colonos contraatacaron destruyendo las reservas de grano del enemigo y obligándole a negociar. Durante el proceso, dos centenares de jefes fueron envenenados.
Aquello llevó a la corona a asumir directamente la gestión colonial en lugar de la Virginia Company y William Berkeley, favorito del rey, llegó en 1641 como gobernador. Pero a los tres años se desató una segunda guerra que supuso la muerte de otro medio millar de colonos. Para entonces la población había crecido, así que las pérdidas se podían considerar menos graves que la vez anterior. Eso sí, Berkeley tenía claro que no podían seguir con esa dinámica porque se ponía en riesgo la propia supervivencia de la colonia, por eso su mandato se orientó a cohesionar a los colonos en lo social y lo religioso (proscribiendo a puritanos y cuáqueros), además de fomentar el comercio y las buenas relaciones con los indios. Esto último se revelaría una quimera porque, en la práctica, entraba en contradicción con las posibilidades de desarrollo económico: la colonia empezaba a tener necesidad de expandirse y no podía hacerlo más que a costa de las tierras indias.
Así estaban las cosas cuando llegó Nathaniel Bacon, quien gracias al cargo que le dio el gobernador pudo percibir que había bastante descontento popular sobre la política de Berkeley. Para empezar, porque éste tenía una falta de escrúpulos tan grande como sus buenas intenciones, siendo su corrupción vox populi. Pero, sobre todo, porque nadie veía con buenos ojos la contemporización con los nativos, a quienes se consideraba un peligro. De hecho, si bien hasta entonces se había logrado mantener un statu quo, el robo de unos cerdos por indios doeg para compensar un impago terminó con la muerte de varios de ellos y la consiguiente represalia en la que dos granjeros perdieron la vida, desatándose de nuevo el temor y el odio. Un grupo de milicianos de Virginia se vengó asaltando el campamento, aunque por error lo hicieron en el de otra tribu, los susquehannock.
Lógicamente, éstos desenterraron el hacha de guerra y acabaron con sesenta colonos de la vecina Maryland, mientras sus jefes volvían a ser envenenados cuando negociaban un armisticio. La cosa amenazaba con convertirse en una guerra a gran escala como la que asolaba Nueva Inglaterra desde 1675 (conocida como del Rey Felipe). Para evitarlo, Berkeley prohibió nuevas acciones punitivas y ordenó construir varios fuertes donde los colonos pudieran refugiarse. Pero eso fue visto por éstos con recelo, por considerarse que era una excusa para aumentarles los impuestos; por otra parte, les obligaba a dejar sus tierras, con la pérdida de las cosechas, sin contar la sospecha de que el recalcitrante gobernador aprovecharía para adquirirlas a bajo precio.

Bacon, a quien los indios habían matado a un capataz, solicitó formar un destacamento para atacarlos y, aunque Berkeley se lo denegó, hizo caso omiso de la orden, reunió cuatro centenares de hombres y marchó sobre el poblado doeg. Pero de paso también hizo una incursión contra los occaneechi, los susquehannock y hasta los pamunkey, que no sólo llevaban dos décadas viviendo pacíficamente sino que además estaban siendo sondeados como aliados. Berkeley montó en cólera, destituyó a Bacon y mandó arrestarlo. Sin embargo, los colonos ya estaban abiertamente contra el gobernador, al que acusaban de no autorizar las incursiones porque se beneficiaba del comercio de pieles con las tribus. Tras liberar a Bacon y con él al frente, un grupo de exaltados se le enfrentó exigiendo la convocatoria de elecciones.
La tensa situación degeneró en una especie de guerra civil en los meses siguientes. No podía ser de otra manera, teniendo en cuenta que Bacon continuó realizando razias contra los poblados indios, provocando auténticas matanzas en las que a la hora de degollar no se hacían distinciones entre guerreros, mujeres, ancianos o niños (al igual que hacían también ellos). Nada de esto le hizo perder popularidad; al contrario, favoreció que resultara elegido en los citados comicios y, formando parte de la House of Burgesses (una de las dos cámaras legislativas de Virginia), impulsó una serie de reformas que limitaban el poder del gobernador, concedían derecho al voto a los ciudadanos libres sin tierras y penaban con la muerte a quien vendiera armas a un indio.
Los enfrentamientos verbales de Berkeley con sus opositores alcanzaron un grado tal que llegaron a las manos, por lo que decidió dejar Jamestown y quedarse en su plantación. Finalmente accedió a firmar el visto bueno a una nueva razia; el acopio de suministros y el reclutamiento de gente, a menudo por las malas, llevó al condado de Gloucester a protestar por tener que asumir una leva de la que la ley le eximía. En cualquier caso, Bacon y su gente acumulaban cada vez más poder y en julio de 1676 presentaron la llamada Declaración del Pueblo, en la que denunciaban públicamente al gobernador por corrupción, nepotismo y negligencia en la protección de la colonia. La acompañaron de un texto que incitaba a acabar con todos los indios por no considerarlos susceptibles de cobertura legal, esclavizando a los que sobrevivieran. Y empezaron a ponerlo en práctica.
Así, las milicias de Bacon se adueñaron de Jamestown y le prendieron fuego, obligando a Berkeley a retirarse con los pocos que aún le eran fieles. Claro que él se guardaba un as en la manga: siendo como era el representante de la corona, solicitó ayuda militar de la metrópoli. No hizo falta; antes de la llegada de un buque con soldados, la disentería acabó con la vida de Bacon. Era octubre y la rebelión se disolvió sin que pudiera evitarlo su sucesor, John Ingram, un joven nacido ya en Virginia y descontento con la incumplida promesa de Berkeley de premiar con cien acres de tierra a los servants que hubieran trabajado un número de años. El servant era una peculiar categoría laboral anglosajona, una especie de esclavitud light, temporal y por contrato, que constituía buena parte de la base social que apoyaba a Bacon, junto con los esclavos propiamente dichos.
El caso es que las tropas del gobernador, reforzadas con un millar de casacas rojas recién llegados, apagaron los últimos rescoldos de la insurgencia por la fuerza, ahorcando a veintitrés revoltosos (no se sabe con seguridad, pero probablemente Ingram fuera uno de ellos). Las aguas volvieron así a su cauce. Y además en todos los sentidos, pues, como cabía esperar, Berkeley se quedó con las propiedades de sus enemigos modificando los títulos de propiedad. Pero en la metrópoli se entendió que había que cambiar la política hacia los indios, so pena de que brotase un nuevo motín. Quizá por eso el gobernador fue destituido y retornó a su país en enero de 1677, falleciendo seis meses después.

Mientras, en marzo, se firmó con una decena de tribus el Tratado de Middle Plantation, que les garantizaba la posesión de sus tierras, sus derechos de caza y pesca, el derecho a llevar armas y otras cosas… siempre que se mantuvieran en paz y sometidos a Inglaterra. Como ocurriría tantas veces, no era más que papel mojado que daba tiempo a las élites a organizarse ante el temor de que los estratos bajos entablaran una alianza con los indígenas. Resultaba más seguro, estratégicamente hablando, declarar la guerra a los indios y ganarse con ello el apoyo de los blancos, ya fueran libres o servants, y los negros -hasta entonces todos en relativa buena armonía y sin demasiados prejuicios raciales-, eliminando la posibilidad de un enfrentamiento de clase.
Ése es precisamente el fleco que todavía hay en esta historia. Dado que los servants y los esclavos habían apoyado la rebelión, esperando mejorar su situación, y que en algunos sitios incluso se alzaron en armas juntos (como en Gloucester en 1663 y en Maryland en 1676), también se introdujo una astuta medida para separarlos: conceder un mejor estatus a los que fueran blancos, favoreciendo así su sensación de superioridad respecto a los negros; el clásico divide y vencerás. Algunos autores opinan que ahí estuvo el origen del racismo en Estados Unidos, tal como luego se entendería, ya que hasta entonces la esclavitud sólo era una condición jurídica de carácter socioeconómico, sin mayor trascendencia racial.
Todo esto no impidió que Nathaniel Bacon pasara a la posteridad como un patriota que luchó por los derechos de las clases bajas frente al poder de las altas, que representaban al gobierno colonial, y fue idealizado por figuras como Thomas Jefferson y otros, que lo consideraban un precedente de la revolución. Incluso hoy en día el Capitolio de Virginia lo define como «gran patriota». Quizá deberían preguntarle a los indios.
Fuentes
Bacon’s Rebellion. 1676 (Thomas J. Wertenbaker)/The invention of the white race (Theodore W. Allen)/Lethal encounters. Englishmen and indians in colonial Virginia (Alfred Cave)/La otra historia de los Estados Unidos (Howard Zinn)/Tales from a Revolution. Bacon’s Rebellion and the transformation of early America (James D. Rice)/Nathaniel Bacon (Brent Tarter en Encyclopedia Virginia)/Sir William Berkeley (Warren M. Billings en Encyclopedia Virginia)/Wikipedia
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