Imaginen que una médium publica un libro inédito de un famoso escritor muerto años atrás pero que se lo habría dictado mediante una ouija. Imaginen también que la gente se lo cree, la obra es un razonable éxito de ventas y que incluso un importante periódico hace una reseña. Y completen el sainete cuando la hija de ese literato presenta una demanda pero no por profanar la memoria de su padre sino exigiendo derechos de autor. Pues todo esto ocurrió realmente en EEUU en 1917. La novela se titulaba Jap Herron y el escritor paranormal en cuestión fue el célebre Mark Twain.

Ya hemos hablado de él en algún artículo. Su verdadero nombre era Samuel Langhorne Clemens, nació en el estado de Missouri en 1835 y tras trabajar como impresor y periodista, especializado en reportajes gracias a su vida aventurera, se zambulló en el mundo de la literatura alcanzando gran prestigio. De su pluma salieron novelas inmortales como Las aventuras de Tom Sawyer, Un yanqui en la corte del rey Arturo, Príncipe y mendigo o Las aventuras de Huckleberry Finn, por citar las más conocidas. Dado lo que vamos a ver aquí, puede ser interesante señalar que tras su muerte incluso se publicó póstumamente El forastero misterioso, en el que un sobrino de Satanás visita la Tierra.

Pero el título que no encontrarán en ninguna relación de sus obras es Jap Herron. Su argumento y ambientación van en la misma línea que los de Tom Sawyer y Huckleberry Finn: un huérfano pobre de Missouri que consigue superar todos los obstáculos para convertirse en un honrado periodista que ayuda a regenerar su pueblo. Asimismo, la prosa intenta ser parecida a la de Twain -sin alcanzar su maestría-, como también el sentido del humor de que hace gala el relato -el escritor era famoso por eso-, aunque en muchos pasajes resulta demasiado sensiblero. Claro que no debe ser lo mismo escribir en este mundo que en el otro.

Mark Twain en 1907/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Tras pasar sus últimos años sumido en la depresión por las muertes sucesivas de su hija Susy (en 1896, de meningitis), su esposa Olivia (en 1904, de fallo cardíaco) y su hija pequeña Jean (en 1909, de un ataque epiléptico), Mark Twain falleció en Redding (Connecticut) en 1910, coincidiendo con el paso del cometa Halley; curiosamente, había nacido en su visita anterior y él mismo declaró que esperaba irse con ese cuerpo celeste. Lo que no se imaginaba era que volvería siete años más tarde; al menos parcialmente, en forma de libro.

Fue «gracias» a Emily Grant Hutchings, una mujer de Hannibal (Missouri) hija de un pastor metodista alemán emigrado a EEUU y de una de las primeras mujeres dedicadas a la medicina profesional en el país. Nacida en 1870 como Emily Rosalie Schmidt , era la menor de una familia de seis vástagos, cuatro niños y dos niñas (una de las cuales continuó la vocación de su madre especializándose en cirugía). Al cumplir dieciocho años se fue a estudiar a un internado de Alemania, regresando al siguiente para matricularse en la Universidad Estatal de Columbia. Licenciada en Letras, enseñó latín, griego y alemán en el Instituto de Hannibal mientras daba sus primeros pasos en la literatura.

Según la costumbre anglosajona, cuando Emily se casó adoptó el apellido de su marido Edwin, un veterano periodista y experto fotógrafo. Conocieron a Mark Twain cuando éste visitó St. Louis en 1902 para presidir un banquete en su honor celebrado en el Museo de Bellas Artes. De hecho, Emily presumía de un par de cartas que Twain envió a los Hutchings: en una les agradecía haberle hecho el discurso que pronunció ese día; en la otra, respondía a una misiva de ella -perdida- explicándole cómo no desanimarse cuando no hay inspiración. Esta última misiva, que no es del puño y letra del escritor sino de su secretaria, fue contestada por Emily contándole sus cuitas literarias y, con el humor que le caracterizaba, Twain apuntó en el sobre: «¡Idiota! Conserva esto».

Pearl Lenore Curran/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Emily se había labrado cierto renombre como articulista de prensa (incluyendo las importantes revistas Cosmopolitan y Atlantic Monthly), además de escritora y poetisa, siendo aplaudido su trabajo. Por eso sorprende un poco el lío que organizó en 1917, al publicar Jap Herron asegurando que se la había dictado el mismísimo Mark Twain desde ultratumba. Hoy suena estrambótico pero en el primer cuarto del siglo XX continuaba la moda de la creencia en lo sobrenatural, la teosofía y las asociaciones esotéricas, que se había iniciado en las últimas décadas del XIX. Recordemos que ese mismo año se produjo el caso de las hadas de Cottingley, un montaje fotográfico urdido por dos niñas que engañó a casi todos (incluyendo a Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes) y proliferaban médiums de gran fama como Madame Blavatsky, Chico Xavier, las hermanas Fox, Florence Cook…

Se daba la circunstancia de que Emily era amiga de Pearl Lenore Curran, una cantante junto a la que realizó una sesión espiritista en julio de 1912. Usando una ouija, dijeron haber contactado con el espíritu de Patience Worth, una puritana inglesa cuyas conversaciones fue transcribiendo Pearl, lo que le sirvió de base para escribir varios cuentos y novelas; uno de ellos The sorry tale, alabado por la crítica. Por supuesto, hubo acusaciones de fraude y el mundo científico la descalificó pero, a buen seguro, aquella experiencia sirvió de inspiración a Emily.

En realidad, no era tan raro. De hecho se trataba de toda una tendencia aprovechando la mencionada fiebre espiritista. Ya en 1872 un mecánico llamado Thomas P. James que afirmaba ser médium terminó El misterio de Edwin Drood, una novela inconclusa de Charles Dickens, asegurando que el propio escritor se la había dictado a pesar de que había muerto dos años antes. Y en septiembre de 1917, en su reseña de Jap Herron, el periódico The New York Times explicaba con cierta sorna que era la tercera vez en pocos meses que recibían un libro presuntamente dictado por un muerto:

El tablero ouija parece haber llegado para quedarse como un competidor de la máquina de escribir en la producción de ficción. Porque esta es la tercera novela en los últimos meses que ha reclamado la autoría de algunos muertos y desaparecidos que, no dispuestos a renunciar a las actividades humanas, parecen encontrar en el tablero de ouija un medio material de expresión.

Según contó la propia Emily en el prólogo de Jap Herron, en 1915 estaba practicando la ouija en St. Louis con su amiga médium Lola V. Hays cuando contactaron con el espíritu de Mark Twain, que haciendo gala de su proverbial humor se presentó como Lazy Sam (el perezoso Sam). Y como se había marchado de esta vida dejándose alguna idea en el tintero, a lo largo de dos años les fue dictando la historia. Unas doscientas cuarenta y cinco páginas que Lola transcribía mediante el tablero y su compañera mecanografiaba. Para eso están los amigos. Incluso cuando ya se han ido de este mundo.

Clara Clemens, la hija mediana de Mark Twain/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ahora bien, estuviera donde estuviese Mark Twain, no parecían sentarle bien aquellos aires del más allá. Sin rebajar un ápice el tono sarcástico y a pesar de que el libro vendió bastantes ejemplares para el poco tiempo que llevaba en circulación, la citada reseña de The New York Times añadía:

Si esto es lo mejor que Mark Twain puede hacernos llegar al cruzar la barrera, el ejército de admiradores que sus obras han cosechado pondrán todas sus esperanzas en que, en lo sucesivo, respete el límite de la muerte.

Por si el episodio no fuera lo bastante grotesco de por sí, entró en escena la hija mediana de Twain, Clara Clemence, la única que aún vivía, para darle una vuelta de tuerca más. El 8 de junio de 1918 presentó una demanda en la Corte Suprema de EEUU contra Emily Hutchings y su editor, Mitchell Kennerley. No lo hacía por delito contra el honor o por estafa sino por algo más mundano: los derechos de autor, que estaban en poder de la editorial con que trabajaba su padre, Harper and Brothers, la cual también firmaba esa demanda y en su momento había rechazado la petición de Emily de publicar Jap Herron por considerarla un fraude. Por tanto, el objetivo era detener la distribución de la novela, obviando la explicación que dieron Emily y su amiga Lola: que el famoso literato se hallaba «en un estado de tortura intelectual por la dificultad que tenía para imprimir aquel importante trabajo». Obviamente, no hay imprentas en el más allá.

Aquellas palabras no ayudaron precisamente a mejorar el contencioso, que parecía abocado a dirimirse en los tribunales con todas las implicaciones legales que ello suponía: si el contrato con Harper and Brothers seguía vigente, si se podía considerar a Twain autor del libro, etc. Estaba por ver si la Justicia era capaz de confirmar o desmentir que Jap Herron había sido escrita por un fantasma pero, al mismo tiempo, si la respuesta era positiva, podía suponer que los derechos correspondían a la editorial anterior. Como dijo The New York Times en otro artículo, «el enigma del universo está a punto de ser debatido, no por teólogos, sino por abogados».

Mitchell Kennerley, a la derecha/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Por otra parte, Clara Clemens sugirió a Emily que publicara pero entregase las ganancias a la familia del fallecido. Éste, por cierto, no creía en fantasmas e incluso había escrito un par de libros (What is man? y The mysterious stranger, que citábamos antes) en los que negaba la vida después de la muerte. Sólo había una manera de culminar todo aquel despropósito y lo hubiera protagonizado Emily al ser llamada a declarar ante el juez, leyendo cómo fue su conversación con el escritor vía ouija, algo que ya había explicado en el prólogo de la novela y en el que contaba cómo Twain hasta se permitió bromear socarronamente diciéndole a su marido (que hacía de secretario) «fuma y relájate, viejo».

Sin embargo, no fue necesario llegar hasta ahí porque Mitchell Kennerley era un editor modesto y no quería meterse en líos. De hecho, el embrollo era tal que Emily intentó suavizar la tensión publicando el libro sin citar de forma explícita el nombre de Mark Twain; pero no podía renunciar al principal reclamo publicitario, así que a cambio puso un subtitulo que dejó el epígrafe completo en Jap Herron. A novel written from the ouija board (Jap Herron, Una novela escrita desde el tablero ouija). Además lo hizo incluyendo un retrato del escritor en la portada, con lo que no arregló gran cosa. Finalmente tuvo que rendirse cuando Kennerley llegó a un acuerdo para retirar la obra, destruyendo todos los ejemplares impresos pero no distribuidos hasta el momento, a cambio de que Clara hiciera otro tanto con la demanda.

Todos contentos, pues, menos la frustrada escritora pero, sobre todo (probablemente), menos el espíritu de Mark Twain. No sólo porque su ectoplasma seguiría vagando sin ver impresa su novela póstuma sino también porque, irónicamente, en vida había sido un activo opositor al concepto de derechos de autor (si bien, luego cambió de opinión para que sus hijas se beneficiaran). El tiempo ha solventado ambas cosas, pues el tiempo de copyright (setenta años en EEUU; cincuenta más de los que pedía Twain) ha expirado ya y sus obras son de libre disposición, pudiéndose encontrar Jap Herron en múltiples ediciones digitales por Internet. Por cierto, Emily se reunió con él en el más allá en 1960.


Fuentes

Jap Herron. A novel written from the ouija board (Emily Grant Hutchins)/How Mark Twain’s ghost almost set off the copyright battle of the century (Parker Higgins en Splinter)/Emily Grant Hutchings, author of Jap Herron (Barbara Schmidt en Twainquotes)/Spiritualism in Lawsuit. Case of Harper & Brothers Against Mitchell Kennerley over Copyright on Mark Twain’s name(The New York Times)/Wikipedia


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