En artículos anteriores hablamos de Stanley Clifford Weyman, Gregor MacGregor, la princesa Caraboo, Pablo Paleólogo Tagaris, el Encubierto de Valencia… Gentes de todas las épocas y países que tenían en común el haber sido impostores y estafadores. Un tema muy jugoso que proporciona material casi inacabable y del que hoy vamos a ver uno de los más grandes ejemplos del siglo XX: Víctor Lustig, que se hizo famoso por haber vendido la Torre Eiffel y no una sino dos veces. Suprema ironía, en la casilla de su certificado de defunción correspondiente a la profesión que ejercía alguien con fino humor puso «aprendiz de vendedor».

Lustig nació a principios de 1890 en Hostinné, un pequeño pueblo situado al pie de los Sudetes occidentales que hoy está en la República Checa pero entonces pertenecía al Imperio Austrohúngaro. Siendo de familia pobre, ya de joven mostraba una personalidad problemática, iniciándose en la delincuencia a la manera clásica, con hurtos menores, carterismo y similares.

Pero, a la vez, lo mismo manifestaba una extraordinaria habilidad para el aprendizaje, caso sobre todo de los idiomas, que se metía en líos. Prueba de esto último fue que a los diecinueve años, ya claramente inclinado hacia una vida al límite, se aficionó al juego y en un lance amoroso recibió de un novio celoso un navajazo en la cara que le dejó una cicatriz permanente. Igual que Al Capone, con el que, como veremos, tuvo una curiosa relación.

Tirada de Liberty Bonds de 1918/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Convertido en delincuente profesional, aprovechó su simpatía natural, su locuacidad y sus elegantes maneras -era de corta estatura y morfología delicada- para aplicarlas a la que iba a ser la rama en que se especializaría: la estafa. Empezó a practicarla a bordo de los transatlánticos que hacían la travesía entre Francia y Nueva York, lo que recuerda un poco a Max Costa, el bailarín mundano de la novela de Arturo Pérez-Reverte El tango de la Guardia Vieja. Durante esos viajes, Lustig se ganaba la confianza de los pasajeros más acaudalados fingiendo ser un productor musical de Broadway en busca de inversores para un espectáculo que, por supuesto, no existía. Pero el estallido de la Primera Guerra Mundial, con la amenaza que suponían los submarinos alemanes, interrumpió aquellas singladuras y le dejó sin negocio, obligándole a buscar un nuevo campo de actuación.

Lo encontró en EEUU, donde continuó su actividad con nuevos montajes. Esta vez la víctima era una sucursal bancaria ante la que adoptó la personalidad -llegó a manejar cuarenta y siete en su vida- de un aristócrata europeo para adquirir una granja embargada por dicho banco. Realizó el pago con los llamados Liberty Bonds, unos bonos de guerra que se empezaron a vender en 1917 para colaborar en la financiación bélica de cara a la entrada del país en la contienda. Finalizada ésta, durante la primera mitad de los años veinte se procedió a reembolsar a los compradores. Lo que hizo Lustig fue pedir a continuación un préstamo en metálico poniendo como aval la granja, que ahora era suya. Durante la reunión se las arregló para dar el cambiazo -de joven había aprendido rudimentos de prestidigitación- y quedarse con el dinero y con los bonos.

Así empezó a labrarse un nombre en el mundo del hampa; tanto que consideró recomendable desaparecer un tiempo y en 1925 regresó a Europa, que se había recuperado rápidamente de la destrucción bélica y estaba en una fase de boyante desarrollo, fluyendo por tanto el dinero y constituyendo un interesante atractivo para su oficio. Lustig se instaló en París, donde un artículo que hablaba del alto coste de mantenimiento de la Torre Eiffel; hay que tener en cuenta que sólo en pintura requería sesenta toneladas cada pocos años y llevaba sin repintarse mucho tiempo, razón por la que el emblemático monumento presentaba un aspecto deplorable e incluso se rumoreaba la posibilidad de desmontarlo definitivamente, tal cual se había pensado cuando se construyó para la Exposición Universal de 1889.

vista aérea de la Torre Eiffel durante la Exposición Universal de 1889/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Ahí había posibilidades, debió pensar el estafador, que contactó con media docena de empresarios del sector chatarrero. Reuniéndose con ellos en el lujoso Hotel de Crillon y presentándose como subdirector general del Ministerio de Correos y Telégrafos, les informó de que el gobierno había decidido deshacerse de la torre; no trasladarla a un sitio más acorde con su avanzado diseño, que rompía con el entorno donde se ubicaba, como sugirieron algunas voces en 1909, sino simplemente venderla como chatarra. Y ellos habían sido seleccionados como posibles concesionarios, por su probada honestidad. Eso sí, dada la previsible impopularidad de esa medida, todo debía mantenerse en secreto hasta que quedara consumado en los contratos y se procediera a las obras.

Ninguno de los empresarios sospechó porque Lustig había planificado el montaje tan minuciosamente que incluía documentación con sello gubernamental, en realidad copias minuciosas realizadas por un experto falsificador al que contrató previamente. De hecho, hasta se permitió el lujo de llevarlos en coche oficial a inspeccionar la torre y fue durante esa visita cuando seleccionó al que sería su víctima: André Poisson, que demostró tener un interés especial porque era un distribuidor modesto -y crédulo, añadamos- que aspiraba a entrar en la élite empresarial con un golpe de efecto tan sensacional como sería comprar la Torre Eiffel. Sin embargo, su esposa se mostraba más escéptica, así que Lustig dio una vuelta de tuerca al plan absolutamente genial.

En una nueva reunión a solas, simuló confesar que era un funcionario corrupto al que el sueldo oficial no bastaba para el estilo de vida que aspiraba a llevar y que le concedería el contrato a Poisson a cambio de un sustancioso soborno. El otro aceptó ingenuamente y le pagó tanto el coste de la operación como su tajada personal y, una vez con el dinero en el bolsillo, Lustig y su secretario -en realidad un estafador americano llamado Robert Arthur Tourbillon, que a veces empleaba el nombre alternativo de Dan Collins- huyeron de Francia en un tren que les llevó a Austria. Tal como imaginaban, el burlado Poisson no se atrevió a denunciarles, así que sólo estuvieron fuera un mes. Transcurrido ese tiempo, regresaron a la capital gala dispuestos a repetir la farsa con otros.

Al Capone en 1930 / foto dominio público en Wikimedia commons

Y, en efecto, volvieron a juntar a otros seis empresarios del sector chatarrero con los que, increíblemente, consumaron la venta de la Torre Eiffel por segunda vez. No obstante, en esta ocasión el estafado sí acudió a la policía y los dos pillos se vieron obligados a poner tierra de por medio; no sólo tierra sino también océano, ya que, gracias a sus múltiples pasaportes y sus mil y un disfraces, escaparon a EEUU. Allí fue donde Lustig llevó a cabo otro de sus fraudes más conocidos -hubo más de los que podemos reseñar aquí-, el de la venta de la llamada Caja Rumana, también denominada Caja de Dinero porque se suponía que era una máquina que lo fabricaba ¿Quién iba a resistirse a comprar algo así?

Lustig contactaba con clientes fingiendo ser distribuidor de un ingenio que podía reproducir billetes. Una máquina de madera (de caoba, para más señas), del tamaño de un baúl y que funcionaba como una especie de fotocopiadora de la época. Tenía dos pequeñas ranuras, una para introducir el original y otra para el papel moneda sobre el que se imprimiría la copia. Para demostrar la veracidad de su funcionamiento, Lustig hacía una demostración que duraba aproximadamente seis horas, al término de las cuales la caja expulsaba un duplicado exacto. Luego repetía de nuevo, esperando el mismo tiempo, para que saliera un segundo billete.

A continuación se ofrecía a ir al banco con el iluso comprador para ingresar esos dos billetes y demostrar que se los aceptaban, cosa que ocurría porque lo que el otro no sabía era que en el interior de la máquina había un trucaje que permitía sacar dos billetes auténticos, previamente introducidos a manera de señuelo. Obviamente, al comprador se le hacía la boca agua sin sospechar nada y se mostraba dispuesto a pagar el altísimo precio que se le pedía por el invento, unos treinta mil dólares. Una vez realizada la transacción, Lustig simulaba hacer una puesta a punto del artilugio metiendo un par de billetes más, de manera que el nuevo usuario pasara doce horas esperando la impresión de las copias. Por supuesto, después ya no volvía a funcionar más pero entretanto el estafador había tenido tiempo de sobra para escapar.

Federal House of Detention a finales de siglo XIX/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Nunca faltaban incautos, como él mismo pudo comprobar en París, así que no debería sorprender que una de sus víctimas más célebres fuera todo un agente de la ley, un sheriff texano quien, al ver que tras el segundo billete no salían más, se dio cuenta de que le habían tomado el pelo y persiguió a Lustig hasta Chicago. Incluso logró atraparle pero no debía ser muy lúcido porque se dejó convencer de que no usó correctamente el aparato y éste se estropeó, por lo que aceptó que le compensaran con una indemnización. Y todo el que al leer esto esté pensando mal acertará: sí, se le pagó con billetes falsos.

Lustig se quedó en Chicago, donde le sorprendió el Crack de 1929 y la Gran Depresión posterior. Quizá por eso tuvo la audacia de intentar estafar nada menos que a Al Capone, aún sabiendo que si la cosa salía mal podía costarle la vida. En realidad fue algo menor porque al famoso gánster no le costó nada: sólo tenía que invertir cincuenta mil dólares para una estafa y el dinero nunca peligró porque Lustig lo guardó en la caja de seguridad de un banco durante un par de meses. Al término de ese tiempo, se presentó ante él explicándole que el plan había salido mal y estaba arruinado, por lo que no podría colaborar con él en el futuro; pero al mismo tiempo le tranquilizó devolviéndole el dinero prestado. Capone, impresionado por la honestidad de alguien que sacrificaba su propia economía para cumplir, le regaló cinco mil dólares. Era exactamente la reacción que Lustig había previsto.

Ese mismo verano regresó a París, seguro de que su caso estaba olvidado en algún cajón. Conociendo bien el terreno, diseñó una estafa en la que se hacía pasar por un banquero estadounidense pero fue descubierto y arrestado, debiendo huir de nuevo Atlántico a través. Acabó en Nebraska, donde al año siguiente se asoció con el farmacéutico William Watts y el químico Tom Shaw para fabricar planchas de impresión de billetes y falsificar dinero a gran escala. Ellos se encargaban de la producción y él de la distribución, de una forma tan reservada que sus socios no sabían con exactitud cómo se desarrollaba el proceso conjunto. El negocio funcionó durante cinco años y, teniendo en cuenta que cada día imprimían decenas de billetes, la cantidad falsificada debió ascender a cientos de miles de dólares.

Vista aérea de Alcatraz hoy en día/Imagen: Ralf Baechle en Wikimedia Commons

Fue el factor humano el que se encargó de estropearlo todo; tan humano como los celos. Billie Mae Scheble, la novia de Lustig (y regente de un burdel), se enteró de que él había iniciado una relación paralela con la joven amante de Shaw y se vengó realizando una delatora llamada anónima al FBI. En mayo de 1935, los agentes detuvieron al veterano estafador durante una visita a Nueva York. Admitió conocer a sus socios pero negó saber a qué se dedicaban. Sin embargo, una llave que llevaba en su cartera resultó ser de un casillero de la estación de metro de Times Square que, al abrirla, tenía dentro cincuenta y un mil dólares en billetes falsos junto con las placas con que se habían imprimido.

Parecía el final de su vida delictiva porque, previsiblemente, iba a pasar un largo tiempo a la sombra. Pero Lustig era un hombre de recursos y un día antes de empezar su juicio logró evadirse de la Federal House of Detention, la cárcel de la ciudad que estaba en Manhattan y se conectaba con el edificio de los juzgados mediante una pasarela; era popularmente conocida con el sobrenombre de The Tombs porque, se rumoreaba, su diseño estaba basado en una tumba egipcia. Pues bien, Lustig se fugó descolgándose por una ventana con varias sábanas atadas, gracias a que le habían sacado de la celda porque fingió una enfermedad. Hasta les dejó una nota con un pasaje de Los miserables en la que venía a identificarse con Jean Valjean. Genio y figura.

Eso sí, su libertad duró únicamente veintisiete días, ya que le volvieron a capturar en Pittsburgh en una espectacular operación digna de película; al fin y al cabo no podía pasar desapercibido con aquella cicatriz cruzándole el rostro. Esta vez no tenía escapatoria y para reducir su condena se declaró culpable. La cayeron quince años, a cumplir en la temible prisión de Alcatraz, la misma en la que estaba recluido Al Capone. Éste se hallaba ya muy debilitado por la sífilis que padecía y fue liberado en 1939, retirándose a Florida y falleciendo de neumonía en enero de 1947. Curiosamente, sólo dos meses después y por la misma causa moría también el hombre que había osado estafarle sin que se diera cuenta.


Fuentes

The man who sold the Eiffel Tower. Twice (Jeff Maysh en Smithsonian)/Grandes maestros de la estafa (Néstor Durigon)/Criminal masterminds (Charlotte Greig)/From Paris to Alcatraz (Betty Jean Lustig y Nanci Garrett)/Fraudes, engaños y timos de la historia (Gregorio Doval Huecas)/La sensacional historia del conde que logró vender la Torre Eiffel más de una vez (Dalia Ventura en BBC)/Victor Lustig, el hombre que vendió la Torre Eiffel dos veces (Juan Manuel Palomino Ramírez en El Historicón)/Wikipedia


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