¿Por qué en la Catedral de Trieste (Italia) hay una tumba con el epígrafe Carolus V. Hispaniarum Rex (Carlos V, Rey de las Españas)? Más de un turista se sorprende cuando la visita y ve esa inscripción en la lápida, teniendo en cuenta que el Habsburgo español está enterrado en el Panteón del Monasterio del Escorial.
La respuesta es que no se trata del emperador, padre de Felipe II; ni siquiera de un Habsburgo sino de un Borbón: Carlos María Isidro, infante de España eso sí, segundo hijo del Carlos IV y, por tanto, hermano de Fernando VII. Al empeñarse en heredar el trono en lugar de su sobrina Isabel II sumió al país en la primera de varias guerras civiles bautizadas etimológicamente con su nombre (carlistas). Y aunque no pudo vencer, siguió autoproclamándose rey de España hasta su fallecimiento en esa localidad italiana.
Trieste es una ciudad de tamaño medio que se encuentra en el noreste del país, fuera de la península itálica y en la frontera ya con Eslovenia. De hecho, en el siglo XVIII pasó de estar en manos venecianas a formar parte del imperio de los Habsburgo, dinastía que le concedió el estatus de puerto libre hasta que en el XIX fue ocupado por las tropas napoleónicas e incorporado a las llamadas Provincias Ilirias. Tras caer Bonaparte, el Imperio Austrohúngaro recuperó su posesión y ya no la perdería hasta el final de la Primera Guerra Mundial, en que la tuvo que ceder a Italia. El período que nos interesa aquí es el decimonónico, evidentemente, porque fue cuando el carlismo estableció allí su corte por circunstancias que veremos enseguida.
Por eso en el citado templo, la Basílica cattedrale di San Giusto Martire, construida a partir de 1337 sobre dos iglesias medievales preexistentes, se ubica el panteón de esa rama de la familia. Exteriormente es un edificio bastante austero en el que sólo destacan el rosetón de la fachada, el campanario y, lo más curioso, la utilización de piezas romanas insertadas en su arquitectura (la portada, por ejemplo, está hecha con lápidas funerarias). El interior se caracteriza por los frescos -aunque sólo algunos son originales- y los mosaicos bizantinos que decoran los dos ábsides laterales.
En cuanto a los enterramientos, en un mausoleo de la capilla de San Carlos Borromeo, compuesto por simples tumbas de losas negras con letras doradas, descansan los restos del citado Carlos; su primera esposa, María Francisca de Portugal y la segunda, Teresa de Braganza (princesa de Beira); su hijo, el conde de Montemolín, y la mujer de éste, la princesa María Carolina de Borbón-Dos Sicilias; el otro hijo, Juan Carlos, conde de Montizón (Juan III); Fernando, el tercer hermano; y el nieto, Carlos VII, duque de Madrid. Popularmente se conoce a ese lugar como el Escorial Carlista, más por su carácter funerario dinástico y su significación política que por una monumentalidad que no tiene. El resto de familiares fueron inhumados en el cementerio local de Santa Ana, que la princesa de Beira había comprado en 1868.
Carlos María Isidro, o Don Carlos, como se le solía conocer, nació en Aranjuez en 1788, siendo el segundo de los catorce hijos que tuvieron los reyes Carlos IV y María Luisa de Borbón-Parma. Junto con sus parientes, en 1808 fue obligado por Napoleón a instalarse en Francia, donde pasó los seis años que duró la Guerra de la Independencia, entreteniendo el tiempo en bordar y asistir al enfrentamiento que su hermano Fernando mantenía con sus padres por llevar la corona (hasta que Napoleón se hartó de ambos y les exigió la abdicación para nombrar a José Bonaparte). El final de la contienda y el Tratado de Valençay permitieron al primogénito regresar para reinar y Carlos le acompañó, no así sus progenitores, que prefirieron establecerse en Roma.
En 1816, dado que el monarca había enviudado diez años atrás y ahora necesitaba engendrar un heredero que evitara que la sucesión recayera en los hijos de su hermano pequeño, Francisco de Paula (presuntamente hijo de Godoy y de simpatías liberales), se acordó su boda con su sobrina Isabel de Braganza y Borbón, hija del rey Juan VI de Portugal y su hermana Carlota Joaquina; un enlace estratégico destinado a contar con Brasil como base para controlar los territorios americanos, que estaban en fase de emancipación.
Simultáneamente, la hermana menor de la novia, María Francisca, se casó con Don Carlos. Era una mujer muy conservadora, como toda la corte portuguesa; algo en lo que coincidía con su esposo, quien no aprobaba el comportamiento de Fernando, aficionado a las juergas nocturnas en casa de Pepa la Malagueña, un tugurio de la calle Ave María donde le ofrecían bebida, cante jondo y otros placeres.
Isabel murió pronto, en 1818, desangrada por una cesárea durante su primer parto. La niña que alumbró, María Luisa Isabel, la siguió cinco meses después, así que el trono seguía sin heredero. En cambio, el que dio a luz la esposa de Don Carlos nació bien; en los años siguientes, 1822 y 1824, llegarían otros dos. Entremedias, Fernando volvió a casarse: esta vez con su prima y sobrina segunda, María Josefa Amalia de Sajonia, a la que tampoco pudo dejar embarazada por más oraciones que rezaron o visitas terapéuticas que hicieron a balnearios como Solán de Cabras o Sacedón. La cuestión sucesoria seguía siendo un problema pero en 1820 surgió otro más acuciante: el golpe de Riego, que estableció un gobierno liberal y restableció la Constitución de 1812.
Se invirtieron los papeles y pasaron a ser los absolutistas quienes se organizaron en juntas -denominadas apostólicas pero unidas como Ejército de la Fe- e iniciaran una sucesión de conspiraciones e intentos de golpe, tensándose la vida política. La Santa Alianza, una coalición de potencias europeas (Prusia, Austria y Rusia) que propugnaba un continente conservador y había intervenido en Nápoles para poner fin al incipiente constitucionalismo, atendió por fin los ruegos epistolares del monarca y así Francia, siguiendo los dictados acordados en el Congreso de Verona, y tras un ultimátum al gobierno español que fue desoído, envió un ejército de intervención al que se apodó los Cien Mil Hijos de San Luis (en alusión al rey francés Luis XVIII). Era 1823 y Fernando volvía a ser rey absoluto.
La báscula volvió a inclinarse hacia el otro lado y de nuevo los liberales empezaron a organizar pronunciamientos. Sólo que esta vez también el sector más reaccionario del absolutismo lo hizo. La intervención francesa había puesto unos límites al monarca después de ver que, en los primeros días, la represión desatada fue feroz. Asimismo, los aliados europeos exigieron que la Inquisición, abolida por el ejecutivo anterior, no fuera restaurada. Fernando atendió las demandas aunque sólo a medias, pues siguió persiguiendo liberales y permitió por pasiva que se organizaran unas Juntas de Fe que funcionaban según la metodología inquisitorial; la última ejecución, un maestro deísta, fue en 1826 sin que el ministro de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde, se diera por enterado pese a las protestas internacionales. Pero incluso esas cesiones resultaban excesivas a ojos del absolutismo radical, que buscó liderazgo en Don Carlos.
De hecho, el mismo rey había levantado la mano al ver que Víctor Damián Sáez, su ministro universal y principal agente represor, estaba acumulando demasiado poder montando comisiones militares y juntas de purificación que eliminaban a cualquier sospechoso de liberalismo en el seno del ejército o del funcionariado. Una tímida amnistía que apenas afectaba a unos pocos fue el colmo para los reaccionarios, que formaron sus propias sociedades secretas y se atrevieron a probar la insurrección abierta.
Don Carlos no participaba directamente pero las animaba por carta y eso llevó a Fernando a desconfiar de él cada vez más, hasta el punto de que en 1824 fundó una milicia absolutista bautizada los Voluntarios Realistas, destinada a combatir tanto a liberales como a integristas. Así, la situación se agravaba, máxime cuando en Portugal la reina María Gloria impuso una monarquía constitucional -efímera-, haciendo que los absolutistas del país emigraran a España.
En 1826, el sector más extremista, devoto del hermano de Fernando, hizo público un manifiesto pidiendo la sustitución del monarca. Entre las firmas figuraban la de Don Carlos y su mujer pero no pasó nada porque se consideró que era un montaje de los liberales. Sin embargo, al año siguiente se alzaron en Cataluña los llamados Soldados de la Fe y la sociedad secreta El Ángel Exterminador, en lo que se conoce como Guerra de los Agraviats o Malcontents, cuyas demandas se sintetizaban en el lema «Religión, Rey e Inquisición» y aclamaban a Carlos V, sin quedar claro si éste estaba implicado o no. En 1830 triunfó en Francia la revolución que aupó a Luis Felipe de Orléans como soberano constitucional, dando nuevos bríos a las asonadas liberales en España. Ninguna tuvo éxito por tratarse de iniciativas individuales, sin coordinación; fue el trágico final de Torrijos y Mariana Pineda, entre otros.
Para entonces, el trono volvía a estar comprometido al haber quedado viudo el rey por tercera vez. Otra sobrina suya, María Cristina de Nápoles, fue la elegida como cuarta esposa y por fin nació una heredera, Isabel (que hasta tuvo una hermana, María Luisa). Pero lo que parecía ser la solución no hizo sino enconar el problema. Carlos María Isidro, influido por su mujer -él era, dicen, de voluntad débil-, se opuso tajantemente a que la niña fuera la sucesora usando como argumento la vigencia de la Ley Sálica, que los Borbones habían promulgado un siglo atrás, mediante un Auto Acordado, que primaba al hombre sobre la mujer para evitar que los Habsburgo pudieran retornar al trono por vía matrimonial.
Se trataba de una norma contraria a la tradición española de las Partidas y, de hecho, Carlos IV había redactado una Pragmática Sanción para derogarla, aunque no llegó a sancionarla para evitar convocar Cortes en un contexto de pánico político (acababa de estallar la Revolución Francesa). El hermano del rey consideraba que una decisión acordada por las Cortes con la Corona en Auto Acordado sólo podía anularse en las mismas circunstancias y, por tanto, él debía ser el sucesor si Fernando no tenía un hijo varón. En cambio, el monarca aducía que si Felipe V había cambiado el derecho tradicional español también él podía restaurarlo.
Esa controversia tuvo su momento álgido cuando, estando el soberano enfermo y a punto de morir, sin fuerzas y semiinconsciente, el mencionado Calomarde le arrancó la firma que revocaba la Pragmática Sanción. La cosa se solucionó con una histórica bofetada de la hermana de la reina al responsable y con la mejoría del monarca, que en cuanto se restableció inició una purga en el gobierno.
Pero ya estaban claras las cartas de cada uno y Don Carlos las manifestó abiertamente negándose a asistir a la proclamación de Isabel como heredera. Para salvar las apariencias, se marchó de viaje a Portugal pero desde allí envió una carta a su hermano dejándole claro que no iba a renunciar. Fernando cambió el tono fraternal con él y empezó a firmar significativamente sus misivas como El Rey. Falleció el 29 de septiembre de 1833 y tres días después de su entierro se hizo público un manifiesto de Don Carlos reclamando la corona.
Como Portugal también se inclinó por la monarquía constitucional, tuvo que irse a Inglaterra y desde allí saltó a Navarra, donde convocó a sus partidarios en lo que era el inicio de facto de la Primera Guerra Carlista coincidiendo casi con la muerte de su mujer (se casó entonces con la hermana de ésta). Con implantación sobre todo en la franja noreste peninsular, especialmente País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña, pero también Asturias, Cantabria y Galicia, es decir, lugares donde la hidalguía era bastante común (con exención de impuestos que los liberales habían anulado), el carlismo defendía la reimplantación de los fueros y valores tradicionales, incluyendo los más integristas como restablecer la Inquisición. Su fuerza se situó fundamentalmente en el mundo rural, reticente a la proletarización, y por eso la mayoría de las ciudades permanecieron fieles a María Cristina, que ejercía la regencia en nombre de su hija Isabel II.
La guerra tuvo momentos favorables a Don Carlos pero la precipitación y las necesidades, tanto de financiación como de reconocimiento internacional, le obligaron a tomar decisiones que resultaron contraproducentes y, a la larga, desembocaron en fracaso. Por ejemplo, el intento de tomar Bilbao pese a la insuficiencia de medios para ello, que terminó con la muerte de su general más capaz y carismático, Zumalacárregui. O la llamada Expedición Real, que debía ser el culmen de una nueva estrategia basada en incursiones y que el propio pretendiente encabezó llegando hasta las puertas de un Madrid prácticamente indefenso pero al que no se atrevió a entrar tras tener un misterioso encuentro con su cuñada (y sabiendo que Espartero avanzaba a marchas forzadas sobre la capital).
En medio, la brutalidad de una contienda en la que no se hacían prisioneros obligó a intervenir al gobierno británico, que logró que ambos bandos firmaran el Convenio Elliott para poner límites al salvajismo. Como eso era reconocer una guerra civil, el ejecutivo sólo aceptó a cambio de recibir ayuda armamentística y material.
Así, la balanza se fue inclinando del lado liberal (o cristino, como se decía) y los carlistas se escindieron entre los llamados brutos (los apostólicos, partidarios de seguir hasta el final) y los transaccionistas (que abogaban por pactar la paz mientras aún tuvieran fuerza para negociar condiciones). Se impusieron los segundos por aclamación de la tropa, que gritó «¡Pakea, pakea!» (¡Paz, paz! en euskera) en presencia del propio pretendiente. El abrazo de Vergara entre Maroto y Espartero en agosto de 1839 puso final a la sangría.
Decepcionado, Carlos declaró traidor a su general y emprendió el camino del exilio marchando a la localidad francesa de Bourges con sus incondicionales. Otros veintiocho mil carlistas irredentos se fueron a Inglaterra y algunos, como Cabrera, continuaron luchando a la desesperada hasta no poder más y tener que pasar la frontera francesa. Mientras el gobierno, hábilmente, admitía algunas demandas carlistas relacionadas con derechos forales para tranquilizar las cosas, Carlos se trasladó a Turín, donde vivían sus hijos pequeños como oficiales del ejército del Piamonte. En 1845 abdicó en el mayor y desde entonces se hizo llamar conde de Molina, aunque sin renunciar a ser considerado Carlos V.
De hecho, mantenía una corte que estableció en Venecia hasta que la guerra de independencia italiana, que estalló en 1848, le obligó a buscar un sitio más seguro. Dadas las limitaciones económicas que padecía y la larga lista de cortesanos que le acompañaban, tuvo que pedir ayuda a los Habsburgo y a las familias de sus vástagos. Fue entonces cuando María Carolina de Nápoles, duquesa de Berry, les cedió la planta de un edificio en Trieste; tenía una veintena larga de estancias para albergar no sólo a la familia sino a sus allegados, médico, sacerdote, secretarios, consejeros, etc; no cabían todos y el resto tuvo que alojarse en pisos de los alrededores.
Carlos murió en 1855. Su segunda esposa, la princesa de Beira, le sobrevivió diecinueve años y con el óbito de ella se disolvió su corte italiana.
Fuentes
Episodios nacionales, Los Apostólicos (Benito Pérez Galdós)/Las lobas de El Escorial (Michel del Castillo)/Fernando VII. Un reinado polémico (Rafael Sánchez Mantero)/La vida y la época de Fernando VII (María Pilar Queralt)/Historia del carlismo (Román Oyarzun)/Los reyes que nunca reinaron. Los carlistas (Eusebio Ferrer Hortet y Maria Teresa Puga García)/Nueva historia de España: la España de Fernando VII (VVAA)/La corte carlista de Trieste (César Alcalá en Tradición Viva)
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