A veces, cuando se lee un artículo o libro sobre la Revolución Rusa, suelen surgir dudas o confusión sobre las fechas. Por ejemplo, los sucesos que llevaron a la abdicación del zar suelen datarse en el segundo mes de 1917 y, de hecho, se los conoce como Revolución de Febrero a pesar de que ocurrieron en marzo, mientras que la toma del poder por los soviets se sitúa en octubre y es llamada Revolución de Octubre cuando tuvo lugar en noviembre. Ello se debe a que, hasta entonces, Rusia se regía todavía por el calendario juliano; fue Lenin quien decretó el cambio al gregoriano en 1918 (antes incluso de la proclamación de la URSS), aunque lo hizo introduciendo algunas novedades que lo convirtieron en un almanaque revolucionario soviético.
El calendario juliano se llamaba así porque lo estableció Julio César en el año 46 a.C., como reforma del romano tradicional empleado hasta entonces. Éste, cuya autoría correspondía a Rómulo según la leyenda, se basaba en una división en diez meses lunares de 30 o 31 días, sumándose al final del año varios días más sueltos. Los etruscos (o el rey Numa Pompilio, para los romanos) lo reajustaron hacia el siglo VII a.C. añadiendo dos meses y dejando el año en 355 días, aunque ello no arreglaba del todo la inexactitud y obligaba a intercalar períodos bimensuales extra cada cuatro años.
César lo solucionó con un nuevo sistema elaborado por sabios griegos, entre ellos Sosígenes de Alejandría, que mantenía la división anual en una docena de meses pero ampliaba la duración total a 365 días con la inclusión de un bisiesto cada cuatro años. Ello mejoraba el cómputo, aunque al seguir siendo inexacto respecto al año trópico provocaba que se perdieran tres días cada cuatro siglos. Al principio no era un problema, claro; sin embargo, en el XVI ya se había acumulado un desfase importante que, desde que en el IV d.C. el Concilio de Nicea reasignase la fecha de la Pascua, ascendía a una decena de días. Por ello, el papa Gregorio XIII encargó a una comisión la confección de un calendario nuevo que pasaría a ser conocido con su nombre.

El calendario gregoriano fue adoptado progresivamente por todos los países occidentales a partir de 1582, empezando por los católicos: España, Portugal y estados italianos; los anglosajones no lo hicieron hasta 1752. Ahora bien, Rusia era un caso aparte. Su descomunal tamaño, su variedad étnica y cultural, sumadas a cierta cerrazón histórica, motivada por el aislamiento que derivaba de todo ello, llevaron a ese imperio a situaciones tan peculiares como mantener la servidumbre feudal hasta su abolición legal en 1861 -en la práctica continuó muchas décadas- y mantener el calendario juliano hasta bien entrado el siglo XX. El estallido revolucionario cambió muchas cosas y el cómputo cronológico fue una de ellas.
El 24 de enero de 1918 (según fecha juliana), Vladimir Lenin, presidente del Sovnarkom (Soviet Naródnyj Kommissárov) o Consejo de Comisarios del Pueblo, que fue el primer ejecutivo surgido de la revolución, firmó un decreto por el que quedaban eliminados los días del 1 al 13 de febrero para adaptarse al calendario gregoriano. Se establecía un período de transición durante el cual se debía poner entre paréntesis la fecha juliana tras la gregoriana para ir acostumbrándose pero desde el 1 de julio ya sólo se usaría el nuevo sistema. No obstante, todavía le faltaba una vuelta de tuerca al asunto.

En mayo de 1929, el ingeniero y economista soviético Yuri Larin (que, además de padre adoptivo de la segunda esposa de Nikolái Bujarin, fue impulsor del sionismo en Crimea) propuso en el V Congreso de los Sóviets un retoque calendárico para mejorar la economía: que el día de descanso no fuera el mismo para todos sino por sectores, de modo que la producción no se detuviera nunca. Inicialmente no se le prestó atención, pero el apoyo recibido de Stalin poco después llevó a su puesta en práctica y ese mismo verano ya se empezó a aplicar experimentalmente, situándose en octubre el comienzo oficial. El calendario revolucionario era como el gregoriano, con 12 meses de 30 días, sumándose los cinco días restantes entre cada trimestre sin adscribirse a ningún mes concreto.
Algunas de esas jornadas intermensuales coincidían con efemérides como el Domingo Sangriento (la matanza de manifestantes en San Petersburgo), que fue el 22 de enero de 1905; el Día de la Internacional (equivalente a la fiesta del trabajo), dos días después del 30 de abril; el Día de la Revolución Bolchevique, dos días después del 7 de noviembre; más un extra tras el 30 de febrero en los años bisiestos. Todos ellos se consideraban festivos junto con el 1 de enero (Año Nuevo), el 12 de marzo (Revolución de Febrero) y el 18 de marzo (Comuna de París). Asimismo, los gobiernos locales podían establecer jornadas festivas adicionales hasta alcanzar un total de 10 al año. En 1929 se eliminaron tres de esas fiestas y otra, el aniversario de la muerte de Lenin el 21 de enero, se fusionó con la del Domingo Sangriento. Ésta se suprimió también en 1951, por lo que quedaron sólo cuatro.
Ahora bien, lo que realmente tenía influencia en la producción era la duración de la semana laboral y por eso ésta fue variando. La clásica de siete días pasó a ser de cinco para que cada mes tuviera seis semanas. Los domingos dejaron de considerarse festivos -lo que, de paso, servía para entorpecer el culto religioso- y en las fábricas se dividió a la plantilla en cinco grupos, a cada uno de los cuales se asignó un color y una jornada de descanso diferente. De ese modo la producción era continua, ya que el 80% de los obreros seguía trabajando. Por otra parte, así los obreros descansaban más a menudo, pasando de 52 días de asueto al año a 72.

Curiosamente, la nepreryvka, como se llamó a esa semana continua, resultó impopular porque dificultaba la conciliación, pues a menudo dos o más miembros de una misma familia quedaban encuadrados en colores diferentes y por tanto apenas podían verse. Además, también generó problemas de coordinación y efectividad a la hora del manejo de maquinaria por personal poco instruido, todo lo cual supuso que no se registrara una mejora en la productividad. En el mundo rural fue incluso peor, por la dificultad de adaptarse a los ciclos agrícolas y el peso de la tradición de descansar el séptimo día, que en ese medio era casi imposible de intervenir. En suma, la experiencia demostró no ser útil y en diciembre de 1931 fue derogada, cosa no muy difícil porque en la vida cotidiana se seguía usando el calendario gregoriano normal.
En realidad, no había un modelo único y llegaron a contarse medio centenar de variantes de semana de trabajo continuo durante un proceso de implantación a toda la población laboral, hasta llegar aproximadamente a un 72,9%. Al menos en teoría, pues algunas fábricas la adoptaron por obligación legal pero en la práctica no la aplicaron. En el verano de 1931, por orden de un Stalin descontento con los resultados, en lugar de la semana laboral de cinco días se introdujo la chestidnevki, de seis, que era la que hasta entonces se había aplicado a los comercios y la construcción, por ser la actividad de estos dos sectores distinta a la de la industria. El Sovnarkom la oficializó en noviembre con un día de descanso común para todos y en 1932 ya era de aplicación casi general, alcanzando a tres cuartas partes de los trabajadores fabriles.
Pero tampoco produjo el efecto esperado y, pese a perdurar ocho años, el 26 de junio de 1940 se puso fin definitivo al calendario revolucionario para retornar a la semana de siete días, con descanso el domingo o el sábado según la actividad.
Fuentes
Labor days. Reinventing the workweek in the Soviet Union (Tony Wood en Cabinet Magazine)/Russia’s difficulties (Elizabeth Achelis en Journal of Calendar Reform)/Soviet state and society between revolutions, 1918-1929 (Lewis H. Siegelbaum)/The seven day circle. The history and meaning of the week (Eviatar Zerubavel)/The industrialisation of Svoet Russia. The Soviet economy in turmoil, 1929–1930 (R.W. Davies)/La réforme grégorienne: un jour ou l’autre (Calendrier)/Wikipedia
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