La mañana del 10 de marzo de 1783, una carta anónima empezó a circular por el campamento militar de Newburgh (Nueva York), donde estaba acantonado el Ejército Continental de las trece colonias norteamericanas; el mismo que había derrotado a Gran Bretaña en las batallas de Saratoga y Yorktown.

A esas alturas de la revolución estaba a punto de firmarse el fin de la guerra y hacerse efectiva la independencia, por eso el contenido del documento cayó como una bomba entre los mandos y obligó a George Washington a intervenir decisivamente. Porque el texto era una velada amenaza de golpe de estado. Fue lo que hoy conocemos como la Conspiración de Newburgh.

El Ejército Continental no estaba en esa pequeña localidad por casualidad. Era la puerta de acceso a Nueva York, todavía en manos británicas, aunque ya se estaba negociando la paz, de ahí que las tropas estuvieran a punto de ser licenciadas. Ése fue el origen del creciente malestar en las filas, ya que a los soldados se les debían pagas atrasadas y a los oficiales se les habían prometido pensiones vitalicias por importe de la mitad de su salario cuando recibieran la baja, medida adoptada por el Congreso de la Confederación tres años antes pero que estaba en suspenso por orden de Robert Morris, superintendente de finanzas.

Acuarela de Jean-Baptiste-Antoine DeVerger mostrando distintos tipos de soldados del Ejército continental en el asedio de Yorktown (1781)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Morris había aplazado la cuestión por las necesidades de la guerra, pero ahora todos vislumbraban el final y el tema seguía sin concretarse, a pesar de los debates al respecto que se desarrollaron a lo largo de 1782. Los afectados empezaron a sospechar que no recibirían el dinero y, a finales de ese año, un grupo de ellos entregó un memorándum al Congreso manifestando su descontento y planteando la alternativa de recibir una cantidad global en vez de la pensión pero, a la vez, advirtiendo de que colmar la paciencia del ejército podría «tener efectos fatales». El documento era importante porque lo firmaban el general Alexander McDougall y los coroneles John Brooks y Matthias Ogden, bajo el liderazgo del general Henry Knox.

Para entender mejor su postura, conviene señalar que todos temían la dificultad de reemprender sus vidas como civiles, pues ninguno de ellos se dedicaba al oficio militar por vocación; lo habían abrazado tras dejar sus ocupaciones anteriores al estallar la revolución y, así, McDougall era marino mercante, Brooks médico, Ogden político y Knox librero. Pero sus altas graduaciones hacían que no se les pudiera ignorar sin más, aparte de que Brooks había servido bajo el mando directo de Washington y Knox incluso era amigo personal suyo. De hecho, el propio secretario de guerra, Benjamin Lincoln, detectó que la inquietud en el ejército iba agravándose y urgió al Congreso a tomar una resolución.

El general Alexander McDougall/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Sin embargo, había un problema: las arcas estaban vacías y la única forma de conseguir fondos era instaurar el llamado imposto, un arancel a las importaciones que apoyaban los principales dirigentes económicos como James Madison (que llegaría a ser el cuarto presidente de EEUU), Gouverneur Morris (el ideólogo de la unión estatal), Alexander Hamilton (futuro fundador del sistema financiero de EEUU) y el mencionado Robert Morris.

Pero para ello resultaba necesario reformar los Articles of Confederation and Perpetual Union, un acuerdo aprobado por las trece colonias en el Segundo Congreso Continental de 1777 que servía de pre-constitución; y siendo necesario que hubiera unanimidad, algunos estados votaron en contra de modificarlo, entre otras cosas porque no querían pagar tributos y eran contrarios a la concesión de las pensiones vitalicias.

La cosa se complicaba, pues, y Morris tuvo que reunirse personalmente con McDougall y sus compañeros a principios de 1783 para pedirles que no la tensaran más. A cambio, les sugirió que unieran sus demandas a las de otros acreedores del Estado, de modo que resultara más fácil encontrar una solución conjunta, y creó un comité para encargarse de las exigencias del ejército. No obstante, ellos insistieron en que el descontento podía degenerar en acciones extremas. Aquella respuesta llevó a Morris a presentar la dimisión en el Congreso. En esos momentos la situación económica era crítica, pues no sólo no se disponía de recursos sino que además había una elevada inflación y nadie parecía dispuesto a conceder préstamos sin unas garantías mínimas.

Gouverneur Morris y Robert Morris (Charles Willson Peale)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En tales condiciones, el asunto de las pensiones resultaba sangrante para muchos políticos de nacionalismo exacerbado, que durante los debates votaron en contra de las diversas variantes planteadas. En febrero, tras una nueva votación frustrada por esa negativa y dada la indignación ya indisimulada de los militares, el coronel Brooks trató de convencer a sus colegas de la necesidad de apoyar uno de los planes, consistente en percibir el importe de cinco años de pensión de una sola vez. Pero eso únicamente los soliviantó más y a mediados de mes McDougall escribió una carta a Knox sugiriendo adoptar una postura de fuerza, como negarse a disolverse hasta que se les pagara. Firmó la carta con un significativo pseudónimo: Brutus, en alusión al conspirador y asesino de Julio César.

En principio, la propuesta no parece que fuera más allá de un plante, aunque en ese estamento podría considerarse motín. Pero es que, aparte de la postura de los mandos, también hubo oficiales que atribuían parte de la responsabilidad a George Washington -al fin y al cabo su superior- y que fueron astutamente incitados por los reseñados políticos nacionalistas a reunirse en torno a Horatio Lloyd Gates. Era uno de los generales más controvertidos de aquella guerra porque fue responsable de la derrota en la batalla de Camden y mantenía clara enemistad hacia Washington, al que reprochaba haberle arrebatado el mando en la victoriosa de Saratoga.

El general Horatio Gates (Gilbert Stuart)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Precisamente Washington recibió una sugerencia de Alexander Hamilton para que asumiera la dirección de las protestas en el ejército y así presionar al Congreso, ya que era vox populi que algo se preparaba y más aún después de que el 13 de septiembre se difundiera el rumor de que estaba a punto de firmarse la paz en París.

Pero el general le contestó que las reclamaciones de sus compañeros eran legítimas y se negó a una maniobra que consideraba impropia de los ideales por los que había luchado. La misma respuesta que Knox dio a los políticos nacionalistas cuando le instigaron a hacer otro tanto.

Los acontecimientos se precipitaron en marzo de la mano del coronel Walter Stewart, que había sido ayudante de campo de Horatio Lloyd Gates y fue convencido por Washington para que no se retirase de la vida militar, como pretendía, y aceptase el puesto de inspector general. Aceptó y llegó a Newburgh, donde al ver que el general no estaba dispuesto a adoptar ninguna medida de fuerza contra el Congreso, se reunió con su antiguo superior, Gates, para organizar algo. Con ese fin, hizo que corrieran dos rumores: uno, que el Congreso había decidido disolver el ejército para no pagar; dos, que los militares se negarían hasta ver cumplidas sus demandas. Se encendió así la chispa de la conspiración.

Alexander Hamilton (izq) y Walter Stewart (dcha) en un detalle del cuadro La rendición de Lord Cornwallis, de John Trumbull/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Fue entonces, el 10 de marzo, cuando empezó a circular la carta que decíamos al comienzo, denunciando la situación de las tropas y la apatía del Congreso, además de exigir el envío a éste de un ultimátum y convocar a todos los oficiales a las 11:00 de la mañana siguiente. Lo que hasta entonces eran meras conversaciones y advertencias acababan de materializarse documentalmente. El texto llevaba por título Un discurso a los oficiales pero iba sin firma, evidentemente, aunque más tarde se comprobaría por la letra que su autor fue el mayor John Armstrong Jr, ayudante del general Gates; con el visto bueno de éste, claro.

Cabe imaginar el estupor de Washington al leer aquello, pero reaccionó de manera tan firme como sutil: en sus órdenes generales del 11 de marzo definió la convocatoria como «desordenada» e «irregular», invitando a cambio a los oficiales a una reunión autorizada cuatro jornadas después, presidida por el oficial superior presente, lo que daba a entender que no asistiría personalmente para evitar que nadie se sintiera cohibido. Antes, el día 12, apareció otra carta anónima asegurando que Washington apoyaba la causa de los conspiradores. La rapidez con la que apareció esa segunda misiva le convenció de que todo procedía del ámbito militar y no del político, como pensaba (en concreto, sospechaba de Gouverneur Morris).

El mayor John Armstrong Jr (Daniel Huntington)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El 15 de marzo, en efecto, se celebró la reunión. Tuvo lugar en un pequeño pabellón de madera denominado popularmente Temple y, para sorpresa general, Washington compareció una vez iniciada, pidiendo la palabra. Gates se marchó enfadado mientras su rival pronunciaba un breve pero emotivo discurso en el que primero reconvenía a los presentes por acudir a una convocatoria anónima y contravenir «las normas de la decencia», para después asegurarles que estaba de su lado, tildar de «enemigo insidioso» al autor de la carta y pedir paciencia al tiempo que exhortaba a tener confianza en el Congreso. Pero, consciente de que debía ganárselos, cambió el tono para hacerlo más patriótico:

Dejen que les ruegue, señores, por su parte, que no tomen medidas que, consideradas a la luz tranquila de la razón, disminuyan la dignidad y mancillen la gloria que hasta ahora han mantenido. Dejen que les implore, en nombre de nuestra patria común, que si valoran su honor sagrado, si respetan los derechos de la Humanidad y si consideran el carácter militar y nacional de América, expresen su máximo horror y aborrecimiento al hombre que desea, con pretextos falaces cualquiera, derrocar las libertades de nuestro país y, maliciosamente, intenta abrir las compuertas de la discordia civil e inundar nuestro imperio creciente de sangre (…) Y ustedes, por la dignidad de su conducta, darán ocasión para que la posteridad diga, cuando se hable del glorioso ejemplo que han exhibido a la Humanidad: «Hasta entonces, el mundo jamás había visto la última etapa de la perfección a que la naturaleza humana es capaz de llegar».

Washington se reservó para el final un golpe de efecto (¿calculado o espontáneo?), al sacar un papel de su bolsillo -una carta de un senador- y ponerse las gafas para leerlo que pocos habían visto hasta entonces. Deliberadamente o no, se equivocó varias veces durante la lectura y tuvo que pedir disculpas: «Señores, deben perdonarme. no sólo he envejecido sirviendo a este país sino que además me estoy quedando ciego». Eso tocó la fibra sensible de los presentes -según los testigos, hubo quien hasta lloró de emoción- y no sólo acabó con el posible motín sino que algunos de los más levantiscos, como Knox y Brooks, le garantizaron lealtad.

Reconstrucción del Temple, el edificio de la reunión/Imagen: Daniel Case en Wikimedia Commons

Se designó entonces un comité que debía redactar una declaración acordada por todos que presentara al Congreso sus reivindicaciones, pero renegando de las irregulares iniciativas anteriores y confirmando su confianza en el gobierno. No hubo unanimidad pero casi: únicamente el coronel Timothy Pickering manifestó su desagrado por la hipocresía de la mayoría de los presentes al condenar aquellas cartas que antes aplaudían. Pero la intervención de Washington había sido magistral y la remachó enviando a un hombre al Congreso para mostrar las cartas anónimas y concienciar a los políticos del peligro; el elegido fue el coronel Brooks, al que posteriormente se acusaría, al parecer sin fundamento, de ejercer de delator. Enseguida lo veremos.

Entretanto, todo acabó bien. El 22 de marzo, el Congreso votó a favor de implantar un plan de pensiones que los militares aceptaron: un pago equivalente a cinco años que se hizo con bonos del estado; en esos momentos no eran muy seguros pero luego se cambiaron a cien centavos por dólar, es decir, el total de su valor. Por supuesto, era imposible contentar a todos y Armstrong reincidió al mes siguiente, organizando un nuevo complot. Sin embargo no salió adelante porque Washington fue informado y para evitar ir demasiado lejos, Gates mismo se retiró. Armstrong se quejaría de que alguien les había traicionado avisando «al único hombre a quien se debería haber ocultado… el comandante en jefe». Sospechaba de Brooks o Walter Stewart.

John Brooks en 1820, cuando era gobernador de Massachussets (Gilbert Stuart)/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

En realidad, no todo quedó zanjado porque seguían pendientes los salarios atrasados de los soldados y suboficiales, lo que generó algunos disturbios. El 19 de abril se anunció el final oficial de la guerra contra Gran Bretaña y el licenciamiento del ejército, esto último muy bien recibido por una tropa deseosa de volver a casa. El Congreso concedió tres meses de paga a cada soldado, para lo cual fue necesario que el superintendente de finanzas firmara pagarés por valor total de ochocientos mil dólares; muchos los vendieron por menos para poder obtener dinero en metálico con que afrontar el regreso a sus hogares.

Pero en Pensilvania circuló el rumor de que les licenciarían sin darles la paga y hubo altercados en la ciudad; como el gobernador no sacó a la milicia por miedo a que se uniera a los amotinados, el Congreso tuvo que trasladarse cautelarmente a Nueva Jersey. Parece ser que Armstrong y algunos conspiradores de la tentativa anterior también habrían azuzado ésta pero nunca se probó.

En cualquier caso, todo se recondujo y finalmente el Ejército Continental quedó disuelto en noviembre. El poder civil se impuso así al militar y Washington, que dimitió de su cargo como comandante en jefe al considerar que ya no era necesario -emulando a Cincinato-, multiplicó aún más su reputación, lo que le allanaría el camino a la presidencia.


Fuentes

Siete hombres y el secreto de su grandeza (Eric Metaxas)/Conspiracy theories in American history (Peter Knight)/The Newburgh Conspiracy (Francis P. Sempa en American Diplomacy)/The perils of peace. America’s struggle for survival after Yorktown (Thomas Fleming)/The Society of Cincinnati. Conspiracy and distrusts in early America (Markus Hünemörder)/The Newburgh Conspiracy reconsidered (Edward C. Skeen)/Wikipedia


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