El 4 de octubre de 1957, la URSS ponía en órbita el Sputnik I, primer satélite artificial de la historia. Ese programa continuaría el mes siguiente con el Sputnik II, que además llevaba a bordo al primer ser vivo en salir al espacio (la perra Laika). El éxito adelantó a los soviéticos en la carrera espacial y supuso un mazazo propagandístico para EEUU en plena Guerra Fría, así que el gobierno de Washington juzgó necesario dar algún golpe de efecto que amortiguara aquello y se decidió por algo tan insólito como detonar una bomba atómica en la Luna. Fue el llamado Proyecto A119.

Por supuesto, no era una idea que surgiera de la nada. En 1936 se había creado la ARF (Armor Research Foundation), una institución que, como indica su nombre, tenía como objetivo apoyar las investigaciones armamentísticas del Armour Institute of Technology. La ARF es hoy el IITRI (IIT Research Institute), igual que el otro organismo ha pasado a llamarse ITT (Illinois Institute of Technology) y ambos han reorientado sus actividades a la investigación científica y la enseñanza, como resultado del nuevo contexto internacional.

Pero en los años cincuenta estaban en plena era atómica y sus estudios se centraron en los artefactos nucleares y sus efectos: física de alta energía, consecuencias de una guerra de ese tipo, condiciones de supervivencia, etc.

Sede del IIT Research Institute/Imagen: IITRI

En ese sentido, y azuzados por el anuncio de la URSS del inminente lanzamiento de un nuevo satélite, empezaron otra línea de investigación solicitada por la USAF (Fuerza Aérea de EEUU): la posibilidad de explosionar una bomba atómica en la Luna y qué consecuencias podría tener. Además, no sería una explosión en un cráter sino en la superficie, ya que el destello debía ser visto desde la Tierra por todos los ciudadanos norteamericanos para elevar la moral después del éxito de los soviéticos.

Porque, efectivamente, el 15 de mayo de 1958 éstos pusieron en órbita el Sputnik III. Fue lanzado mediante un nuevo misil balístico intercontinental, el R-7 Semyorka, que tenía un radio de acción de 8.800 kilómetros y una ojiva termonuclear de 3 megatones cuyo primer lanzamiento de prueba como arma se realizaría al año siguiente, en diciembre de 1959.

Por tanto, y a pesar de que el Sputnik III fracasaría en su misión, la ARF tenía doble motivo para darse prisa en su programa lunar, al que se bautizó Proyecto A119. Más aún después de que aquel mismo mes de mayo los servicios secretos averiguaran que la URSS había planeado celebrar el aniversario de la Revolución de Octubre con una demostración de fuerza, haciendo coincidir una detonación nuclear en la Luna con el eclipse previsto para el 7 de noviembre de 1957, en lo que se conoció como Plan E-4 (el E-1 era simplemente llegar a la Luna, mientras que el E-2 y el E-3 preveían enviar sondas para tomar muestras y sacar fotografías). Obviamente, no llegaron a hacerlo, así que, paradójicamente, quizá EEUU adoptó la idea.

Reproducción del Sputnik III/Imagen: Енин Арсений en Wikimedia Commons

De hecho, no era algo nuevo pues estaba el antecedente de Edward Teller, un físico estadounidense de origen húngaro que formó parte del Proyecto Manhattan. Impulsor de la Operación Plowshare (uso de armas atómicas en proyectos de paz, sobre todo de ingeniería) y considerado padre de la bomba de hidrógeno, también había propuesto una detonación lunar en febrero de 1957 para poder analizar sus efectos. No fue el único científico ilustre en estar implicado, ya que se formó un equipo de diez miembros bajo la dirección de Leonard Reiffel (físico e ingeniero, colaborador de Enrico Fermi e impulsor del Programa Apolo de la NASA), en el que figuraban asimismo Gerard Kuiper y un prometedor doctorando suyo.

El primero era un prestigioso astrónomo de origen holandés pero nacionalizado, descubridor de dos satélites del Sistema Solar y de varias estrellas, así como de la existencia de dióxido de carbono en Marte; luego sería quien identificase los sitios donde habría de alunizar el Apolo 11. El apellido resultará familiar por el Cinturón de Kuiper, nombre que se dio a un anillo de cuerpos celestes que orbita alrededor del sol y cuya existencia predijo él en 1951. Pero más conocido aún es su estudiante de doctorado, al que llevó consigo a la ARF para el Proyecto A119: Carl Sagan, astrónomo y astrofísico que se haría mundialmente célebre por su trabajo de divulgación científica, del que el exponente más exitoso fue su didáctica serie televisiva Cosmos.

Sagan, en concreto, era el responsable de estudiar el alcance de la proyección de polvo lunar que se originaría tras la explosión; una nube importante porque, debido a la menor gravedad de la Luna, quizá podría ocultar el destello de dicha explosión y estropearía uno de los atractivos del proyecto, el mencionado de que cualquiera pudiera verlo desde la Tierra. De hecho, el impacto habría de ser una noche de plenilunio, para que los rayos solares iluminasen el hongo nuclear y el efecto visual fuera mayor. Ello implicaba que el punto cero estuviera en el terminador lunar, es decir, la división entre la zona iluminada del satélite terrestre y la oscura. Asimismo era necesario apuntar con absoluta precisión porque un fallo en la puntería podía provocar que el misil orbitase alrededor de la Luna y diera la vuelta hacia la Tierra.

El misil en cuestión iba a ser pequeño, nada que ver con el gigantesco R-7 Semyorka. Se trataba de una W25, un tipo de ojiva de uranio y plutonio que entró en servicio en 1957 y medía 68 centímetros de longitud por 44 de ancho, lo que permitía que la pudieran cargar aviones de combate, a menudo en cohetes aire-aire AIR-2 Genie. Su potencia era de 1,7 kilotones, muy lejos de la que podía desatar la bomba de hidrógeno que se pensó inicialmente pero que la USAF descartó precisamente por su excesivo peso, ya que dificultaría que llegase hasta la Luna. El desarrollo balístico intercontinental de EEUU haría posible la culminación del Proyecto A119 en 1959, pero precisamente ese año se canceló por varias razones.

Al igual que había pasado en el E-4 soviético, entre ellas estaban el miedo a que la gente no percibiera la operación positivamente sino al contrario, al margen de que algo saliera mal y provocara una mayor frustración popular. También hubo factores científicos, ante la imposibilidad de saber con antelación qué consecuencias tendría la explosión en la Luna a medio o largo plazo y su repercusión futura sobre una hipotética presencia humana en el satélite. Porque uno de los objetivos del proyecto era analizar el efecto de la detonación en el estrato geológico y eso era algo difícil de conseguir por métodos convencionales; el Programa Apolo lo haría años después con explosivos de mortero.

El primer y único volumen que sobrevivió al expurgo del Illinois Institute of Technology/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Tanto EEUU como la URSS siguieron haciendo pruebas de misiles balísticos con detonaciones en la estratosfera y se olvidaron de la Luna en ese sentido. Tras el accidente del Proyecto K soviético en 1962, en el que la explosión de una ojiva de 300 kilotones a 292.000 metros de altitud fundió millares de kilómetros de cables subterráneos de los tendidos eléctrico y telefónico, provocando un incendio en una central, se aprobó el Tratado de Prohibición de Pruebas Parciales, refrendado y ampliado en 1967 con otro que proscribía las armas nucleares en el espacio y el de 1996 que las prohibía todas, en aire, tierra o mar. Por eso se descartó la propuesta del científico Gary Latham, del Programa Apolo, que sugirió detonar una pequeña bomba atómica en la Luna en 1969 -después de que Armstrong la pisara- para medir la radiación.

Ahora bien, el Proyecto A119 no se dio a conocer hasta 1999, cuando el escritor Keay Davidson publicó su libro Carl Sagan. A life, que como se puede deducir es una biografía del científico y salió cuatro años después de fallecer éste. Durante la etapa de documentación, Davidson descubrió que Sagan había revelado en 1959 los títulos de dos documentos secretos sobre el proyecto como parte de su currículum, cuando solicitó una beca al recién fundado Miller Institute for Basic Research in Science, integrado en la Universidad de California (Berkeley).

La revista Nature hizo hincapié en ese detalle y saltó la polémica, obligando a Leonard Reiffel -aún vivía y llego a ser centenario, pues no murió hasta 2017- a desvelar la existencia de A119 y a que se hiciera pública la información sobre el tema. Así fue, si bien quedaba poca porque el Illinois Institute of Technology había destruido la mayor parte -dos de tres volúmenes- en los años ochenta. Ya eran otros tiempos y otra sensibilidad hacia la cuestión nuclear.


Fuentes

The Moon. A biography (David Whitehouse)/The E-4 project – exploding a nuclear bomb on the Moon (Aleksandr Zheleznyakov)/Carl sagan. A life (Keay Davidson)/Sagan breached security by revealing US work on a lunar bomb project (Leonard Reiffel)/The race to the Moon chronicled in stamps, postcards, and postmarks. A story of puffery vs. the pragmatic (Umberto Cavallaro)/100 things you’re not supposed to know. Secrets, conspiracies, cover ups and absurdities (Russ Kick)/Wikipedia


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