En una época anterior a cualquier idea sobre trato digno al enemigo vencido, en tiempos en los que ser derrotado en el campo de batalla era una puerta abierta a las más sanguinarias barbaridades, en la Edad Media, en suma, hubo un episodio que incluso superó lo acostumbrado y pasó a la posteridad como el eco de aquella espeluznante realidad bélica. La protagonizó el emperador bizantino Basilio II, que se ganó el poco atractivo apodo de Boulgaroktonos (Matador de Búlgaros), tras haber mandado cegar a los miles de cautivos de ese origen que hizo en la Batalla de Kleidon.
A principios del siglo XI el Imperio Bizantino ejercía hacia occidente y norte, en concreto sobre Bulgaria, la misma presión que recibía desde el otro lado por parte de un Califato Fatimí en plena expansión. En realidad no era una situación nueva, pues su origen se remontaba a cuatrocientos años antes, cuando Asparukh, un kan del clan Dulo, procedente de las llanuras ucranianas, aprovechó que Constantinopla estaba de manos atadas, sitiada por tropas del Califato Omeya de Bagdad, para guiar a los suyos más allá del Danubio e instalarlos en una zona denominada Ongala, que aproximadamente coincidía con el sur de Besarabia.
Aquellos invasores protobúlgaros sumaban cerca de un millón de personas, demasiadas como para poder expulsarlas con eficacia. Por eso el emperador Constantino IV, una vez se libró del asedio musulmán, les permitió quedarse pero a cambio de que se concentraran en un poblado fortificado y vigilado. Ahora bien, Constantino enfermó y tuvo que regresar a la capital, lo que hizo cundir el desánimo entre los soldados encargados de dicha vigilancia. Eso no pasó inadvertido a Asparukh, que aprovechó el debilitamiento para derrotarlos en el año 680 y continuar avanzando en dirección a la Tracia bizantina.
El emperador prefirió alcanzar un acuerdo y aceptó su presencia contratando a aquel ejército para combatir a los musulmanes, en lo que se considera el nacimiento del Primer Imperio Búlgaro. Por supuesto, la relación entre ambas partes estaba condenada a deteriorarse y los inevitables roces las llevaron a la guerra en varias ocasiones, convirtiéndolas en rivales. Bulgaria creció alcanzando Transilvania por el norte y la península griega por el sur, y llegando a amenazar seriamente la existencia bizantina en tiempos del zar Simeón I. Sin embargo, en el año 968 las cosas cambiaron: el príncipe Sviatoslav I, de la Rus de Kiev, que había iniciado una agresiva política de expansión militar conquistando Jazaria, puso sus ojos en el oeste y, atendiendo una propuesta del emperador Nicéforo II, inició una campaña contra los búlgaros.
Las tropas de Sviatoslav, integradas por seis mil mercenarios pechenegos (también llamados patzinakos, un pueblo seminómada de las estepas de Asia Central) derrotaron al zar búlgaro Boris II en la Batalla de Silistria, arrebatándole la parte septentrional del país. Luego, astutamente azuzados por los bizantinos -auténticos maestros de la intriga-, se volvieron contra Kiev, obligando al príncipe a regresar para liberar a la ciudad del sitio a que la sometían. De este modo, Nicéforo II quedó como gran beneficiado, ya que se quedó con lo ganado a Bulgaria e incluso capturó a Boris II en el 971. Sviatoslav no se resignó y tras reorganizarse volvió a la carga, adueñándose de Tracia, pero el conflicto se enquistó; a Nicéforo le sucedió Juan I Tzimisces, quien finalmente venció al de Kiev y lo obligó a retirarse de manera definitiva (por cierto, murió asesinado por un kan pechenego pagado por el emperador).
Boris II tuvo que renunciar al trono búlgaro y la mitad oriental de su país quedó en manos del Imperio Bizantino pero la otra mitad seguía siendo independiente y resistiendo cualquier intento de ocupación. Así estaban las cosas en el año 976, cuando en Constantinopla subió al poder Basilio II, tan severo militar como eficiente administrador. Enfrente tenía a Samuel, un antiguo general búlgaro que co-gobernaba con Román I y no sólo no estaba dispuesto a entregar su país sino que aspiraba a recuperar el territorio perdido en la misma medida que su adversario deseaba apropiarse de lo que quedaba. Basilio sufrió una importante derrota en el 986, en el paso de la Puerta de Trajano, y eso repercutió de tal forma que el imperio se vio envuelto en una guerra civil, lo que otorgó manos libres a Samuel para ir reconquistando casi todo a costa de serbios y croatas e incluso marchar sobre Grecia aprovechando la paralela presión fatimí.
Los bizantinos pudieron detenerle de forma tan inesperada como contundente en el 996, a la altura de Corinto, en la Batalla de Esperqueo. El ejército de Samuel quedó desecho, Román cayó prisionero y el propio Samuel pudo escapar de noche, tras fingirse muerto en el campo; con ello, se esfumaron sus planes de restablecer el poder de Bulgaria. Así, aunque a Basilio se le había presentado un problema extra, la amenaza musulmana que decíamos, ya entrado en el siglo XI pudo pasar al contraataque con ayuda húngara y cobrarse una nueva victoria en Skopie que le abrió las puertas de Tesalia y sur de Macedonia.
Los búlgaros no fueron capaces de frenar aquella ola y se batieron en una retirada progresiva que trataron de romper en la Batalla de Kreta, cerca de Salónica; fue en el 1009 y volvieron a perder. Y aunque los bizantinos no obtenían resultados decisivos con aquellos triunfos, lenta pero inexorablemente iban desgastando, agotando, al enemigo.
Samuel había sido elegido zar tras el fallecimiento en el 997, en una prisión de Constantinopla, de Román. Por supuesto, los bizantinos no lo reconocieron como tal, a pesar de tener el refrendo del papa Gregorio V, pues consideraban que la abdicación de Boris II suponía que Bulgaria había dejado de existir como estado, por lo que sus continuadores no serían más que rebeldes. Pero a esas alturas, tras tantas derrotas, Samuel tampoco gozaba entre los suyos de una posición firme, por lo que en el año 1014, decidido a parar al invasor de una vez por todas, concentró a sus hombres en el valle del río Estrimón, que era el paso natural que los ejércitos bizantinos empleaban para entrar en Bulgaria. Tomando como base el pueblo de Kleidion (actual Klyuch), construyó una serie de sistemas defensivos que incluían fosos, zanjas y una muralla de madera con torres.
Logró reunir cuarenta y cinco mil hombres, dicen las crónicas con más que probable exageración (se calcula que serían la mitad). Basilio II recogió el guante y puso en marcha una nueva campaña, cuyo mando entregó a Nicéforo Xifias, gobernador de Filipópolis y veterano conquistador trece años antes de Pliska y Peslav, las antiguas capitales búlgaras. Frente a él, las tropas locales estaban dirigidas por Gabriel Radomir, hijo de Samuel, que resistió exitosamente los intentos bizantinos de forzar el paso. Le ayudó, eso sí, la astucia de su padre al enviar una expedición al mando del general Nestorisa con la misión de atacar Tesalónica y distraer así a las fuerzas enemigas. Sin embargo, el plan se torció cuando Nestorisa fue vencido finalmente por el gobernador Teofilacto Botaniates, que a continuación se sumó a las fuerzas que luchaban en Kleidion.
Ahora bien, la llegada de aquellos refuerzos no sirvió de nada; al menos al principio. Las defensas de Samuel se revelaban inexpugnables y parecían capaces de dar al traste con el objetivo bizantino, así que se imponía buscar alguna alternativa. La que se encontró forma parte del imaginario clásico en estos casos: al igual que hicieron los persas en las Termópilas y otros en muchos en situaciones similares, Nicéforo Xifias llevó a sus tropas a rodear las montañas, marchando por las agrestes laderas, hasta sorprender a los búlgaros por su retaguardia. Éstos tuvieron que atender de pronto dos frentes y eso permitió a la fuerza principal asaltar la muralla, sembrando el caos. Se ordenó la retirada a Mokrievo pero aquello ya había pasado a ser un sálvese quien pueda.
Samuel pudo escapar gracias al caballo que le cedió su hijo, quien se quedó para tratar de reorganizar la defensa desde el vecino pueblo de Strumitsa. Pero ya era inútil, aunque todavía hubo ocasión para alguna acción notable que, sin embargo, traería fatales consecuencias. La protagonizó el propio Gabriel Radomir ante Teofilacto Botaniates, el cual había recibido la orden de destruir las fortificaciones. Acababa de terminar esa misión y regresaba al campamento principal cuando fue emboscado por lo que quedaba de la fuerza búlgara mandada por el vástago imperial, el cual se enfrentó al otro personalmente atravesándole con su lanza. Basilio II sintió profundamente aquella pérdida; tanto que, llevado por la ira, ordenó que se separase a los prisioneros en grupos de cien y luego se cegase a noventa y nueve de cada grupo, dejando al que quedaba sólo tuerto para que pudiera guiar a los demás. Al menos así lo cuenta la leyenda.
Según las fuentes de la época, fueron unos quince mil cautivos. Los historiadores actuales reducen la cifra a la mitad -suponiendo que fuera cierto-, pero no dejaba de ser un castigo impresionante, aún cuando se tratara del habitual en aquellos tiempos para los sediciosos. Como decíamos antes, Basilio II se ganó el apodo de Boulgaroktonos, que significa matador de búlgaros. De hecho, tan brutal resultó aquella decisión que dos meses más tarde, cuando vio aparecer aquel patético cortejo de los que antes eran sus soldados, Samuel sufrió un ataque al corazón y falleció. Le sucedió Gabriel Radomir, asesinado antes de un año durante una cacería -a instancias de los bizantinos- por su primo Iván Vladislav, quien se autoproclamó zar para caer muerto en en 1018, en la Batalla de Dirraquio, tras romper la promesa de someterse que había hecho a Basilio II.
Esa derrota y el óbito de Iván supusieron la desmoralización definitiva de los boyardos búlgaros; muchos, empezando por Nestorisa, aceptaron rendirse a cambio de mantener sus títulos. Terminó así la resistencia y, consecuentemente, Bulgaria se convirtió en una provincia más del Imperio Bizantino. Aunque lo cierto es que éste apenas tardó medio siglo en volver a ser una potencia de segundo orden. Y es que Basilio II, que no se casó ni engendró descendencia conocida, tampoco tuvo sucesores de su altura y el trono pasaría a manos de su hermano, inferior en todo.
La aplicación de un proceso de helenización a los búlgaros y el abusivo sistema tributario de la pronoia (que obligaba a los campesinos a pagar en moneda, en vez de en especie), potenció el movimiento bogomilita (un secta ascética maniquea) y rompió de nuevo la tranquilidad . En 1185 Bulgaria logró su independencia …hasta la llegada de los otomanos.
FUENTES
Georg Ostrogosrky, Historia del estado bizantino
Franz Georg Maier, Bizancio
John Skilitzes, A synopsis of Byzantine history, 811–1057
Antonio Bravo García, Bizancio
Paul Stephenson, The legend of Basil the Bulgar-Slayer
R. J. Crampton, Historia de Bulgaria
Wikipedia, Battle of Kleidion
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