Los animales han acompañado al Hombre en la guerra prácticamente desde la domesticación del perro, constituyendo los vehículos de combate de la época, aparte de los carros, caballos, camellos y elefantes. Estos últimos pueden considerarse los tanques de otros tiempos y los solemos ver representados en ilustraciones y películas, aunque casi siempre de forma errónea: las primeras suelen mostrarlos enormes, los típicos de la sabana con sus grandes colmillos y orejas, mientras que los filmes tienen que usar al más pequeño elefante indio por su mayor docilidad.
El caso es que los célebres paquidermos que Aníbal Barca llevó consigo en el paso de los Alpes no pertenecían ni a un tipo ni al otro sino a una tercera especie hoy extinguida: el elefante norteafricano o Loxodonta africana pharaonensis.
Los elefántidos son los animales terrestres de mayor tamaño hoy en día. Se encuadran en el orden de los proboscidios, que en otros tiempos llegó a sumar tres centenares y medio de variedades, pues existen ya desde la prehistoria, pero poco a poco fueron evolucionando y/o desapareciendo al no ser capaces de adaptarse al cambio de sus hábitats. Así, en la Antigüedad ya sólo quedaban dos géneros, Loxodonta y Elephas, los primeros en África y los segundos en Asia, divididos en varias especies y subespecies. Vamos a dejar aparte los asiáticos, de los que únicamente sobrevive el Elephas maximus con tres subespecies (maximus maximus, maximus indicus y maximus sumatranos), para centrarnos en los del continente negro.
El género Loxodonta se divide en cinco especies que son adaurora, atlantica, exoptata, cyclotis y africana, de las que las tres primeras se extinguieron y sólo las conocemos por los fósiles. La cyclotis es lo que comúnmente se llama elefante africano de la selva -nombre debido a razones obvias-, al que los análisis de ADN han liberado de ser una subespecie de Loxodonta africana, como se creyó durante mucho tiempo. Pero también lo apartaremos, así que queda hablar de esta última taxonomía, vulgo elefante africano de la sabana, que es la que nos interesa en este artículo. Y, más concretamente, de la subespecie -ésta sí- Loxodonta africana pharaonensis.
Aunque Loxodonta africana puede medir de 3,5 a 4 metros de altura y pesar entre 6 y 10 toneladas (las hembras un poco menos), la subespecie pharaonensis era algo menor, más parecida en tamaño y peso a cyclotis, según se deduce de las representaciones milenarias conservadas en pintura, escultura, mosaicos y monedas. Con una altura media de 2,5 metros aproximadamente, sí presentaban en cambio, otras características físicas comunes: grandes orejas, una cabeza menos voluminosa que el indio, grandes colmillos y un lomo cóncavo. Por contra, su carácter no era tan indómito, lo que debió facilitar su domesticación, tal cual pasó en Asia con Elephas maximus.
El nombre pharaonensis deriva, como resulta fácil deducir, de la palabra faraón, a pesar de que los egipcios nunca utilizaron estos animales ni en la vida cotidiana ni en la guerra, salvo ya en el período ptolemaico.
Pero es que este tipo de paquidermo se extendía por toda el África mediterránea, desde el Magreb (de donde acaso fuera originario y se le llamaba también elefante del Atlas, igual que en Libia recibía el nombre de troglodita) hasta Egipto, si bien su distribución llegaba a zonas más al sur como Sudán y la costa etíope, de ahí que asimismo sepamos de su aprovechamiento por los kushitas (nubios).
No obstante, más al norte sólo hay constancia de su empleo por parte de cartagineses y númidas, pues otros pueblos de la Antigüedad que usaron elefantes (persas, macedonios e incluso griegos) recurrieron a los indios. La razón para ello era que la presencia de esa especie no se limitaba a la India sino que se extendía desde China y el sudeste asiático hasta llegar casi a la franja sirio-palestina a través de lo que hoy son Irán e Irak.
Se ignora cómo era el proceso de domesticación, ya que al extinguirse la subespecie en época romana no sobrevivió el oficio y además tampoco ha quedado reflejado documentalmente. Lo que sí nos ha llegado, no sólo por el arte sino también por las narraciones históricas de Tito Livio, Polibio y Apiano sobre las Guerras Púnicas, es que Cartago había incorporado elefantes a su ejército. Unas veces fueron eficaces, como en la Batalla de Túnez (255 a.C.) y otras no tanto, como en Adys (donde el terreno irregular no les era propicio). Aníbal ya había usado cuarenta en el año 220 a.C. para aplastar -nunca mejor dicho- una rebelión en Hispania de carpetanos, vacceos y olcades.
En su famosa expedición a Italia llevó treinta y ocho pero, tras cruzar los Alpes y jugar un importante papel en la Batalla de Trebia (frenaron a la caballería romana), todos menos tres murieron a causa del frío sufrido, la humedad de las marismas etruscas y las alteraciones digestivas que les produjo una dieta inadecuada. El último superviviente fue Surus, el animal personal que montaba el propio general púnico mientras se restablecía de la pérdida de su ojo derecho y que, curiosamente, se cree que no era un elefante africano sino sirio (Elephas maximus asurus), ya que eso significaba su nombre y además se le describe como más grande que el resto.
No se puede considerar un número de animales muy grande. Eran más de los quince que presentó el persa Darío III contra Alejandro en Gaugamela, pero pocos comparados con los setenta y tres que Ptolomeo IV opuso en el año 217 a.C. a los seleúcidas de Antíoco III Megas en la Batalla de Rafia (en la que murieron dieciséis) o los cientos de ellos que combatieron en las Guerras de los Diádocos, donde se enfrentaron elefantes africanos y asiáticos (con ventaja para los segundos por su tamaño, según Plinio el Viejo haciéndose eco de Onesícrito, filósofo que acompañó al Magno en su expedición). No digamos ya en Asia, donde los dos mil elefantes del emperador mogol Muhammad Shah fueron destrozados por la artillería de los persas en la batalla de Karnal, por ejemplo, por no hablar de que el reino de Maghada disponía de seis millares y el rey Chandragupta Maurya llegó a contar con nueve mil para tratar de detener a los invasores macedonios.
Los romanos ya se habían tenido que enfrentarse a una veintena de tan formidables enemigos en el 280 a.C., cuando lucharon contra Pirro en la Batalla de Heraclea; eran elefantes asiáticos y provocaron la desbandada de las legiones de Publio Valerio Levino, que los veían por primera vez. Ahora bien, aprendieron la lección y, según Claudio Eliano, en Malaventum consiguieron derrotarlos mediante un sistema que Plinio el Viejo contaba que se había aplicado antes, durante el asedio de Megara: lanzarles cerdos en llamas. Cuando Escipión venció a Aníbal en Zama en el 202 a.C., lo hizo de una forma mucho más simple y limpia: ordenando a los manípulos de sus legiones que se apartaran para dejar pasar de largo a los proboscidios en su carga. Sesenta y dos años después, Julio César fue más drástico en Tapso ante los elefantes pompeyanos, mandando que les cortaran las patas y trompas a hachazos.
La de Tapso fue la última vez que esos animales combatieron en occidente (aunque hay referencias a que Claudio destinó uno a la conquista de Britania por su efecto psicológico) y la explicación es obvia: pese a su formidable apariencia, los elefantes no resultaban fiables y a menudo, cuando eran heridos, el dolor los enloquecía sembrando el caos entre sus propias filas. En ello tuvo mucho que ver su pobre equipamiento, que distaba bastante de ser como suele mostrar la iconografía: al contrario que en Asia, no se los dotaba de armaduras ni protección alguna, lo que los dejaba muy vulnerables al lanzamiento de jabalinas de los velites romanos, como en Asculum, donde también usaron carros ardiendo. Además, la movilidad de las legiones contrastaba con las pesadas formaciones hoplíticas en falange y, en consecuencia, los elefantes resultaban poco útiles para tratar de deshacerlas.
Y aunque esto ha sido motivo de debate, parece improbable que su pequeño tamaño les permitiera llevar houdah sobre su lomo, es decir, la torre o barquilla con dos o tres guerreros (uno de ellos con una larga sarisa para mantener alejados a los enemigos) característica de los elefantes asiáticos. Al menos habitualmente, pues la obra De bello Africo (atribuida discutidamente a Julio César) dice que los de Juba I de Numidia sí la portaban y parece confirmarlo la numismática. Polibio también habla de elefantes con torretas en Rafia. Quizá dependía de las circunstancias o el contexto.
O acaso sí fueran uno o dos soldados montados a horcajadas, aparte del cornaca encargado de conducir al animal y que solía ser númida. Si éste seguía las misma técnica que los mahouts indios, utilizaría el equivalente al aṅkuśa, una barra de hierro con un gancho al final con la que se picaba al paquidermo sobre la piel para dirigirlo o pararlo. Y por si éste se desmandaba con riesgo para las propias filas, también portaría un martillo para clavarle un cincel en la espina dorsal, matándolo instantáneamente; una alternativa era hacerlo en la frente, sobre un círculo pintado ad hoc.
Más de uno se preguntará cómo se extinguió Loxodonta africana pharaonensis. Apuntábamos antes la posibilidad de que su origen estuviera en aquel elefante del Atlas que habitaba el límite del Magreb con el desierto, desde donde se extendió al resto del áfrica septentrional previamente a su desaparición ya antes de que los cartagineses alcanzaran su apogeo. Pero en términos absolutos, la respuesta a la extinción está en el final de la Segunda Guerra Púnica, cuando se impuso la República Romana y a lo largo de las décadas siguientes fue reuniendo todos los elefantes que encontró para aprovecharlos en sus propias campañas, desde las rebeliones lusitana y celtíbera en Hispania a las guerras en Macedonia (batallas de Cinoscéfalas, Termópilas y Magnesia, primero; Pidna después) para contrarrestar a los que tenían Masinisa y Antíoco III respectivamente
Ahora bien, después de Tapso los elefantes quedaron postergados como arma de guerra y poco a poco se procedió a reunirlos y trasladarlos a Roma para usarlos en las venationes (luchas con animales en el anfiteatro). Se calcula que sólo durante el mandato de Augusto perdieron la vida unos tres mil quinientos ejemplares, por ejemplo, lo que unido a la presión que ejerce la civilización sobre sus hábitats terminó acabando con ellos. Aún así, es posible que la especie lograra mantenerse en sitios más aislados, como Eritrea o Sudán… hasta el siglo XIX.
Fuentes
Plinio el Viejo, Historia natural | Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación | Polibio, Historias | De bello Africo (Comentarios de la Guerra de África) | Claudio Eliano, Historia de los animales | John M. Kistler, War elephants | Philip de Souza, La guerra en el mundo antiguo | John Noble Wilford, The mistery of Hannibal’s elephants | Wikipedia
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