Julio Verne tenía una extraordinaria capacidad visionaria. De la Tierra a la Luna anticipó la llegada a nuestro satélite, mientras que Robur, el Conquistador profetizaba la conquista del aire por el Hombre, o 20.000 leguas de viaje submarino lo hacía del sumergible eléctrico, entre otras asombrosas profecías literarias. La que narró en L’Étoile du sud (La Estrella del Sur) era el más difícil todavía porque se hizo realidad cuando aún vivía, si bien apenas dos meses antes de fallecer: en su novela describía un enorme diamante que desaparecía misteriosamente y resultó que en enero de 1905 se descubrió el mayor de la historia. Lo bautizaron con el nombre de Cullinan.

Luego volveremos a hablar del escritor francés porque, como se verá, le rindieron un bello homenaje póstumo a costa del diamante. Pero antes, sepamos cómo fue encontrado y su devenir, que resulta realmente interesante. La gema se formó hace miles de millones de años en el manto terrestre, tardando todo ese tiempo en ir recorriendo los centenares de kilómetros que lo separaban de la superficie arrastrado por la roca que lo contenía por el magma.

Fue el 26 de enero de 1905 cuando lo halló Frederick Wells, el gerente de superficie de la Premier Diamond Mining Company, una excavación minera del Transvaal, colonia que los británicos arrebataron a los bóers tras la segunda guerra que mantuvieron con éstos entre 1899 y 1902.

El diamante Cullinan en bruto / foto dominio público en Wikimedia Commons

Esa contienda había tenido causas diferentes a la anterior, disputada veinte años antes, ya que ahora no se trataba tanto de dominar o afianzar la presencia de la Union Jack en territorio sudafricano sino de hacerse con el control de una región rica en yacimientos auríferos, tal como auguró Paul Kruger. Lo irónico es que fueron los diamantes los que se convertirían en protagonistas, algo que no debería sorprender teniendo en cuenta que muy cerca, a orillas del río Orange, llevaban extrayéndose esas gemas desde su primer descubrimiento en 1866.

Las huellas de aquella actividad que dejaron los miles de mineros que acudieron en busca de fortuna quedan hoy en forma de cicatrices en la tierra (The Big Hole) o una ciudad de nuevo cuño (Kimberley).

Hasta el siglo XVIII sólo se habían encontrado diamantes en la India, en los depósitos aluviales del sur generados por los ríos Penner, Godavari y Krishna. De allí procedían los ejemplares que se citan en fuentes literarias romanas del siglo I d.C. y eran los maharajás los que poseían las piezas más espectaculares. El ejemplo más obvio es el Koh-i-Noor (Montaña de Luz), que, procedente de Andhra Pradesh, perteneció primero a los reyes Kakatiya y después a los emperadores mogoles para pasar a manos de Ranjit Singh, el maharajá sij del Punjab, a quien se lo expolió la Compañía Británica de las Indias Orientales; las críticas recibidas por ello la obligaron a regalárselo a la reina Victoria para engarzarlo en la corona con motivo de su proclamación como emperatriz de la India.

El Koh-i-Noor en la cruz central de la corona de la reina María/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

El Koh-i-Noor, con sus 108 quilates, fue durante mucho tiempo el diamante más grande del mundo pero el Excelsior, encontrado en 1893 en la mina sudafricana de Jagesfontein, lo superó ampliamente con 972 quilates. Ahora bien, el hallazgo del Cullinan pulverizó todos los récords, ya que era tres veces mayor, con nada menos que 3.106,75 quilates -más de medio kilo-, midiendo 10,1 centímetros de largo por 6,35 de ancho y 5,9 de grosor. Y encima tenía la mitad de sus caras lisas, lo que indicaba que sólo era una parte desgajada de una gema más grande.

La noticia causó sensación y los periodistas empezaron a hablar del «diamante de Cullinan» -en referencia a Sir Thomas Cullinan, presidente de la compañía minera-, de manera que le quedó el nombre. La expectación fue tal que cuando se llevó a Johannesburgo hubo que exhibirlo al público en el Standard Bank y lo visitaron miles de curiosos.

En abril fue trasladado a Inglaterra en medio de unas medidas de seguridad tan poco comunes que incluyeron depositarlo en la caja fuerte de un barco de vapor protegida las 24 horas del día por detectives. O eso se creyó entonces, pues todo resultó ser un señuelo con una piedra falsa a manera de maniobra de distracción, mientras el verdadero diamante se enviaba en una sencilla caja mediante correo certificado.

El sur de África a finales del siglo XIX

El rey Eduardo VII fue el primero que tuvo ocasión de verlo, ya que se le mostró en Buckingham Palace nada más desembarcarlo y trasladarlo a Londres. De hecho, el premier del Transvaal, Louis Botha, había sugerido regalárselo al monarca como «muestra de la lealtad y el apego de la gente de Transvaal al trono y la persona de Su Majestad». El objetivo de Botha no era desinteresado: héroe de las dos guerras que asolaron la región y en las que combatió al lado de los bóers (fue quien capturó a Winston Churchill), después colaboró con sus adversarios hasta el punto de fundar el Partido Sudafricano, que defendía que el país se convirtiera en un dominio británico.

El Parlamento sometió a votación la propuesta, en la que se registraron 42 votos a favor y 19 en contra. El primer ministro, Sir Henry Campbell-Bannerman, recomendó a Eduardo VII declinar la oferta pero el subsecretario colonial, que era precisamente Churchill, le convenció para aceptar, quizá también por interés estratégico (asegurarse la lealtad del Transvaal).

Entonces, el gobierno de la colonia adquirió el diamante el 17 de octubre de 1907, pagando por él 150.000 libras esterlinas (se calcula que equivaldrían a más de 15 millones actuales) y se lo presentó oficialmente al rey al mes siguiente, con motivo de su 66º cumpleaños. Fue en una fastuosa recepción celebrada en Sandringham House, a la que asistieron numerosos e ilustres invitados; entre ellos estaba, por cierto, Victoria Eugenia de Battemberg, prima del soberano y reina consorte de España al haberse casado el año anterior con Alfonso XIII.

Los nueve diamantes principales obtenidos de la partición del Cullinan/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Una vez propiedad de la corona británica, llegó el momento de tallar la piedra. Se designó para ello a los mismos que ya lo habían hecho con el segundo diamante más grande jamás encontrado, el mencionado Excelsior. Se trataba de los hermanos holandeses Asscher, uno de los cuales, Abraham, recogió el Cullinan en la Oficina Colonial y viajó a Ámsterdam en ferry y tren llevándolo tranquilamente en el bolsillo, mientras, como se hiciera con anterioridad, se organizó una farsa en la que un barco de la Royal Navy transportaba un señuelo por el Mar del Norte. Otro hermano, Joseph, se encargó de cortar el Cullinan en varias partes, operación que, realizados los cálculos pertinentes y tras una primera división por la mitad de un solo golpe, duró ocho meses.

El resultado fueron nueve diamantes de algo más de un centenar de quilates cada uno y 96 pequeños brillantes de menos de un quilate. Excepto los dos de mayor tamaño -bautizados con los nombres de Cullinan I y Cullinan II-, que se destinaron al Cetro Real en 1909, y el llamado Cullinan VI, que compró Eduardo VII para regalárselo a su esposa, todos los demás permanecieron en la capital holandesa en concepto de pago a los Asscher por su trabajo.

O así fue hasta 1910, en que el gobierno sudafricano los adquirió y se los donó a la reina María, mujer de Jorge V (que ese año sucedió en el trono a su padre), quien engarzó parte de ellos en una cadena de platino. Dado que María también heredó el citado Cullinan VI, todos los diamantes pertenecen hoy a Isabel II, formando parte de las Joyas de la Corona.

Joseph Asscher durante el tallado del Cullinan/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Y ahora retornemos con Julio Verne. En 1880 compartía editorial con André Laurie, pseudónimo del escritor Pascal Grousset. Éste había tenido una vida tan rocambolesca (retó a duelo al sobrino de Napoleón, Pierre; fue miembro de La Comuna de París; escapó de la deportación a Nueva Caledonia y terminó siendo diputado socialista) que su trabajo literario parecía destinado inevitablemente a la por entonces naciente ciencia ficción. Así, firmó varias novelas inauditamente fantásticas, con argumentos que no tenían nada que envidiar a los de Verne.

Por ejemplo, es el autor de Los exiliados de la Tierra (en la que un consorcio internacional intenta convertir una montaña en un colosal electroimán para acercar nuestro planeta a la Luna y explotar así sus recursos mineros), De Nueva York a Brest en siete horas (donde narra la excavación de un túnel transatlántico que ha de unir Europa y América), Atlantis (sobre la existencia de una antigua civilización en el fondo del océano, cerca de las Azores, bajo una cúpula de cristal) o El rubí del Gran Lama (en la que aparece una isla volante), por citar sólo algunas.

Ahora bien, una cosa era el ingenio para pergueñar planteamientos y otra desarrollarlos adecuadamente y en esto no debía ser tan eficaz, de ahí que su fama fuera limitada en comparación con la de Verne. A este último le entregó Pierre-Jules Hetzel, el editor de ambos, un manuscrito de Grousset para que lo corrigiera y mejorase con vistas a sacarlo dentro de la colección Viajes extraordinarios. Se titulaba L’Étoile du sud y, curiosamente, su trama no era de fantasía sino de aventuras, desarrollándose en África del Sur en el contexto de la explotación diamantífera de Griqualandia (El Cabo).

Portada original de L’Étoile du sud ilustrada por Léon Benett/Imagen: dominio público en Wikimedia Commons

Cuenta la historia de Cyprien Méré, un ingeniero francés que trabaja en las minas de diamantes y, deseando casarse con la hija del propietario pero careciendo de fortuna, crea un gran diamante a partir de carbón por medios químicos al que llama Estrella del Sur, regalándoselo al que espera que sea su futuro suegro.

Durante una fiesta, la piedra desaparece y se acusa al criado negro de Meré, que huye. Entonces, el terrateniente ofrece la mano de su hija al que recupere la Estrella del Sur y todos los pretendientes salen a la caza, el ingeniero incluido pero por razones más nobles, pues cree en la inocencia de su empleado. La solución al misterio la tiene un avestruz.

Probablemente nunca sabremos con exactitud cuánto hay de cada escritor en ella pero el caso es que en 1884 Verne publicó la novela por entregas en el Magasin d’Éducation et de Récréation, la revista literaria quincenal en la que Hetzel presentaba los nuevos libros. No fue de las obras más exitosas del autor pero se la recordó cuando fue encontrado el Cullinan y por eso a la famosa gema se la conoció también como The Southern Star, la Estrella del Sur.


Fuentes

Eric Bruton, Diamantes | Juan Casabó, Joyería | The diamonds and their history (Royal Collection Trust) | Jewellery made from the world’s largest diamond is to go on display (Royal Collection Trust) | Jewellery made from the Cullinan Diamond (Royal Collection Trust) | Mohsen Manutchehr-Danai, Dictionary of gems and Gemology | Julio Verne, La Estrella del Sur | Wikipedia


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