Río de Janeiro, Salvador de Bahía, Recife, Fortaleza, Manaos… Son las ciudades de Brasil que concentran el turismo. Es improbable que un viajero apunte en su agenda dos sitios prácticamente desconocidos para la mayoría como Santa Bárbara del Oeste o Americana.
Sin embargo, un historiador -y probablemente también un novelista o un cineasta- encontraría allí un interesantísimo pasado, ya que ambos sitios recibieron un aporte migratorio tan importante como curioso a partir de 1867: los miles de confederados que se exiliaron allí tras la Guerra de Secesión.
Esa contienda terminó en 1865 y, como sabemos, fue ganada por los estados nordistas gracias a su mayor potencial humano e industrial, que les permitió llevar a cabo algo que los sudistas no necesitaban: ocupar el territorio enemigo. El problema, una vez terminada la guerra, era ganar la paz. No sólo porque la economía de los derrotados había quedado destruida y su sistema esclavista desmontado, llevando a la ruina a muchos sudistas, sino también porque buena parte de éstos no estaban dispuestos a renunciar a su forma de vida ni querían arriesgarse a sufrir previsibles represalias.
Consecuentemente, un buen número de ellos optó por marchar al oeste, la frontera natural para la expansión de EEUU, en busca de nuevas tierras donde establecerse, aunque fuera a costa de jugarse la piel contra los indios. No obstante, esa corriente migratoria resultó deslabazada: no se trató de una oleada sino de un goteo que, en la práctica, se fundió con el que había también desde el Norte. En cambio, sí hubo un flujo masivo fuera del país y aunque algunos eligieron Honduras Británica, Nueva Virginia (México), la Cuba española, Venezuela o incluso Egipto, el destino preferido fue Brasil.
No sólo por tratarse de una nación aliada de la Confederación y de un lugar en la propia América en un proceso de formación equiparables en ese momento al estadounidense, sino también -y sobre todo- porque era uno de los dos únicos estados del mundo occidental que todavía mantenían el esclavismo; el otro era España.
El abolicionismo había eclosionado a principios del siglo XIX por dos razones. Una, la consideración de ser un régimen injusto y bárbaro; otra, la necesidad de los países más desarrollados, en plena Revolución Industrial, de crear un proletariado. Por esa razón Reino Unido se convirtió en azote de traficantes, poniendo a la Royal Navy a patrullar la costa africana y arrogándose el derecho de otros gobiernos a decidir la cuestión, aunque a cambio lo compatibilizaba con cuantiosas subvenciones a quienes se sumaran. Así, todos fueron prohibiendo la esclavitud y, tras la derrota de los estados del Sur, que permitió hacer efectiva la Proclamación de Emancipación en todo EEUU a través de la Decimotercera Enmienda, sólo quedaban la citada España y el Imperio Brasileño.
Este último había sido fundado por Pedro I a partir de la colonia portuguesa, en la que se había refugiado la familia real lusa tras la invasión napoleónica. Después, Joao VI regresó a Europa pero su hijo, el mencionado Pedro, decidió quedarse en América gobernando como regente el Reino de Brasil hasta que proclamó la independencia en 1822 y, después de derrotar a las tropas de su padre, fue proclamado emperador. Buena parte de la economía se basaría en los esclavos, que inicialmente constituían aproximadamente un tercio de la población, si bien con el paso de las décadas se tendió a reducir y cuando llegaron los confederados rondaban la cuarta parte del total. A mediados del siglo XIX, el movimiento abolicionista brasileño prácticamente no existía.
En Brasil, el cultivo principal era la caña de azúcar, aunque también había zonas dedicadas al arroz y, por supuesto, la minería, pero el café los terminaría desplazando en importancia. En cualquier caso, eran grandes plantaciones que se trabajaban de forma similar a las de EEUU, lo que no les pasó por alto a los confederados a la hora de elegir un lugar donde exiliarse, máxime cuando supieron que Pedro I quería introducir el algodón, para lo cual ofrecía pagar el viaje, entregar tierras y eximir de impuestos a los inmigrantes dispuestos a ello (para, de paso, tratar de blanquear a la población libre).
Y como la mayoría no eran ricos y se habían quedado sin nada, hicieron el petate y se fueron, desoyendo las peticiones de las autoridades sureñas, entre ellas las del ex-presidente Jefferson Davies y el general Robert E. Lee, que pedían que se quedaran para la reconstrucción del país.
Así, de diez a veinte mil personas se trasladaron a Brasil desde los estados de Alabama, Luisiana, Mississipí, Georgia, Carolina del Sur y Texas a lo largo de los veinte años transcurridos entre 1865 y 1885, estableciendo media docena de asentamientos. La variación de cifras se debe a que muchos de esos exiliados retornarían cuando se promulgaron las Leyes de Jim Crow, un corpus legislativo que los demócratas blancos lograron aprobar para la imposición de una segregación racial que perduraría hasta que la Ley de Derechos Civiles y la de Derechos de Votación la suprimieron en 1964 y 1965 respectivamente.
Los confederados, como se los llamó en su nuevo país de acogida, se distribuyeron por varias zonas de Brasil pero concentrándose especialmente en los estados de Río de Janeiro y Sao Paulo, así como en Santarem y Paraná del Sur. Las ciudades que más acogieron fueron las que decíamos antes: Santa Bárbara del Oeste y Americana, las únicas que sobrevivieron a la larga.
La primera es un municipio saopaolense, fundado en 1818 a partir de la plantación azucarera de una viuda llamada Margarida da Graça Martins, en el que se instaló a finales de 1865 el coronel William Hutchinson Norris, ex-senador por Alabama, al que dos años más tarde se sumaron una treintena de familias y por eso se denominaba también Colonia Norris.
En cuanto a Americana, su fundación fue más tardía, en 1875, y de la mano del militar Ignácio Corrêa Pacheco, que había adquirido varias haciendas en la zona que sumaban más de medio millar de acres y luego vendió al citado Norris; porque se trataba más bien de una especie de expansión de Santa Bárbara del Oeste. Se llamó Vila dos Americanos hasta 1904 y en sus tierras se cultivó un producto desconocido allí, la sandía. Tanto en una como en otra, los recién llegados se dedicaron al campo, comprando esclavos como mano de obra e introduciendo el algodón, técnicas agrícolas modernas, el protestantismo (la Iglesia Baptista, para ser exactos) y, en general, sus costumbres anglosajonas.
Costumbres que resultaron no ser tan afines como creían, por las diferentes religiones -tuvieron que hacer su propio cementerio porque no les dejaban enterrar a los suyos en suelo católico- pero también porque la política racial brasileña era ambigua y gente considerada allí blanca era negra o, al menos, mulata a ojos de los confederados; sin contar la posibilidad de algo a sus ojos tan rechazable como el matrimonio interracial. Ahora bien, con el tiempo fueron adaptándose a las locales y trocando el inglés por el portugués. Esa integración vino determinada por dos motivos encadenados.
Primero, en 1871 Brasil decretó la libertad de vientres (libertad para los hijos de esclavos), que en 1880 se extendió a los mayores de sesenta años hasta que en 1888 la Ley Áurea abolió oficialmente la esclavitud. Era el único país occidental que la tenía todavía, pues España la había suprimido en 1880 (auqnue estableció un período de transistorio llamado patronato que no terminó hasta seis años más tarde).
Segundo, esa nueva situación, en la que multitud de esclavos podían pasar a ser trabajadores legales o incluso propietarios, llevó a muchos confederados a volver a su país -ahora más interesante al haber segregación- o a dejar el campo para establecerse en ciudades, donde siempre resulta más difícil conservar la identidad. Lo cual tenía su punto de curiosidad porque con los sudistas había viajado a Brasil una apreciable cantidad de afroamericanos, unos esclavos a su servicio pero otros libertos apegados a sus antiguos dueños (el caso más célebre, quizá es el de Steve Watson, que fue nombrado gerente del aserradero de su amo, el juez Dyer, cuando éste regresó a su Texas natal).
Por otra parte, en el último cuarto del siglo XIX empezaron a fluir también emigrantes italianos y alemanes, que tendieron a centrar su actividad en ese sector agrario que los estadounidenses empezaban a dejar. Unos y otros casaron a sus hijos/as con los confederados de tercera generación, parte de los cuales también habían establecido vínculo matrimonial con brasileños/as.
De este modo, se diluyó parcialmente la homogeneidad que habían mantenido durante un tiempo pero que conmemora hoy en día la Fraternidade Descendência Americana a través de un pintoresco evento anual llamado Festa Confederada; es un día para disfrutar de la bandera stainless banner, los vestidos de polisón, el pollo frito y los uniformes grises a ritmo de Dixie.
FUENTES
Eugene C. Harter, The lost colony of the Confederacy
Cyrus B. Dawsey y James M. Dawsey, eds, The Confederados. Old south immigrants in Brazil
Elda González Martínez, La inmigración esperada: la política migratoria brasileña desde João VI hasta Getúlio Vargas
Jesse Greenspan, The Confederacy made its last stand in Brazil
Wikipedia, Confederados
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