Resulta sorprendente que siglos atrás, en tiempos en los que el acceso a la educación estaba prácticamente restringido a las élites y la pedagogía carecía de la especialización cualitativa desarrollada actualmente, surgieran niños prodigio con cierta frecuencia. En ese sentido, el siglo XVIII, el de la ilustración, alumbró algunos muy famosos siendo Mozart el arquetipo de todos ellos. Hubo otro, sin embargo, que podría haberle arrebatado la indiscutibilidad de dicho protagonismo y si no lo hizo fue sencillamente porque no tuvo tiempo, al fallecer en la infancia temprana. Se llamaba Christian Heinrich Heineken y entró en la historia con una vida de sólo cuatro años y cuatro meses..
Es difícil establecer cuánto hay de verdad estricta en su caso y cuánto de exageración, aunque ésta fuera parcial. El caso es que el apodo de Niño prodigio de Lübeck que se ganó Christian no es gratuito y la razón está bastante bien documentada, así que si sus méritos pueden haber sido hiperbolizados por los cronistas, también lo es que tenían una base cierta. Y además, hay que tener en cuenta que uno de los testimonios que nos han llegado de las virtudes del chico viene firmado nada más y nada menos que por Immanuel Kant, el célebre filósofo, que escribió un ensayo sobre él llamándole «ingenium praecox«, que no hace falta traducir.
Como es fácil deducir, era natural de Lübeck, una ciudad del actual estado alemán de Schleswig-Holstein, en aquella época venida a menos tras la disolución en 1669 de la Liga Hanseática pero que en 1721, año del nacimiento de Christian, todavía seguía siendo un puerto de cierta importancia. El niño no salió brillante por casualidad. Su padre, Paul, era artista, oficio que entonces aglutinaba diversas modalidades y él concretamente se centraba en la arquitectura y la pintura, habiendo tenido como discípulo a Mengs. Pero es que su madre tampoco daba el perfil de mujer tradicional de su tiempo: Catharina Elisabeth, se llamaba, hija del pintor Franz Oesterreich y, cuando quedó huérfana, adoptada por otro, Karl Krieg.
Con progenitores así parecía inevitable que sus vástagos sobresalieran por encima de lo normal y, de hecho, Christian tenía un hermano catorce años mayor, Carl Heinrich, que estudió literatura y derecho en las universidades de Leipzig y Halle, trabajando como tutor privado del poeta Johann Ulrich König primero y del conde Alexander von Sulkowsky después, pasando a continuación a ser secretario de otro conde, Von Brühl, antes de ser nombrado por el rey de Polonia, Augusto III, director de la colección real de grabados y dibujos, y publicar varios libros sobre arte en varios idiomas. Tendría una larga vida (murió en 1791), en contraste con su hermano pequeño.
El currículum de éste empezó muy precozmente, a los diez meses, edad a la que aprendió a hablar. Alemán, obviamente, idioma en el que dicen que ya era capaz de leer el Pentateuco dos meses después, en un increíble alarde de rapidez en la comprensión de letras, sílabas y sintaxis en general. Por lo visto poseía una extraordinaria capacidad que se extendió al latín y al francés cuando alcanzó los dos años, gracias a una memoria prodigiosa que le permitía aprenderse pasajes enteros de la Biblia al pie de la letra y recitarlos sin equivocarse, al igual que hacía con fragmentos de textos de disciplinas científicas como matemáticas, geografía, historia, filosofía…
A la indudable influencia educativa de sus padres – Paul no sólo era arquitecto sino un consumado químico que fabricaba sus propias pinturas y esmaltes mientras que su madre, además de pintar y hacer arreglos florales, era una estudiosa de la alquimia– se unió la de su maestro, Christian von Schönaich, que era de familia noble y decidió presentar las habilidades del niño en sociedad. Así fue cómo Christian tuvo ocasión de recitar ante Federico IV, rey de Dinamarca que había oído hablar de él y quiso conocerlo en persona, un texto de su puño y letra compuesto para la ocasión bajo el título La vieja, sabia y nueva historia danesa. Después realizó otras actuaciones ante entusiasmados espectadores de diversos países europeos. Todo ello en un año que nadie sospechaba que iba a ser el último.
Porque la historia del Niño prodigio de Lübeck terminó trágicamente el 27 de julio de 1725. Al retornar de Copenhague empezó a sentirse mal y los meses siguientes empeoró, hasta el punto de que él mismo tomó consciencia de su gravedad y anticipó su destino, cuentan que con bastante aplomo. Nadie encontraba la forma de hacerlo mejorar porque se trataba de una enfermedad que no se identificaría plenamente hasta dos siglos y cuarto más tarde, cuando el pediatra holandés Willem Karel Dicke se percató de que la escasez de trigo originada por la Segunda Guerra Mundial hizo que se redujeran drásticamente las muertes de niños con determinada afección intestinal y que al acabar la contienda las tasas volvían a subir. Hablamos de la celiaquía, producida por una intolerancia al gluten que contienen el trigo, la avena y el centeno junto con sus derivados.
Christian, según costumbre de su tiempo, no dejó la lactancia al crecer. Al menos no exactamente, pues Sophie Hildebrandt, su ama de cría, le preparaba papillas con la leche que se extraía. Y resulta que Sophie llevaba una dieta rica en cereales; cargada de gluten por tanto. Aquel infortunado niño prodigio tuvo un homenaje póstumo de la mano de su maestro, el citado von Schönaich, que publicó una biografía suya titulada Leben, Thaten, Reisen und Tod eines sehr klugen und artigen 4jährigen Kindes Christian Henrich Heineken aus Lübeck (Vida, hechos, viajes y muerte del niño Christian Henrich Heineken de Lübeck). La luz que brilla con el doble de intensidad dura la mitad de tiempo.
Fuentes
Il bambino prodigio di Lubecca. La vita straordinaria di Cristiano Enrico Heinecken (Guido Guerzoni)/A history of american gifted education (Jennifer L. Holly)/Mental prodigies (Fred Barlow)/Wikipedia.
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